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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (34 page)

BOOK: El puente de los asesinos
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Inesperadamente, algo alteró las facciones del italiano. Se había producido un ligero mudar en el cielo, a espaldas de Alatriste, como si entre el celaje gris y la llovizna de aguanieve penetrase mayor claridad. Y ese cambio en la cualidad del aire, tornando la atmósfera más abierta, o luminosa, incidía ahora en el rostro picado de Malatesta; ahondando las marcas y cicatrices de su piel, y oscureciendo las ojeras violáceas de su rostro fatigado.

—Dio cane
—murmuró.

Miraba por encima del hombro de Alatriste, más allá de él y de la isla; pero éste era perro combatido, y no bajó la guardia ni apartó su mirada del sicario. Atento a cualquier treta. Entonces el otro dio dos pasos atrás, cauto, rompiendo distancia, e hizo un ademán evasivo con la mano que empuñaba la espada, cual si pidiera un respiro. Seguía mirando en dirección a la laguna. En ese momento, Alatriste dejó de prestar atención a los ojos del enemigo para fijarse en su boca, y comprobó que sonreía. Era la vieja mueca de siempre: burlona, sardónica.

—Quizá sea otro día —añadió Malatesta, enigmático.

Había bajado sus armas, invitándolo a mirar atrás sin riesgo de que le rebanara la gorja. Aún reculó otro paso con intención de garantizar el gesto. Lo hizo al fin Alatriste, volviendo el rostro a medias: suficiente para comprobar que el cielo plomizo empezaba a abrirse hacia el sur, por la parte que daba al Adriático. Un arco iris asentaba allí sus colores, apoyando los extremos en los bancos de arena y los islotes, mientras un haz de sol muy limpio y luminoso, casi cegador, semejante al que debió de alumbrar el mundo el día mismo de la Creación, tornaba azul, a lo lejos, un trecho de agua en la laguna.

—Sí —suspiró Alatriste—. Será otro día.

El italiano envainaba su espada y su daga, y él hizo lo mismo. Luego se llevó una mano al corte que le escocía bajo la oreja, sintiendo correr mezcladas el aguanieve y la sangre.

—Estuvisteis cerca —comentó, limpiándose los dedos en el coleto.

Asintió Malatesta, que se apretaba el desgarrón del costado.

—Y vos —dijo.

Después permanecieron inmóviles y en silencio entre la nevisca, uno junto al otro, mirando hacia la parte que daba al mar abierto. En la franja lejana, soleada y azul, el rayo de luz que se abría paso entre las nubes iluminaba las velas blancas de una embarcación que navegaba hacia la isla de los Esqueletos.

La Navata, enero de 2011

Nota del autor

Es difícil establecer si, como sostienen las memorias de Íñigo Balboa Aguirre,
[1]
hubo realmente una conspiración para asesinar al dogo de Venecia en la noche del 24 de diciembre de 1627. No se conocen documentos venecianos ni españoles que lo confirmen o desmientan, de manera que la veracidad de los hechos que narra
El puente de los Asesinos
queda a discreción del lector. Es interesante considerar, sin embargo, algunos hechos históricos que pueden iluminar el asunto:

El duque Vincenzo II de Mantua falleció sin dejar descendencia el 26 de diciembre. Un mes después, don Gonzalo Fernández de Córdoba, gobernador de Milán, recibía de Madrid la orden de invadir con sus tropas Mantua y el Monferrato, lo que dio lugar a un grave conflicto diplomático, a la intervención de Francia, Saboya y el papa, y a una larga campaña militar que acabó siendo adversa para las armas españolas en el norte de Italia.
[2]

El senador veneciano Riniero Zeno, que según el relato de Íñigo Balboa en que se basa la presente historia era quien debía suceder al dogo Giovanni Cornari si triunfaba la conjura, fue apuñalado el 30 de diciembre de 1627 —seis días después de la famosa misa de Nochebuena— en una calle de la ciudad por un grupo de sicarios enmascarados.
[3]
Zeno quedó gravemente herido, aunque salvó la vida. La investigación descubrió a uno de los hijos del dogo, llamado Giorgio Cornari, como instigador del atentado. Este suceso encaja en los usos habituales de la Serenísima, que solía arreglar sus asuntos de forma discreta, lavando la ropa sucia en casa.

