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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (29 page)

BOOK: El puente de los asesinos
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—No hay de qué, señora.

Gualterio Malatesta lo acogió con un gruñido malhumorado, impaciente. Diego Alatriste pasó por su lado, y acomodándose la espada entre las piernas se instaló en la góndola que aguardaba en las sombras del canal con el bulto oscuro de un remero en la popa. Allí se cubrió mejor con la capa mientras el italiano ocupaba el asiento a su lado y el gondolero alejaba la embarcación de los escalones con un empujón del remo. La góndola se balanceó con suavidad en el agua quieta, y luego se deslizó despacio en dirección al canal grande, entre las escaleras de piedra, las palinas de madera y los muelles cubiertos de nieve. Algunos pequeños fanales de barcas se movían como lentas luciérnagas por el agua ancha y negra, reflejándose en ella junto a las luces de ventanas encendidas y los halos de las antorchas que iluminaban el puente de Rialto. Dejando éste atrás, la góndola fue hasta la otra orilla para embocar allí un canal más estrecho y oscuro que discurría junto a la iglesia de San Lucas. El pausado bogar no levantaba sonido alguno en el agua tranquila. Sólo a veces, al doblar una esquina, el roce de un pie del gondolero apoyado en la pared para ayudarse en la maniobra, el sonido del remo contra la piedra y el ladrillo, rompían aquel silencio absoluto y lúgubre. Alatriste y Malatesta iban callados. A veces el primero apartaba la mirada de las sombras que llenaban el canal para observar de soslayo el perfil negro del italiano. Y en aquella tiniebla que se antojaba casi confortable, suspendido entre agua, noche y Destino, Diego Alatriste tuvo la impresión de surcar la laguna de los muertos llevado por un Caronte invisible que remara a popa, y de hacerlo en compañía de otro viajero con tan poca esperanza de retorno como él.

Roce suave de madera contra un muelle de piedra. Luego, absoluto silencio. La embarcación se había detenido.

—A partir de aquí seguimos a pie —dijo Malatesta, levantándose—. El puente de los Asesinos está a treinta pasos.

Los vi llegar desde el soportal donde aguardaba apoyado en el muro, junto a la puerta de la taberna: dos siluetas con capa y sombrero moviéndose en la luz brumosa de la antorcha que iluminaba a medias el sitio. Por ordenanza cívica, en atención a la festividad religiosa, aquella noche no había acechonas a la espera de clientes; la estrecha calleja estaba desabastecida de carne. Quedóse Malatesta esperando en el puente y avanzó el capitán Alatriste hasta llegar a mi lado. Se detuvo un momento, sin mirarme, y apartó la pesada y mugrienta cortina. Sus ojos estudiaban fríamente el interior del bacaro.

—¿Están todos? —preguntó en voz baja, inexpresivo.

—Casi.

Cruzó el umbral y fui tras él. Bullía mucha animación, pues la natividad de Cristo se festejaba según el paisanaje. No había mesa ni banco libres; todo estaba ocupado por quienes despachaban vino como por la posta, remojando de manera conveniente tripas de carnero y trozos de pescado hechos en un aceite tan negro que parecía poso de candil. Olía picante, a humo de fritanga y de tabaco, ropa húmeda y serrín mojado. Habría dentro más de dos centenares de almas entre criados, barcarolos, gente de mar, extranjeros de paso, buscavidas y otra balhurria propia de los canales, el puerto y la laguna. Incluso las daifas corsarias, a quienes el barrachel de la Justa y sus corchetes impedían esa noche patear calles y desabrigar mondongo, echaban allí los garfios de abordaje flojas de corpiño y arremangadas de sayas, voltejeando entre el humo de las pipas y el vaho resinoso de las antorchas de pez que ahumaban las vigas del techo y las grandes barricas de vino. Nada extraño, en aquel ambiente y vocerío, que nuestra cuadrilla, repartida en pequeños grupos para no llamar la atención, pasara inadvertida de modo conveniente. Roque Paredes y los cuatro españoles que con él debían incendiar el barrio judío estaban sentados juntos, haciendo como que se entretenían con una baraja, en lugar desde el que podían vigilar la puerta; y sus rostros rudos apenas se habrían significado entre la concurrencia de no ser por los mostachos soldadescos y barbas recortadas, así como por las capas que conservaban sobre los hombros —ocultando coletos de cuero y ferretería profesional—, pese a que la temperatura allí dentro habría sofocado a Belcebú y a la puta que lo parió.

