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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (32 page)

BOOK: El puente de los asesinos
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Un breve silencio. Malatesta consideraba aquello por lo menudo.

—¿O no quisieran escandalizar demasiado?

—Algo así.

—Hum... Interesante.

Se alejaban de San Moisés, callejeando cautos por lugares angostos, procurando mantenerse orientados hacia la izquierda para no alejarse del canal grande.

—El otro día, alguien comentó una cosa que ahora cobra sentido —dijo Alatriste mientras cruzaban un puente—. El duque Vincenzo Gonzaga se está muriendo, sin hijos que le sucedan... Es posible que las tropas españolas invadan Mantua y el Monferrato, desde Milán.

—Cazzo...
Eso arriesgaría una guerra con Saboya y con Francia, ¿no es cierto?... Y la cólera del papa.

—Puede ser.

Silbó muy quedo Malatesta su
tirurí-ta-ta
, y no dijo nada durante unos pasos. Era evidente que aquello le daba en qué pensar.

—Lo que, de pronto, deja el asunto de Venecia en lugar secundario —resumió al fin—. Incluso incómodo.

—Así lo veo yo... La intervención aquí distraería fuerzas necesarias en otra parte. Sería demasiado morder, todo junto... Un escándalo para Italia y toda Europa.

Se había parado el sicario, como si le costara dar crédito.

—¿Queréis decir que pueden habernos traicionado los propios españoles?... ¿El conde-duque? ¿El embajador?... ¿Que a estas horas ya no hay ahí afuera barcos con tropas del rey católico?

—No quiero decir nada... En materia de traiciones, el experto sois vos.

Hubo un silencio, seguido de rumor líquido. Malatesta orinaba sobre la nieve.

—Tiene sentido. Por la puerca Madonna que lo tiene.

Caminaron de nuevo, internándose por un callejón tan estrecho que uno debía preceder al otro, pues resultaba imposible ir emparejados. Se apartó Alatriste para ceder el paso. Ni siquiera en tales circunstancias deseaba dar la espalda al italiano.

—Me sorprendéis, señor capitán —dijo éste sin volverse, mientras caminaba delante—. No os imaginaba tan ágil de mente en dibujos de cancillerías.

—Pues ya veis. A la fuerza, ahorcan.

Rió siniestro el otro.

—Lo cierto es que tenéis razón —admitió—. El golpe puede venir de ahí... Desde luego, el precio es irrisorio. A cambio de calmar a los venecianos y desarmarlo todo, se sacrifica a una veintena de soldados que a nadie importan... Conspiración de aventureros. Punto.

Habían salido de nuevo a la orilla del canal grande, tras pasar dos puentes. Esta vez fue Alatriste quien se adelantó en descubierta, a echar un vistazo prudente. Si no le engañaba el recuerdo del plano que tenía memorizado, debían de hallarse cerca del pontón de Santa María Zobénigo. La iglesia quedaba a su espalda, al extremo de una plazuela rectangular y blanca como una sábana.

—La enfermedad de don Baltasar Toledo, suponiendo que sea cierta, no ha podido ser más oportuna —dijo mientras miraba a uno y otro lado—. Deja fuera de esto a la única persona de rango y calidad mezclada en la conjura. Y nos pone a vuestra merced y a mí en cabeza de todo. Simple carne de horca.

Crujió otra vez, contenida, la risa de Malatesta.

—De los que se rascan la sarna.

—Exacto.

—Un oscuro soldado y un sicario.

Alzó un dedo Diego Alatriste, puntualizando.

—Que ya quiso matar a un rey.

—Vaya. Bien pensado... Dos lindas cabezas de turco.

Con aquellas palabras en la boca, Malatesta avanzó hasta situarse junto a Alatriste, mirando también alrededor. Con el reflejo pálido de la nieve casi podían distinguirse, nítidas, las facciones del italiano. Los ojos le brillaban bajo el ala del sombrero cual si tuvieran fuego propio, casi divertidos con la situación. Tú y yo, parecían decir. Al cabo de tantos años tirándonos cuchilladas, henos juntos en la misma mierda.

—Bueno. ¿Qué más da?... Cuando no traicionan unos, lo hacen otros.

Tras apuntar eso con galana indiferencia, el sicario dio unos pasos hacia el pontón.

—El caso es que vuestra merced y yo estamos vivos y libres de momento —añadió—. Y si mis ojos y la noche no me engañan, allí veo una barca que está pidiendo a gritos que alguien suba en ella.

