El puente de los asesinos (30 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: El puente de los asesinos
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—A ello —dijo Malatesta.

Salieron otra vez a la calle nevada, hombro con hombro, envueltos en sus capas verdes. Llegaba de la laguna una brisa gélida, y el frío volvió a morder con ganas; pero ahora eso daba lo mismo, porque Diego Alatriste, concentrado en el paisaje y atento a cada detalle, palpaba bajo la capa la pistola que sacaría primero, comprobaba con el codo que la empuñadura de la daga estaba libre y podía desenvainarla con rapidez, sin traba alguna. Y así, atento a imprevistos o amenazas inesperadas, concentrado en disponer lo que cada paso que daba hacia San Marcos le ponía más cerca, desembocó junto a su compañero en la plazuela de la Canónica: el suelo tapizado de blanco, los leoncillos de mármol a la derecha con melenas de nieve, la fábrica enorme y sombría de la fachada de San Marcos enfrente, iluminada apenas por dos antorchas que, puestas en argollas, ardían con luz brumosa. Pase lo que pase ahí, concluyó con fatalismo profesional, me retiraré por aquí. Expuesto, tal vez, al cruzar de nuevo la plazuela; pero a salvo alcanzando las calles que dejamos atrás. Con Malatesta o sin él. Luego, cinco puentes a la izquierda, hasta el canal. Si llego al otro lado, las posibilidades aumentarán un poco. Creo. O más me vale creerlo. Mientras así sea, tendré ánimo para reñir sin abandonarme.

Tenía la boca tan áspera y seca que habría vaciado medio azumbre sin respirar, si a mano lo tuviera. Miró de soslayo a Malatesta, que caminaba con decisión a su lado: sombrío el rostro bajo el ala del sombrero, silueta oscura en el contraluz de las antorchas y el suelo nevado que crujía suavemente bajo sus pasos. El italiano había sacado de entre sus ropas una llave grande. Estaban ya ante la verja de hierro del portillo, junto al edificio adosado al crucero norte, cuando las campanas de la iglesia sonaron de nuevo, cercanas y ensordecedoras, levantando un aleteo de palomas que surcaron la penumbra amarillenta en todas direcciones desde las balaustradas y cornisas del edificio. En San Marcos acababa de empezar la misa de gallo.

Doce sombras se movían con cautela en la oscuridad, pegadas a las fachadas de las casas próximas a los muros de San Martino, entre la iglesia y el canal. Yo era una de ellas, y avanzaba entre el moro Gurriato y el catalán Jorge Quartanet con el resto del trozo de asalto, seguidos de cerca por los artificieros suecos. Estábamos a un centenar de pasos de la puerta de tierra del Arsenal. Merced a la reverberación del suelo nevado, alcanzábamos a distinguir el contorno oscuro del edificio del cuerpo de guardia conocido como cuartelillo de San Marcos, a la derecha, y el alto mástil situado en la plazuela, que a esas horas estaba sin bandera. Fijando un poco más la vista, podía apreciar también una de las torres de la puerta de mar —la situada a este lado del canal de entrada al tarazanal— y la fachada donde estaba el acceso principal al recinto.

—Vamos —dijo Sebastián Copons.