—No veo al portugués —comentó el capitán.

Era verdad. Martinho de Arcada no había llegado, aunque parte del trozo con que debía asaltar el palacio ducal se encontraba presente. En un grupo de seis hombres, sentados en el lado opuesto de la sala y también con capas y capotes puestos, reconocí a los cuatro que habían desembarcado el día anterior en el muelle de los Mendicantes. No lejos de ellos, los cinco artificieros suecos, cuyos ojos claros y cabellos rubios o bermejos no desentonaban en la babel de voces y apariencias que era el bacaro, permanecían inmóviles cual trozos de carne, disciplinados y pacientes como buenos escandinavos, esperando la orden de salir y arrimarle candela al Arsenal de Venecia o a lo que se les mandara. Me inquietó un poco observar que periódicamente, casi por turnos, cada uno de ellos alzaba la mano para vaciarse en la gola una jarra de algo que, voto a Dios, no debía de ser agua; pero lo cierto es que, vino o aguardiente, no parecía alterarles el pulso. Sus fornidas humanidades parecían muy dueñas de sí. Hechas, de antiguo y por usanza de su nación, a absorber cualquier cantidad de líquido espirituoso como esponjas impasibles.

Seguí al capitán Alatriste cuando cruzó la sala sorteando mesas, bancos y gente en dirección al lugar donde estaba sentado Sebastián Copons. Permanecía el aragonés frente a una frasca de cáramo en compañía del moro Gurriato y Juan Zenarruzabeitia, en tabla contigua a otra ocupada por el catalán Quartanet y los andaluces Pimienta y Jaqueta. Todos, naturalmente, cubiertos también por capas, gabanes y capotes, como mi antiguo amo y yo mismo —habríase dicho que todos los españoles en Venecia teníamos frío aquella noche—. Copons, el moro y el vizcaíno hicieron sitio en su banco, y el capitán Alatriste apoyó las manos en la mesa mugrienta, indiferente a la frasca y al vaso que empujaron hacia él.

—¿Qué pasa con Martinho? —preguntó en voz baja, sin tocar el vino.

Como respuesta, Copons dirigió significativamente la vista a la puerta, donde el portugués aparecía en ese instante acompañado por dos sujetos mostachudos, de rostro moreno y curtido, que olían a soldados y españoles desde media legua. Sin mirar a nadie, Manuel Martinho de Arcada cruzó la sala con los acompañantes y fue a acomodarse cerca de su otra gente.

—Formados y en orden de revista —resumió Copons.

Acechaba el aragonés a mi antiguo amo con curiosidad profesional, resignada y un punto guasona; cómplice, me pareció, de puro veterana. Lo miraba tal como había hecho docenas de veces en momentos previos a cualquiera de los muchos asaltos que en su anterior vida dieron juntos. Era como decirle de nuevo, sin palabras: ahí están la trinchera, el revellín o el baluarte; la gente ya respira hondo antes de apretar los dientes, cruzar el glacis batido a mosquetazos y esguazar el foso; y a ti corresponde decir «Santiago y puto el último». O lo que digas.

El capitán Alatriste miró a su viejo camarada como si le penetrara sin dificultad el pensamiento, y una sonrisa de mutua inteligencia afloró más a sus ojos que a su boca. Pasóse luego dos dedos por el mostacho, observó el rostro impenetrable del moro Gurriato, cuyo cráneo rapado relucía en la luz grasienta de la taberna, e hizo un leve asentimiento de cabeza a Juan Zenarruzabeitia y a los tres camaradas de la mesa contigua, quienes correspondieron al gesto. Al fin posó en mi brazo una mano enguantada, y en mis ojos los suyos. Por un instante creí adivinar una chispa cálida. Asentí como los otros; mas para entonces ese destello, si es que había existido, se extinguía en su mirada tranquila mientras retiraba la mano, poniéndose en pie. Y se fue de ese modo, sin decir a nadie buena suerte ni despegar los labios.