Miró Diego Alatriste en esa dirección, esperanzado.

—¿Puede ser nuestra góndola?

—No creo. Parece un sándalo, y no veo a nadie cerca. Mas puede hacer el avío... ¿Sabéis manejar el remo y la fórcola? Yo tampoco. Pero es buen momento para aprender.

—Lo mismo hay un barcarolo dormido dentro, bajo las mantas.

—Pues lo siento por él... No está la noche para dejar atrás testigos.

—Poco os preciáis de cristiano —se chanceó Alatriste, guasón—. Un antiguo monaguillo como vos. Y en Nochebuena.

—No jodáis, capitán.

No había nadie en la embarcación, ni cerca de ella. Y a partir de ahí, todo transcurrió en silencio. O casi. Mucho tiempo después, Alatriste aún recordaría con nitidez el sonido del remo con que Malatesta apartó del pontón el sándalo cubierto de nieve. También el frío intenso, los reflejos de luces aisladas y distantes en el agua negra, el balanceo mientras se alejaban canal adentro bogando con torpeza, en un zigzag que tras cierto tiempo y esfuerzo acabó llevándolos a la otra orilla. No faltó un momento de tensión cuando una caorlina grande, alumbrada por un fanal amarillento, estuvo a pique de abordarlos entre voces furiosas de sus remeros, que los insultaron en dialecto veneciano
—¡Ehi, ciò, fioi de cani!
, gritaban—. Y, al fin, el golpe del sándalo contra la piedra del otro lado, el verdín donde Alatriste estuvo a punto de resbalar cuando pisaba suelo firme, la orilla nevada y desierta del canal que, tras dejar dos puentes atrás y a la izquierda, los condujo en línea recta hasta el escuero, en cuyo cobertizo de madera negra entraron sigilosos como sombras asesinas, espada y daga en mano, para encontrar a Paoluccio Malombra apaciblemente sentado junto a un brasero entre góndolas a medio construir, con un alfanje metido en la faja, una sonrisa entre las espesas patillas y un pellejo de vino al alcance de la mano. Fumando una pipa de barro cuyo olor de tabaco se mezclaba con el de la pintura, la cola y la brea de calafate. Después de todo, pensó Alatriste envainando los aceros, quizá no sea ésta la ciudad donde moriré.

X. La isla de los esqueletos

L
a embarcación —uno de esos botes de pesca con dos velas al tercio que los venecianos llaman bragozos— se acercó por el canal, despacio, impulsada por la brisa del oeste que deshacía los últimos jirones de niebla. En lugar de ésta quedaba ahora una bruma tenue y baja, aferrada a las orillas de la isla donde la llovizna helada, las nubes y la luz cenicienta del alba creaban una atmósfera gris, espectral. Los muros desnudos del antiguo convento en ruinas y las osamentas semienterradas que se veían por todas partes, entre las piedras, arbustos y cañaverales mojados de aguanieve, acrecentaban lo tétrico del paisaje. La única nota humana, además de la doble vela que venía sorteando los islotes y bancos de arena, éramos los tres hombres que aguardábamos al reparo de un muro medio derruido, húmedos de relente y tiritando de frío.

—Es Diego —dijo Sebastián Copons.

Envainé la espada que había empuñado al ver aparecer las velas, me abrigué mejor en la capa y anduve hasta la orilla con el corazón saltándome de gozo. Hasta ese momento, durante el viaje en barca desde la punta de la Celestia y en la fría espera de la isla de San Ariano, mientras se asentaba la luz sucia del alba en la laguna, había tenido la certeza de que nunca volvería a ver al capitán Alatriste. Pero allí estaba mi antiguo amo, sin capa ni sombrero, con su viejo coleto de piel de búfalo reluciente de humedad, pistola, daga y espada al cinto, saltando desde la barca al pontón de tablones medio podridos apenas los marineros arriaron las velas.

—Íñigo —dijo.

Había sorpresa en su voz ronca, como si en realidad no esperase encontrarme allí. Yo estaba parado delante mientras se acercaba, mirándole la cara marcada por huellas de fatiga: sus ojeras violáceas bajo los párpados enrojecidos y el mostacho abatido por la humedad que le aplastaba el cabello en la frente. Se movía torpe, recobrando el uso de sus miembros entumecidos por el frío y la inmovilidad del viaje. Saltaba a la vista que la suya había sido una noche tan de perros como la nuestra. Y supuse que, pese a mi juventud, yo debía de mostrar una apariencia semejante.