Desenvainé la doncella, como mis camaradas, y avancé un trecho buscando siempre el reparo del muro y la sombra. Para bregar con más desembarazo habíame terciado la capa doblada sobre el hombro izquierdo, atándola con los cordones. La verja de hierro del portón del Arsenal era ahora visible, negra sobre blanco bajo el frontón triangular de la entrada. Estaba abierta, como esperábamos, y un fanal encendido dentro recortaba media docena de sombras inmóviles, envueltas en capas. El plan era que Maffio Sagodino, capitán de la compañía de mercenarios dálmatas, estuviera aguardando con sus hombres para guiarnos al interior del recinto. Y había cumplido su palabra, pues en pocos pasos pude reconocerlo entre los que esperaban a la luz del fanal. Salimos del resguardo con menos precaución, apresurándonos al cruzar la plazuela. Con la tensión del instante llegué a adelantarme un poco, alcanzando a Copons. El moro Gurriato me iba a las calcas: oía detrás su respiración fuerte y tranquila. Por mi parte, tenía el cuerpo tenso como una ballesta, listo para la acción inminente, y el pulso me latía cada vez más rápido en las muñecas, el corazón y las sienes. Aun así, como mozo acuchillado que era, procuré mantener el chapitel en calma, fijándome con sosiego en cuanto me rodeaba, por si alguien nos madrugaba la encamisada. Que nadie se perdió nunca por mirar dónde pone los pies, y algunos fían tanto del valor que olvidan la prudencia. Quizá por eso, cuando iba a cruzar la verja advertí que algo no iba bien. Todo parecía corriente, y el capitán Sagodino aguardaba en el lugar y hora indicados; pero un detalle me inquietó de pronto: iba sin sombrero ni armas, mientras que los hombres que tenía alrededor llevaban espadas, partesanas y arcabuces con las mechas encendidas. Ahora podía yo ver mejor la cara barbuda de Maffio Sagodino a la luz del fanal, y concluí que no era la de un hombre feliz. Tenía el rostro crispado, y su expresión no cambió al ver que nos aproximábamos a la puerta. Se me erizó la piel.

—Es una trampa —susurré—. Nos han vendido.

Lo hice sin detenerme, en voz muy baja. Pensándolo al tiempo que lo decía. Copons dio dos pasos más mientras digería aquello.

—Cagüendiós —dijo, parándose.

Miré atrás, a la izquierda. La orilla del canal que circundaba el tarazanal se perdía en las sombras, ofreciendo posibilidad de ponerse en cobro. Vacilé un instante, obligándome a pensar; pues en los rebatos gran asunto de cordura es no desbaratarse. Mi dilema era gritar alertando a los compañeros o dejar que lo adivinaran cuando echase a correr: a quien se muda, Dios lo ayuda. Me decidió el estrépito de un portón al abrirse al otro lado de la plazuela, en el cuerpo de guardia del cuartelillo de San Marcos, y la aparición de un tropel de soldados con faroles, armas y mucho ruido de voces. A su vez, retirando a Sagodino, los de la puerta se abalanzaron contra nosotros escalones abajo, seguidos por otra nutrida golondrera que salió del Arsenal. Para ese momento yo estaba ya arrimado a Cristo en plan iglesia me llamo, corriendo como una liebre por la orilla del canal hacia el amparo de la oscuridad, seguido por Copons, el moro Gurriato y Jorge Quartanet; que no se lo hicieron decir dos veces, ni una. La última vez que miré por encima del hombro pude ver, entre danza de faroles y relucir de aceros desnudos, a los suecos que eran tajados como animales, a Juan Zenarruzabeitia apresado y cubierto de heridas, y a Pimienta y Jaqueta que reñían muy agobiados de enemigos, vendiendo caras sus vidas.

Pam. Pam. Zuaaas. Zumbaban arcabuzazos sobre nuestras cabezas o pegando chasquidos en los ladrillos de las casas, y entre tiro y tiro sólo se oía el ruido atropellado de nuestras pisadas en la nieve. Los cuatro que habíamos podido zafarnos corríamos sin gastar verbos, en silencio, reservando el resuello para ese menester. Lo hacíamos por nuestras vidas, olvidados de cuanto no fuera ponernos en salvo a toda calza. Y entre todos yo escapaba el primero, espada en mano, seguro de que si seguía aquel canal hasta el extremo, sin apartarme de él, alcanzaría los muelles del norte de la ciudad; mientras que desviarme de esa ruta sería perdernos en un laberinto de callejas del que no saldríamos nunca. En ese pensamiento andaba, o corría, cuando vi unas sombras destacarse de la oscuridad contra el suelo nevado, muy cerca, sobre el puente que allí salvaba el canal.

