Read El puente de los asesinos Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
—Observe vuestra merced el altar mayor —susurró Malatesta.
Miró Alatriste en esa dirección. Más allá del crucero de la nave, cuyas bóvedas y arcos decorados con imágenes e inscripciones sacras parecían fundidos en oro puro, la luz de cera iluminaba el iconostasio, rematado por tallas de santos y una gran cruz griega que daba paso al presbiterio, donde estaba el altar principal.
—El dogo se instala a la izquierda, solo y en un reclinatorio —expuso entre dientes el sicario—. Enfrente, a la derecha del altar, se sitúan los miembros del Consejo.
Avanzaron unos pasos más, hasta los cinco escalones que llevaban a la plataforma del presbiterio. Allí ardía la lamparilla del sagrario, ante la que Malatesta se santiguó con mucha desvergüenza. Entre cuatro columnas ricamente labradas, con el fondo de un gran retablo de oro, esmaltes y piedras preciosas, el altar mayor quedaba iluminado por más luz de velas y por la claridad grisácea que se filtraba de arriba, a través de los ventanales de la bóveda.
—La puerta por donde entrará el cura uscoque comunica con ese hueco de la izquierda. Capilla de San Pedro, la llaman... Hasta el reclinatorio del dogo hay apenas veinte pasos.
Asintió Alatriste, estudiándolo todo como si le fuera la vida en ello. Que, por otra parte, le iba. No era tan difícil, a fin de cuentas. Cuestión de audacia, más que de dificultad. Y de que el asesino estuviera dispuesto a no salir de allí con vida. Por lo demás, el plan era brillante de puro simple.
Estaba claro que, una vez franqueada la puerta de afuera, ningún obstáculo se interpondría entre el puñal ejecutor y el reclinatorio donde estaría el dogo arrodillado, solo y orando.
—¿Qué os parece? —inquirió Malatesta, en voz muy baja.
—Quizá pueda hacerse —concedió Alatriste.
—¿Cómo que quizá?... Si el cura accede a la capilla, es cosa resuelta.
Volvieron sobre sus pasos haciendo visajes de admirarlo todo, como dos forasteros encandilados por la basílica. Junto al presbiterio, Malatesta mojó los dedos en agua bendita y volvió a santiguarse. Al sentir en él la mirada de Alatriste sonrió con cinismo.
—Hagamos figura devota —dijo.
Quedó a Alatriste, sin embargo, una duda razonable: hasta qué punto el sicario disfrazaba de descaro aprensiones más o menos reales, viejos impulsos como los que había descrito durante la conversación de la otra noche. Y sí, concluyó, divertido por la idea. Era más que probable que ambos, uno y otro, se estuvieran haciendo viejos.
Salieron de nuevo a la plaza, abrigándose bajo la nevada mansa que seguía tapizándolo todo. Las gaviotas, reacias a volar en el aire inhóspito de la laguna, dejaban huellas en el suelo blanco. Pasaron entre el campanile y la entrada principal del palacio, y estaban cerca de las columnas del muelle cuando una pequeña comitiva se abrió paso desde los arcos de la fachada sur, saliendo de la puerta que daba a ese lado. Una veintena de guardias ducales se alineó, cortando el paso de la gente, para despejar un camino entre el palacio y el edificio de la Zeca. Diego Alatriste y su acompañante se detuvieron entre los grupos de curiosos.
—Minchia.
Mirad... Hablando del ruin de Roma.
Sin protocolo, precedido por cuatro alabarderos de su guardia, el dogo Giovanni Cornari cruzó la plaza. Apoyaba su mano izquierda en el hombro de un paje que sostenía una gran umbrela abierta que lo protegía de la nieve. Media docena de asistentes y consejeros iba detrás. La gente de los alrededores acudía a mirar y aplaudía a su paso, aunque el dogo permanecía hierático, impasible. Era realmente un anciano, apreció Alatriste: consumido, nudoso, había cumplido de sobra los setenta años pero conservaba prestancia y agilidad de movimientos. El nonagésimo sexto príncipe de la Serenísima República de Venecia se cubría con una capa carmesí y adornaba su cabeza con un gorro del mismo color. Caminaba con aire solemne, fijos los ojos en algún punto indeterminado del espacio. Con aquella mirada inmóvil parecía un ave rapaz reseca, momificada por la edad y el poder.
—Irá a alguna acuñación de moneda —susurró Malatesta—. O a contar el dinero que aún no ha robado.
Rió sofocado, chirriante, de su propio chiste malo.
—Cinco hijos situados en las más altas magistraturas —añadió con la misma voz contenida—. Calcule vuestra merced lo que juntan entre todos. Los negocios de la familia.
Pero Alatriste estaba atento a otra cosa. Entre los que acompañaban al dogo venía el capitán Lorenzo Faliero, muy erguido y gallardo. Lucía la gola de estar de servicio, espada al cinto, sombrero de pluma y elegante capa verde sobre los hombros.