Los del Arsenal fuimos los últimos en salir de la bayunca. Una vez que el capitán Alatriste hubo desaparecido por la puerta, que tal era la señal convenida, nuestra gente empezó a abandonar el lugar de forma discreta, en parejas o pequeños grupos. Anduvieron primero Roque Paredes y sus cuatro caimanes, seguidos por los ocho que iban con Martinho de Arcada. Los suecos, con aire estólido e indiferente, se pusieron todos en pie en cuanto el que parecía su cabestro lo hizo, y salieron juntos, pocos pasos detrás de Pimienta, Jaqueta y Quartanet. Les fueron detrás Copons y Zenarruzabeitia, y cerramos desfile el moro Gurriato y yo, camino de la calle donde el frío nos mordió de nuevo. Dejando atrás el puente de los Asesinos paseamos la calle larga, estrecha y oscura antes de cruzar canales a derecha e izquierda, en un recorrido que habíamos estudiado veinte veces para no desorientarnos a boca de sorna en sus vueltas y revueltas. Calles y góndolas inmóviles en los canales seguían tapizadas de nieve; que, pisoteada como estaba en los puentes y pasajes estrechos, se convertía en hielo resbaladizo. Crujía el suelo blanco bajo mis botas guarnecidas con polainas y los pasos del moro Gurriato, que caminaba envuelto en su pelosa azul, subida la capucha sobre la cabeza. Pensé en la cruz azuaga que llevaba tatuada en la cara y me pregunté cuáles serían en ese trance sus pensamientos sobre las probabilidades de vida o muerte. Luego pensé en las mías propias, envidiando el fatalismo con que el mogataz afrontaba la vida que junto a nosotros había elegido llevar.

—¿Todo bien, moro?

—Uah.

Me habría gustado hablar un poco más, aunque fuese en voz baja, para aliviar el hormigueo que me recorría las asaduras; pero en nuestro oficio los silencios solían valorarse más que las palabras. Habla, dijo el filósofo, para que te conozca. De manera que refrené la mojarra por recelo de hacer mala estampa. Peor figura hace el hombre por lo que parla que por lo que calla, y es preciso parecerse al buen caballo de silla, que en la carrera debe mostrar sus bríos, y fuera de ella mantenerse compuesto y quieto. Caminábamos por tanto Gurriato y yo uno junto al otro, pero abarracado cada cual en sí mismo. Para distraerme de lo inmediato, yo pensaba a veces en Angélica de Alquézar —era de esas noches en que me parecía tenerla de veras en otro mundo, lejos de mi vida para siempre— o en la suerte que habría corrido la pobre criadita Luzietta. A ratos, el león de Venecia se encarnaba amenazante en mi imaginación, disponiendo sus zarpas para recibirme; había soñado con eso un par de veces en las últimas noches, y ahora daba más pasos con los pensamientos que con el cuerpo. Puesto que no había elección, quise consolarme con el viejo dicho soldadesco: la muerte sigue al que la huye y olvida al que la enfrenta. Al pasar sobre algunos canales, el frío y la humedad me hacían estremecer, y en ocasiones llegaban a castañetear mis dientes; así que procuré abrigarme con el paño, temiendo que el mogataz interpretara mal mi destemple. A veces, al cruzar un puente o enfilar una calle larga alumbrada por la antorcha de un portal, un fanal o una ventana con luz, alcanzaba a distinguir, destacándose en la penumbra sobre el suelo nevado, las siluetas oscuras de los camaradas que, espaciados entre ellos, me precedían.

Sonaron en la noche, unas calles más allá, las campanas de San Marcos.

—Falta media hora —comentó Malatesta.