Era media docena: gente dispuesta para cortarnos la retirada, o ronda que acudía al ruido de los tiros y no esperaba darse de boca con nosotros. El caso es que nos topamos con ellos sin decir palabra ni detenernos casi, amurcándolos como jarameños saliendo de chiquero. En torno, mis camaradas segaban carne entre chasquidos de tajos, gemidos, maldiciones y centellas de espadas. Sin detenerme, tiré una mojada al enemigo que tuve más cerca, emboqué ese primer golpe en blando, y aquello me estorbó la carrera casi dislocándome un hombro del tirón. Eché el brazo atrás, dolorido, mientras liberaba la temeraria; y el otro, quien fuera —un bulto oscuro con relucir de hierro en la mano fue cuanto vi—, cayó al canal gritando como un verraco degollado, con tanta violencia que casi me arrastra detrás, el hideputa. Recuperé la sierpe, vuelto a otro que se agarraba queriendo clavarme algo, pero de tan cerca y tan torpe que Dios me tuvo de su mano: los piquetes los daba en los dobleces de la capa que yo llevaba terciada al hombro. Le pegué con la guarnición en la cara, con toda mi alma, hasta que al tercer o cuarto baquetazo aquello crujió a manera de huesos o dientes rotos, y mi adversario dobló como un saco de arroz, respirando muy fuerte, húmedo y atragantado, como si vomitara. Aún le di una gentil estocada desde arriba, para asegurarme —gimió largo, como cansado, supongo que echando el ánima—, y luego salté sobre su cuerpo y seguí corriendo por el margen blanco que orillaba el agua negra del canal, mientras frotaba con la otra mano mi brazo maltratado. Para entonces los pulmones me ardían por dentro como si el aire frío los arañase. Mis camaradas venían detrás calcorreando al mismo paso, tan silenciosos como antes, excepto Jorge Quartanet, que debía de haber recibido alguna bellaca cuchillada en el puente, iba descosido de mondongo, y a veces tropezaba o resbalaba en la nieve.

—Estic fotut —le oíamos mascullar.

El moro Gurriato intentó ayudarlo, pero no hubo manera: el catalán corría cada vez con más dificultad, perdiendo sangre y fuelle sin remedio, y el moro tuvo que cuidar de sí mismo. Esas eran las reglas de las encamisadas y los sálvese quien pueda. Quartanet, soldado veterano, lo sabía como nadie. Así que no hubo reproches por su parte. Ni siquiera pidió que lo esperásemos. Lo último que le oí fue un gemido de dolor y un resignado «mare de Deu» entre dientes. Después, el sonido de sus pasos cada vez más lentos fue quedando atrás, y nunca volvimos a verlo.

Pasada la verja, Gualterio Malatesta hizo girar una llave en la otra cerradura. Luego empujó la puerta, que se abrió silenciosamente sobre goznes bien engrasados, y ante ellos apareció la rubia sonrisa del capitán Lorenzo Faliero.

—Benvenuti —dijo éste.

Empuñaba una espada, y en la otra mano sostenía una linterna sorda encendida, cuya parva luz hacía relucir mucho acero a su espalda: las armas de la veintena de soldados que estaban allí prevenidos, ocupando la estancia.

—Arrendetevi —añadió el veneciano— e conseñate le armi.

Diego Alatriste ni siquiera intentó pensar: al filo mismo de la vida y la muerte, tales lujos costaban la piel. Por instinto, con la rapidez de un relámpago, metió mano a la daga cuya empuñadura rozaban sus dedos desde hacía rato, y por encima del hombro de Gualterio Malatesta tiró a la garganta de Faliero una cuchillada lateral, de izquierda a derecha. Casi en el mismo movimiento, cogió la pistola de rueda que traía prevenida, la disparó sin apuntar hacia el interior de la habitación —lo próximo del estampido hizo encoger la cabeza a Malatesta—, volvió la espalda y echó a correr. Lo último que vio a la luz del fogonazo fue la sonrisa de Faliero tornándose mueca de asombro, sus ojos espantados y el chorro de sangre que el tajo de la garganta abierta proyectaba sobre el rostro de Malatesta.

