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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (8 page)

BOOK: El puente de los asesinos
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—Es un disparate —dije al fin.

Se volvió don Francisco a mirarme con curiosidad.

—¿Qué es un disparate, en tu moza opinión?

—Lo de Malatesta. Esa serpiente criminal... Imposible fiarse de él.

Rió el poeta en tono quedo, mostrándose de acuerdo. Luego se encogió de hombros bajo su capa negra, miró al capitán, que de nuevo caminaba en silencio como si no nos prestara atención, y se volvió hacia mí.

—Un asunto como el que nos ocupa requiere concursos diferentes. Extraños compañeros de cama.

—¿Cómo pudo salvarse, después de querer matar al rey?

Una ronda de porquerones papales, seis hombres con chuzos y un farol, pasó por nuestro lado echándonos una ojeada, pero sin molestarnos: aquélla era una ciudad acostumbrada a los forasteros. Caminábamos cerca de la iglesia de San Luis de los Franceses, embocando una calle larga. Tras señalarme el edificio, don Francisco respondió que no conocía bien esa parte del asunto Malatesta. Por lo que él sabía, y tras delatar a sus cómplices, el sicario había comprado su vida a cambio de informaciones confirmadas por los espías del conde-duque. Algo relacionado con cierto pariente suyo: uno de los capitanes de la tropa al servicio de Venecia, descontento y mal pagado. También había en danza un par de senadores venales y una cortesana con buenas relaciones.

—Algunos de esos elementos —concluyó— podrían ser decisivos en el golpe que se planea; así que Olivares, que lo lleva todo con su habitual mano de hierro, pero siempre es pragmático en razones de Estado, consideró que el italiano iba a ser más oportuno vivo que muerto, y más útil en Venecia que en una mazmorra... Y aquí está él, y aquí vuestras mercedes.

—Puede traicionarnos a todos —opuse.

—Sus motivos tendrá para no hacerlo. Dudo que siguiera vivo de no tener Olivares la certeza de que se mantendrá en el lado correcto.

—¿Y cuando todo acabe? —preguntó el capitán Alatriste.

Habíamos llegado a la plaza Redonda, junto a la fuente que hay delante del templo antiguo, convertido en iglesia, que los romanos llamaron Panteón. Bajo la luz de la luna, el espectáculo era de una belleza majestuosa, nunca vista. Mi antiguo amo se había parado y vuelto hacia don Francisco, ajeno al paisaje. Tenía la mano izquierda apoyada en la empuñadura de la toledana y ésta en gavia, alzándole por detrás la capa.

—¿Si todo sale bien, queréis decir? —preguntó el poeta.

—O si sale mal.

Don Francisco parecía estudiar nuestras tres sombras nocturnas, perfectamente dibujadas en el suelo.

—Que yo sepa, habrá dejado de ser útil a las empresas del rey nuestro señor... Eso significa que tanto ese matachín como vuestras mercedes tendrán ocasión de poner al día sus querellas. Será cuestión, entonces, de madrugar y puto el último.

Dicho lo cual, con tono sibilino, recitó en su perfecto italiano:

Questa vita terrena è quasi un prato

Che’l serpente trafiori e l’erba giace.

Insensible a Petrarca, o a quien fuese, el capitán seguía mirándolo a la cara, sin moverse.

—¿Quedará desprovisto entonces de la protección del conde-duque?

Hizo el poeta un ademán ambiguo. Se supone, dijo, que en lo que a mí se refiere he terminado con este asunto. Que no sé nada ni lo supe nunca. Pero puedo deciros una cosa, amigo mío. Acabe como acabe para vuestra merced, confío en que luego tengáis tiempo y oportunidad de ajustar cuentas con ese Malatesta. Y no os engaño al confiaros mi certeza de que tampoco Olivares iba a incomodarse lo más mínimo.

—No sería más que justicia aplazada —concluyó—. Hecha en nombre del rey, o casi... ¿Me seguís la huella?

—¿Eso os lo dijo el conde-duque en persona?

Un silencio. Pensativo, don Francisco parecía buscar con mucho cuidado las palabras. Se había quitado el capelo y la luna iluminaba ahora sus cabellos largos y grasientos, el cristal de sus espejuelos, el bigote erizado, coqueto y gallardo. Paseó la vista por la plaza, y al cabo la posó en mí, guiñando un ojo cómplice. O me lo pareció.

—¿Quiere vuestra merced que utilice sus mismos términos? —inquirió al fin.

—Lo agradecería mucho.