—¿Quiénes estáis aquí? —preguntó mientras nos abrazábamos y yo olía su cuerpo sucio, el cuero y el metal de las armas, la humedad que le empapaba las ropas.

—Sebastián y el moro —respondí.

Deshacíamos ya el abrazo, pero me pareció sentirlo estremecerse.

—¿Nadie más?

—Nadie.

Se estrechó con Sebastián Copons, que había venido tras de mí, y miró al moro Gurriato, tumbado al resguardo del muro en ruinas.

—¿Grave? —preguntó.

—Nada serio —dijo el aragonés—. Si nos sacan de aquí pronto.

Se fueron los dos hacia el moro, y yo me quedé mirando al segundo pasajero de la barca. Gualterio Malatesta, cubierto con capa verde y sombrero de la guardia ducal, estaba de pie en el pontón de la orilla. A su espalda, los del bragozo se apartaron a remo y luego izaron velas, alejándose por el canal.

—Vaya, rapaz... Veo que salvaste la piel.

—¿Sólo venís el capitán y vos?

—Sí. Sólo él y yo.

—¿Qué hay de los otros?

—No lo sé. Por ahí atrás se quedaron, supongo... Nosotros éramos los últimos.

Quedé sobrecogido al escuchar aquello. Pensaba en Roque Paredes y la gente de su grupo; en el portugués Manuel Martinho de Arcada —siempre melancólico cual si presintiera su destino— y los suyos; en Quartanet, Pimienta y Jaqueta. Y en los cinco artificieros suecos con los que ni siquiera había cambiado una palabra. Demasiados camaradas perdidos para una sola noche, concluí. Demasiada traición y demasiado fracaso.

—¿Y vos? —pregunté suspicaz.

Me miraba guasón, asestándome la fijeza de sus ojos peligrosos.

—¿Qué pasa conmigo?

Parpadeé. Una leve sonrisa afloraba bajo su bigote recortado, en el rostro picado de marcas y cicatrices que ya necesitaba el filo de una navaja de afeitar.

—Da la casualidad de que seguís vivo y libre —apunté con mala intención.

—Cierto.

Seguía observándome entre curioso y zumbón. Al cabo señaló con un gesto del mentón al capitán Alatriste.

—Tan vivo y libre como él —añadió.

Crujieron las maderas cuando caminó sobre las tablas dejando atrás la orilla y a mí. Le fui a la zaga y vi que dirigía un vistazo alrededor, contemplando las ruinas del antiguo convento, el suelo brumoso donde el aguanieve destilada por las nubes bajas y plomizas no llegaba a cuajar, los cráneos y huesos que asomaban entre la tierra húmeda.

—Lindo sitio —dijo.

Lo dejé allí, estudiando la isla, y fui a reunirme con el capitán Alatriste y Sebastián Copons. Cosían con piola fina y aguja —el capitán siempre llevaba provisión— la herida del moro Gurriato mientras se referían en voz baja, con mucha calma, pormenores de lo ocurrido: la trampa urdida por Lorenzo Faliero en San Marcos y el palacio ducal, la emboscada que nos tendieron en el Arsenal, la suerte idéntica que habría corrido la gente encargada de incendiar el barrio hebreo. Escuchándolos asenté más la certeza de una traición, y del abandono por parte de quienes nos habían mandado a Venecia. Eso me cegó de cólera hasta hacerme renegar de reyes, ministros y embajadores; y hasta de don Francisco de Quevedo, maldita fuera su estampa y su amistad, que de alguna forma nos había metido al capitán y a mí en tan dudosa aventura. Me templó un tanto las maneras, sin embargo, que Copons y mi antiguo amo encarasen el desastre con flema de soldados viejos, muy resignados a la suerte que deparan los altibajos y necesidades de la vida, la guerra y la política. Convencidos por hábito de su papel de humildes peones en tableros jugados por otros, no se rebelaban contra la ingratitud, a la que estaban hechos de sobra, ni los abatía la fortuna esquiva, compañera antigua de sus zozobras. Sobrios, resignados, sin más verbos que los precisos, como al término de tantas encamisadas y golpes de mano vividos en Flandes y el Mediterráneo, los dos veteranos se limitaban a hacer recuento rutinario de bajas, vendar heridas y agradecer sin palabras, a Dios o al diablo, el hecho de seguir vivos. Que en última instancia es la verdadera victoria de un soldado.

—¿Qué hay de él? —pregunté al capitán, señalando a Malatesta.

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