En cuanto a la presencia en Milán y Venecia, en diciembre de 1627, del diplomático español Diego de Saavedra Fajardo, por esas fechas destinado oficialmente en la embajada española de Roma,
[4]
no hay constancia efectiva. Se conserva, sin embargo, un curioso documento localizado en el archivo biblioteca sevillano de doña Macarena Bruner, duquesa del Nuevo Extremo, por el profesor Klaus Oldenbarnevelt, director del Instituto de Estudios Hispánicos de la Universidad de Utrecht: una breve carta cifrada con fecha de 20 de diciembre de ese mismo año —y cuya copia poseo gracias a la amistad y buenos oficios del profesor Diego Navarro Bonilla—, dirigida por el embajador de España ante la Serenísima, Cristóbal de Benavente, al marqués de Charela —espía mayor y jefe de los servicios secretos de Felipe IV antes de ser relevado en ese cargo por el almirante Gaspar Bonifaz—, donde se mencionan
«los pertinentes documentos traídos de Roma, en propia mano, por el secretario S. F.».
[5]

Lo que, una vez más, pone de manifiesto que la ficción no es sino una faceta insospechada de la realidad. O viceversa.

Extractos de las
flores de poesía de varios ingenios de esta corte

Impreso del siglo XVII sin pie de imprenta

conservado en la Sección «Condado de Guadalmedina» del Archivo y

Biblioteca de los Duques del Nuevo Extremo (Sevilla).

D
E
D
ON
A
LONSO
D
E
E
RCILLA

Capitán y poeta

ESTANCIA DE SU
ARAVCANA
FAMOSA,

Y APLÍQUESE A LOS VENECIANOS

Octava rima

es un color, es aparencia vana

Querer mostrar que el principal intento

Fue el extender la religión cristiana

Siendo el puro interés su fundamento;

Su pretensión de la codicia mana,

Que todo lo demás es fingimiento

Pues los vemos que son más que otras gentes

Adúlteros, ladrones, insolentes.

D
EL
S
EÑOR
S
OLDADO

M
IGUEL
D
E
C
ERVANTES
S
AAVEDRA

A LA HERMOSA PARTÉNOPE DE SU MOCEDAD

Tercetos encadenados

díjeme a mí mismo: no me engaño;

Esta ciudad es Nápoles la ilustre,

Que yo pisé sus rúas más de un año.

De Italia gloria, y aún del mundo lustre,

Pues de cuantas ciudades él encierra

Ninguna puede haber que así le ilustre,

Apacible en la paz, dura en la guerra.

D
E
D
ON
F
RANCISCO
D
E
Q
UEVEDO

Señor de la Torre de Juan Abad
,

del hábito de Santiago

A ROMA SEPVLTADA EN SUS RVINAS

Soneto

uscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,

Y en Roma misma a Roma no la hallas:

Cadáver son las que ostentó murallas,

Y tumba de sí proprio el Aventino.

Yace donde reinaba el Palatino;

Y limadas del tiempo, las medallas

Más se muestran destrozo a las batallas

De las edades que blasón latino.

Solo el Tibre quedó, cuya corriente,

Si ciudad la regó, ya sepoltura

La llora con funesto son doliente.

¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,

Huyó lo que era firme y solamente

Lo fugitivo permanece y dura.

ATRIBUIDO AL MISMO

POLÍTICA RAZÓN

DE LOS ASVNTOS DE ITALIA

Soneto

E la envidia el Francés quemado siga

De ver a España en el Milanesado,

Y de la Serenísima inquietado

Por Friuli el corazón, que el Austria liga.

En Flandes la campaña se prosiga

Que al hereje rebelde habrá domado

Antes de que Saboya el anhelado

Monferrato en su garra hallar consiga.

Podrá el Turco intentar poner cabeza,

Contra Sicilia en esa Lampedusa

Que entre África y Europa tiende puente;

Mas nada logrará que la entereza

De nuestra fe, si la fatiga acusa,

Quebrada sea y rinda al fin la frente.

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