—Ahí está vuestro pariente —dijo a Malatesta.
—Vaya... Venecia es un lienzo de narices.
Pasó el otro ante ellos sin verlos, o disimulando. Metióse en la Zeca la pequeña comitiva y se dispersaron los curiosos. Siguieron andando los dos espadachines por la plaza nevada, entre las columnas de San Marcos y San Teodoro. Alatriste miraba de soslayo a su compañero, calibrando la sonrisa pensativa y cruel, medio oculta por el embozo de la capa negra salpicada de gotas de agua y copos blancos.
—¿Por qué lo hacéis? —preguntó al fin.
El otro anduvo un trecho sin responder.
—Por mi pellejo, naturalmente —concedió al fin—. Era una buena forma de salir de donde me tenían... Venderles algo de calidad a cambio. Y hacer mi fortuna.
—Creo conoceros un poco —objetó Alatriste—. No puede ser sólo eso... Nada os impedía desertar y desaparecer del mapa. Y seguís aquí.
—Convengamos en que el episodio tiene su interés. ¿Imagináis? —el sicario bajó un punto la voz—. Querer asesinar a un rey y a un dogo de un año para otro... Ya sólo me falta un papa. Como decís los españoles, críe yo fama y háganme pedazos.
—Dudo que la fama os importe un carajo. Perro viejo no ladra a la luna.
Crujió una carcajada tras el embozo del sicario.
—Hay otras cosas, diría. ¿Nunca soñasteis de niño con el caballo de Troya?... ¿En conquistar una ciudad?
—No jodáis, Malatesta. Nunca fuisteis niño.
—Ya os dije el otro día que sí. Hasta monaguillo fui, en Palermo.
—Voto a Dios.
Habían llegado al muelle, dejando atrás las columnas. Ante ellos se extendía el vasto paisaje de la laguna que reflejaba el cielo como una lámina de estaño. Entre la sutil cortina de copos de nieve podían adivinarse la isla de San Giorgio, a un lado, y la punta de la Aduana, al otro. Formando un espeso bosque de palos y entenas, barcos grandes y pequeños seguían amarrados al muelle o fondeados en la confluencia del canal grande con el de la Giudecca, tan cubiertos de blanco que parecían islotes de nieve.
—¿Y vuestra merced? —quiso saber Malatesta—. ¿Qué gana en Venecia?
Diego Alatriste miró atrás y a la derecha, al edificio de la Zeca, como si eso explicase algo.
—Oro, supongo... Y hoja de servicios.
Escupió el italiano en la nieve. Un contundente gargajo. Parecía que las últimas palabras de Alatriste le diesen a él mal sabor de boca.
—El rey vuestro señor —dijo—, que de momento es también mío, se limpia el culo con esas hojas de servicios... Como mucho, servirán para pedir limosna cuando os arrinconen como un trasto viejo. Eso, si además no dejáis un brazo o una pierna por el camino.
—Puede —admitió Alatriste con mucha calma.
—¿Nunca sentís la tentación de echar el resto a doce, aunque no se venda?... ¿De mandarlos a todos, reyes, validos, maestres de campo, a tomar por saco?
—De las tentaciones no se come.
Caminaban de nuevo, esta vez a lo largo del muelle, junto a las góndolas amarradas y tapizadas de nieve. Llegaron así al ancho puente de piedra que cruzaba el canal del palacio ducal. Un poco más arriba estaba el arco techado del puente de los Suspiros. Se llamaba así, recordó Alatriste, por quienes lo cruzaban camino de los calabozos de la Serenísima. Ojalá, se dijo incómodo, nunca me oigan suspirar ahí.
—Sospecho —estaba diciendo el siciliano— que vuestra merced no tiene otro lugar mejor a donde ir. Igual le da el dogo de Venecia que el emperador de China... Anda en esto porque no sabe hacer otra cosa.
Empujaba con las manos enguantadas montoncitos de nieve que caían abajo, al agua del canal. Sin decir palabra, Alatriste seguía mirando el puente de los Suspiros.
—Deberíais probar suerte en las Indias —añadió Malatesta—. O mandar allí al chico.
—Estoy cansado. Es tarde para eso... En cuanto al chico, como lo llamáis, que decida él.
Rió de nuevo el sicario. Tenía, comentó, algunas noticias de un antiguo conocido: Luis de Alquézar. A ese hideputa —lo adjetivó fríamente, sin inflexión ninguna— siempre le iban bien las cosas. Caía de pie, como los gatos. Por lo visto estaba haciéndose rico merced a la plata de Taxco, que le permitía comprar a todo el mundo en la Corte. Eso incluía su absoluta inocencia en el asunto de El Escorial, de la que tenían al rey medio convencido.