Las calles próximas a la Mercería estaban poco transitadas en ese momento, aunque la nieve del suelo se veía pisoteada y resbaladiza. Una antorcha iluminaba un soportal muy estrecho por donde el italiano se internó sin vacilar. Diego Alatriste, que caminaba vacío de pensamientos, fue detrás. En la oscuridad casi tropezó con el bulto negro de su acompañante, que llamaba quedo a una puerta. Se abrió ésta, descubriendo el resplandor de la candela encendida que sostenía una anciana enlutada. La estancia era una trastienda de salumería llena de sacos y barriles, con embutidos y salazones colgados del techo. Tras algunas palabras en italiano, la vieja puso la luz en una palmatoria y se alejó por el pasillo, dejándolos solos. Malatesta, que se había quitado capa, sombrero y jubón, apartó unos sacos, descubriendo un cajón donde había ropas, armas y dos relucientes golas de metal.

—Seamos venecianos —dijo.

Silbaba
tirurí-ta-ta
mientras se vestía de oficial, y Diego Alatriste se preguntó hasta qué punto aquello era indiferencia absoluta o alarde en honor suyo. Por su parte, se limitó a cambiar la capa de paño pardo por una verde, color de la guardia ducal. Luego, tras una breve vacilación, renunció a ponerse el jubón bordado distintivo de los oficiales, conservando el coleto de piel de búfalo, que seguramente iba a serle de más utilidad. Dispuso la banda verde cruzándose el pecho, y al cuello la gola de acero bruñido con el león de la Serenísima, propio de los oficiales de servicio; y además de la
puffer
alemana que traía al cinto, de la que giró la rueda del resorte hasta dejarla montada, se artilló con otras dos pistolas de chispa tras comprobar que estaban cebadas y a punto, enganchándolas en la pretina, disimuladas bajo la capa. Todo aquel peso resultaba incómodo, pensó. Pero tranquilizaba.

—¿Estamos? —preguntó Malatesta.

El sicario sonreía con gesto distraído. Era la suya una sonrisa mecánica, y había dejado de silbar. Se diría que sus pensamientos, fueran los que fuesen, andaban por un lado y aquella sonrisa por otro. Alatriste advirtió que por primera vez no lo veía vestido de negro, como acostumbraba, de la cabeza a los pies. Ahora parecía propiamente un capitán de la guardia del dogo, incluido el detalle de una pluma verde en el sombrero, bajo el que brillaban sus ojos negrísimos de serpiente. Aquel aspecto, concluyó Alatriste, como el suyo propio —con la capa, la gola y cambiando la pluma del chapeo había logrado también una apariencia razonable—, bastaría para ganar los veinte pasos necesarios, capilla de San Pedro adentro, antes de que quienes para entonces siguieran vivos y cerca pudieran reaccionar.

—Estamos —respondió.

A la luz menguada de la candela, la faz estragada de cicatrices del italiano parecía una superficie lunar. La sonrisa sardónica se había esfumado de su boca. Esta era sólo un hueco oscuro, crispado.

—¿Todo claro?

Diego Alatriste asintió sin despegar los labios, curioso. Así era, concluyó estudiando a su viejo enemigo, como el sicario se enfrentaba a esa clase de lances. Tal su expresión visto de cerca, la tensión de sus rasgos, el tono ronco de voz a una distancia en que casi era posible tocar sus pensamientos. Nada distinto, por tanto. Nada que no conociera de sí mismo. Sólo cierta propensión a las palabras de más, por parte del otro, y aquella sonrisa que hasta muy poco antes había estado allí como una máscara: detalles accesorios del personaje. También Gualterio Malatesta deseaba vivir, igual que todos, pero se resignaba a morir, igual que algunos. Por instinto, Alatriste registró aquella información por si llegaba a serle útil en el futuro —suponiendo que hubiese futuro más allá de la próxima hora—, y luego dejó de pensar en ello. No era momento de entibiarse en nada ajeno a lo inmediato. Por instinto de oficio, su espíritu se concentraba en los pasos habituales: terreno, amenaza, defensa, resguardos, ruta de fuga. Pasado cierto punto sin retorno posible, sólo cabía confiarse ciegamente al protocolo de siempre. El cálculo frío. Las maneras rigurosas de soldado viejo.

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