Sonrió esquinado el poeta, vuelto ahora hacia él. Imitaba el tono grave, solemne, del conde-duque de Olivares:

—Si llega el momento, no dudéis. Concluido el negocio, a la primera ocasión, matadlo como a un perro.

III. La ciudad de hierro

C
omo la primera vez, cuando siendo imberbe mochilero de catorce años había ido a Breda siguiendo el Camino Español con el tercio viejo de Cartagena, Milán me impresionó en extremo. En esta ocasión el capitán Alatriste y yo entramos en la ciudad un día lluvioso y gris, por el puente levadizo de la puerta Vercellina. El cielo estaba preñado de tormenta, con relámpagos en el horizonte; y en aquella luz indecisa, funesta, el doble círculo de muros altos y negros que circundaba la ciudad, estrechándola como un cinturón de hierro, infundía un respeto que fue mayor al dejar atrás la iglesia de San Nicolás y llegar ante la mole del castillo, fortaleza enorme que en otro tiempo albergó la corte espléndida de Ludovico el Moro. Durante años, la ingeniería bélica había puesto allí lo mejor de su inteligencia: todo eran muros, torres, fosos y baluartes. Y si en mi larga y azarosa vida sentí a menudo el orgullo insolente de saberme español, soldado de una monarquía dueña de medio mundo y temida del otro medio, aquella ciudad, monumento al poder militar, cima de nuestra fuerza y nuestra soberbia, me espoleaba como ninguna el sentimiento.

Lombardía era parte de la monarquía del rey católico, como Nápoles, Cerdeña y Sicilia. Once tercios teníamos allí entre españoles, italianos, tudescos y valones. La revuelta de Flandes había convertido ese estado en llave de los pasos de los Alpes. Las rutas marítimas hacia el norte de Europa se tornaban inseguras, por lo que Milán era punto de reunión para nuestra infantería; que, desembarcada en Génova y reforzada por soldados italianos —gente brava, a la que yo había visto pelear muy bien en torno a Breda—, iba a combatir en las provincias rebeldes y a reunirse con los ejércitos del emperador de Austria, familiar y aliado de nuestro monarca. Era éste un itinerario largo, difícil, acreedor del esfuerzo continuo que dejó en el habla castellana, como ejemplo de dificultad, lo de poner un soldado —una pica— en Flandes. Desde Milán, plaza de armas principal del norte de Italia y aun de toda Europa, nuestras tropas controlaban los pasos de los valles suizos y la estratégica Valtelina, de población católica y aliada nuestra. Ese carácter militar había llenado la llanura lombarda de fortalezas españolas, lo que incluía territorios adyacentes: nuestros soldados ocupaban Sabbioneta, Correggio, Mónaco y el fuerte de Fuentes junto al lago de Como, aparte las guarniciones mantenidas en Pontremoli, Finale y los presidios de Toscana. Tales precauciones respondían a la permanente hostilidad del vecino duque de Saboya y a las añejas ambiciones de Francia sobre el territorio —todavía no estábamos en guerra con Luis XIII y Richelieu, pero se anunciaba en el horizonte—, pues Milán había sido campo de batalla desde finales del siglo XV, al comienzo de las guerras del Gran Capitán, y sus iglesias estaban tapizadas con banderas cogidas a los franceses. Tras larga y dura lucha, con la victoria de Pavía y la prisión de Francisco I, nuestros tercios los habían barrido de la península; pero soñaban con regresar. El cerrojo de hierro milanés les cortaba el paso, asegurando la tranquilidad de Nápoles y Sicilia, así como la docilidad de Génova, su puerto y sus banqueros. A la larga, cuando ya no pudimos más y la lucha contra el orbe entero nos puso de rodillas, Francia, después de setenta años fuera de Italia, lograría clavar allí una cuña con la ocupación de la fortaleza de Pignerolo. Serían ésos los tiempos tristes de derrotas y desastres, con el final de nuestro señorío en Europa. Cuando Flandes, la guerra con los franceses, la sublevación de Cataluña y la rebelión portuguesa nos consumieron el oro y la sangre; y al fin, en Rocroi y otros lugares de triste memoria, de pocos y cansados, dimos la vida al filo de la espada.