—¡Cazzo di Dio!
—oyó maldecir al sicario, a su espalda.

Alatriste ni siquiera se entretuvo en reflexionar sobre si su compañero estaba con los otros, o de su parte. Más adelante habría tiempo para eso, si lograba mantenerse vivo. Al instante corría por la plazuela de la Canónica buscando el reparo de la oscuridad de las calles cercanas. Había tirado al suelo la pistola descargada, y para ir más ligero cortó con la daga los cordones que sujetaban la capa, dejándola atrás. Oía gritos y pasos precipitados que le iban a la zaga: no sabía si se trataba de gente de Faliero o era Malatesta, ni tampoco si éste huía como él o formaba parte de la jauría perseguidora.

De cualquier modo, descartó la posibilidad de empuñar otra de las dos pistolas que aún llevaba al cinto, volverse a medias y largar un segundo pistoletazo. Eso le haría perder un tiempo precioso, y lo principal era repararse en las sombras intentando despistar a quien lo persiguiera. En el momento de alcanzar el primer callejón oyó rumor de voces y arcabuzazos lejanos, al otro lado de San Marcos: el pobre Manuel Martinho de Arcada y su gente —pensó en ellos de manera fugaz, antes de olvidarlos— estaban siendo exterminados en la puerta misma del palacio ducal.

Se detuvo un instante al otro lado del soportal, mirando a un lado y a otro mientras procuraba conservar la calma y orientarse. Enfundó la daga, pensando en lo más urgente. Tenía el plano de Venecia grabado en la cabeza, aunque en aquella compleja ciudad, y a oscuras, eso no garantizaba nada. La idea era mantenerse en torno a la parte oriental de la plaza de San Marcos, caminando siempre a la izquierda: cinco puentes sobre cinco canales pequeños antes de llegar al canal grande; al lugar donde, en principio —ya no estaba seguro de nada—, debía esperar una góndola para llevarlos a Malatesta y a él al otro lado; al escuero donde —ésa era otra suposición aventurada aquella noche— los embarcaría el contrabandista Paoluccio Malombra.

Volvióse de pronto, alertado por ruido de pasos rápidos al otro extremo del soportal. No vio a nadie, pero convenía tenerlos en respeto, fueran quienes fuesen. Así que empuñó una de las pistolas, apuntó en esa dirección, cerró los ojos para no deslumbrarse con el fogonazo y disparó un tiro.

Luego, sin comprobar los resultados, dejó caer el arma y echó de nuevo a correr. Cruzando un puente para embocar la calle que estaba a la izquierda, vio aparecer en una ventana con luz el rostro de un vecino asustado por el disparo, que se retiró de inmediato al verlo pasar como un fantasma. Corría Alatriste a lo soldado, con paso ligero, procurando mantener un ritmo soportable y sin forzarse mucho, atento a no ser blanco fijo para tiros de pólvora y a no resbalar en la nieve pisoteada y romperse algo. Sobre los aleros de los tejados que casi se tocaban en las calles estrechas, el cielo seguía negro y cerrado, sin rastro de luna. Por suerte, el tapiz blanco del suelo, resaltando los objetos y los contornos, ayudaba a orientarse. Pasado el segundo puente se detuvo otra vez recobrando resuello, al acecho de posibles perseguidores; pero esta vez el silencio era absoluto. Al reparo de las casas, el aire estaba inmóvil, sin soplo de brisa. Se quitó del cuello la gola de acero, arrojándola al agua, y aguardó hasta serenar un poco los latidos desbocados del corazón. Pese a que no llevaba capa —también había perdido el sombrero en la carrera—, el esfuerzo lo hacía sudar: notaba empapada la camisa bajo el coleto de piel de búfalo. Al respirar, el frío condensaba su aliento en bocanadas tan densas que parecían humo de tabaco.

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