—¿Y era inocente? —inquirió Alatriste, socarrón.
—Dio cane.
No me tiréis de la lengua. El caso es que volverá pronto a Madrid, creo... Con su sobrina.
Calló un momento. Miraba el cauce del canal bajo el puente de los Suspiros. Los copos de nieve se deshacían al tocar la superficie del agua verdosa e inmóvil.
—Ese rapaz, Íñigo...
—No es asunto vuestro.
—Lo fue. Alguna vez me resultó útil aquella gentil relación, como sabéis. Me gustaría ver en qué acaban sus amores con esa mozalbilla.
—Espero que estéis muerto para entonces.
Silbaba Malatesta su vieja melodía:
tirurí-ta-ta.
Se interrumpió de pronto, apoyándose un poco más en el pretil del puente. Al hacerlo, la cazoleta de su espada sonó contra la piedra blanca de Istria.
—Se hará lo que se pueda, señor capitán... Por complaceros, se hará lo que se pueda.
Fue el moro Gurriato quien se dio cuenta.
—Nos siguen —dijo.
Habíamos dejado a Sebastián Copons y a los otros abarracados en la posada de la Buranella, donde se alojaban; y tras echar un vistazo a la punta de la Celestia, con objeto de explorar la retirada en caso de que por la noche el Santiago nos lo dieran a nosotros, volvíamos caminando por unas callejas próximas a la iglesia de San Lorenzo. Apenas nos cruzábamos con alguien muy de vez en cuando, pues el paraje era poco transitado: edificios casi ruinosos, muros de ladrillo rojizo y un largo soportal, cubierto en toda su extensión, que orillaba un canal estrecho sobre el que caía la nieve.
Tendí las escarpias, sin advertir nada; pero en aquella ciudad el oído mentía: los ruidos de pasos y voces viajaban de forma pasmosa o se desvanecían sin más por los callejones y recovecos.
—¿Estás seguro, moro?
—Por mi cara que sí.
Me fiaba más de la intuición del mogataz que de mis propios sentidos. Así que di unos pasos más, sopesando las cosas.
—¿Cuántos?
—Uno.
—¿Hace rato?
—Mucho.
Lo miré de reojo. Se mantenía a mi lado, envuelto en su pañosa azul y con la capucha sobre la cabeza. Impasible cual solía, como si nada de cuanto ocurriera en ese momento, o en cualquier otro, alterase el curso del destino por cuyo filo, semejante al de una cimitarra, caminaba sereno y a ciegas.
—¿Y qué hacemos?
Se encogió de hombros, dejándome la responsabilidad. Yo procuraba pensar a toda prisa, calculando riesgos y posibilidades. El incidente de Luzietta y el gondolero me tenía tan escaldado como al gato que hasta del agua fría huye. Por otra parte, concluí con cierto espanto, veníamos de explorar el lugar donde debíamos embarcar aquella noche si algo salía mal. Nuestra ruta de retirada. Quien nos siguiera podía habernos visto allí, y atar cabos.
—¿Y dices que es uno solo?
—Uah.
Me detuve a orinar contra una pared, cavilando, y aproveché para echar un vistazo a nuestra espalda. No pude ver a nadie, pero lo cierto es que, atento como iba desde el aviso de Gurriato, me pareció advertir que un rumor de pasos se detenía a poca distancia. El soportal estaba casi en penumbra, pues la luz cenicienta del exterior, reflejada en la nieve que cubría algunas embarcaciones amarradas a lo largo del muelle, no bastaba para iluminar sus oquedades. Y aún se oscurecía más en un recodo, antes de hacer una de las acostumbradas revueltas venecianas —calles que van y vienen o dan largos rodeos para llegar al mismo sitio—, saliendo a un puente de piedra que se veía al extremo del canal. El caso es que me abroché la portañuela, arrebujándome de nuevo en la capa, y seguí con el moro hasta el recodo, andando despacio y pensando más despacio todavía. Sabía por experiencia que en lances apretados se calientan algunos la cabeza para errarlo todo después, mientras otros aciertan sin mucho pensarlo antes. En vista de las circunstancias, quise ser de estos últimos. La mejor treta del juego, como de la esgrima, es saberse descartar.
—Tú te ocupas —susurré.
Apenas doblamos, sin responder palabra, Gurriato desapareció de mi lado. Acostumbrado como estaba a sus maneras silenciosas, anduve unos pasos sin volverme, desembarazando con recato el puñal que llevaba oculto, por si era menester. Que nunca el tímido fue buen cirujano. Mas, en honor a mi compañero, debo decir que apenas oí otra cosa que un breve rumor de forcejeo y un gemido sofocado. Cuando volví sobre mis pasos, el moro estaba en cuclillas junto a un cuerpo inerte, registrando sus ropas con toda tranquilidad.