Pero en aquel año veintisiete de mi siglo, cuando ocurrió la presente aventura, ese último cuadro de infantería donde yo mismo habría de mantener en alto la vieja bandera con la cruz de San Andrés, rodeado de cadáveres fieles, aún quedaba lejos. Milán, oficina de Vulcano que competía con las fraguas de Toledo en la fabricación de aceros, era una espléndida plaza fuerte; y nuestros tercios, todavía, la zozobra de Europa. Así, el poderío del impresionante castillo milanés resultaba todo un símbolo. En esa ciudad, como en otros lugares, los soldados españoles vivíamos mirando con desprecio a Italia y al resto del mundo. Altivos en nuestra pobreza, orgullosos del temor que inspirábamos, creyentes y supersticiosos entre escapularios, rosarios y estampas de santos, hacíamos rancho aparte de todos, y en nuestra soberbia nos decíamos hidalgos y aun superiores a los monarcas extranjeros y al mismo papa. Eso nos hizo aún más aborrecidos, temidos y malquistos de las demás naciones; pues, al contrario de otras gentes, que al verse en tierra extraña se apocan y someten a las costumbres locales, nosotros nos crecíamos en jactancia, fanfarronadas y desordenada vida de retaguardia, diciendo con Calderón aquello de:

Pendencia que a mi me llame
,

comoquiera que yo esté
,

me ha de hallar dispuesto siempre

salga mal o salga bien.

El caso es que en Milán, apenas llegamos al castillo cargados con nuestros petates y portamanteos, el capitán Alatriste y yo tuvimos una grata sorpresa. Acabábamos de despedirnos del cochero y del agente de nuestra embajada que nos había acompañado desde Roma. Después de identificarnos en la garita exterior, cruzamos la pasarela que salva el foso junto al baluarte frontero que llaman de Santiago, entre las dos torres. Y allí, desde el cuerpo de guardia, se adelantó a recibirnos un alférez joven y sonriente: lucía bigote poco espeso, aunque bastaba para dar cierta gravedad a su rostro, y venía aderezado con espada, sombrero, botas altas con vueltas de campana y la banda roja cruzada al pecho sobre un coleto de cuero. El capitán y yo lo miramos acercarse, suspicaces. No era usual que un oficial malgastara sonrisas con dos simples soldados salpicados de agua y barro; pero éste lo hacía, al tiempo de abrir los brazos para recibirnos en ellos, acogedor.

—Llegan vuestras mercedes a tiempo. Tocan fajina dentro de media hora.

Al fin, a cuatro pasos, reconocimos a Lopito de Vega. Mucho me holgué con su vista, pero más con sus palabras: ni el capitán Alatriste ni yo habíamos probado bocado desde el cambio de caballos del carruaje en la posta de Pavía, la noche anterior. En ésas nos abrazaba nuestro querido alférez con mucho afecto, pese a los estragos que el viaje desde Roma, la lluvia y los malos caminos habían dejado en nuestras ropas. Con mucho regalo nos condujo por la plaza de armas hasta los alojamientos; donde por orden superior, dijo, se nos había reservado un cuarto aparte, junto a la capilla. Sin ventanas y un poco húmedo por estar cerca del foso, añadió, pero más que razonable. Lopito se quedó con nosotros mientras desliábamos petates, atento a cuanto necesitásemos, e hizo traer dos buenos jergones y mantas. También, de paso, nos informó que otros de nuestro grupo habían llegado tres días atrás, desde Génova: Sebastián Copons, el vizcaíno Zenarruzabeitia, los andaluces Pimienta y Jaqueta, el catalán Quartanet y el moro Gurriato. Todos se alojaban cerca de nosotros, pero con orden de mantenerse aparte de la guarnición. Esa orden nos incluía también, aunque a Lopito le habían encomendado velar por que nada faltase. Y a fe que nuestro alférez cumplió como los buenos: apenas sonó el cornetín, hizo traer de las cocinas una damajuana de vino más turco que cristiano, media hogaza de pan blanco y un puchero de alubias con tocino y oreja de cerdo, distraído sin rebozo del rancho de los señores oficiales, que a mí me hizo derramar lágrimas de gratitud, cuchara en mano, y al capitán Alatriste mover el mostacho con mucho tesón y mucho silencio.

Mientras embaulaba a dos carrillos como esos canes que por tragar no mascan, observé a Lopito, considerando lo mucho que el hijo del gran Lope de Vega había cambiado desde aquel lejano día de su duelo con mi antiguo amo en la cuesta de la Vega, poco antes de que, trocados los aceros en sincera amistad, colaborásemos el capitán y yo mismo, con el concurso de don Francisco de Quevedo y el capitán Contreras, en sacar de su casa a Laura Moscatel y facilitar su boda con el entonces todavía pretendiente a alférez. La prematura viudez y los avatares de la milicia habían dado más sosiego al joven militar, que por aquellos días milaneses cumplía un lustro de servicio al rey, después de haberse alistado con sólo quince años.

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