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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (17 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Ahora el carro estaba pasando al lado de Ibn Ammar y el sabí, y el poeta podía ver al condenado. Su rostro estaba hinchado hasta el punto de ser irreconocible, rojo como la carne cruda. La sangre le brotaba por los ojos, la nariz, la boca. El cuerpo se balanceaba como un barco sin remos bajo los golpes del negro.

El sabí, callado, había apartado la mirada, clavando los ojos en el suelo. Esperaron hasta que la gente se hubo dispersado y el carro hubo desaparecido doblando la esquina de la mezquita. Luego reemprendieron su camino.

Al llegar a la maraña de callejas de la zona del bazar, Ibn Ammar preguntó:

—¿Conocías a ese hombre?

El sabí no respondió.

—¿Es cierto lo que dice la gente de él, que quería entregar al señor de Almería esa plaza fronteriza de Cartagena?

Tampoco esta vez hubo respuesta. Pero Ibn Ammar se dio cuenta de que al sabí le resultaba difícil callar ante esas preguntas.

—¿Y es cierto que regresó sólo por amor a su mujer y a su hija, como se dice?

El sabí siguió luchando consigo mismo unos instantes más, pero luego ya no pudo contenerse.

—Sí, ya sé qué es lo que dice la gente —dijo amargamente—. Lo convierten todo en una historia sentimental. ¡Por amor a su mujer! —Con un rapidísimo movimiento cogió a Ibn Ammar del brazo, con tal firmeza que se lo lastimó—. Yo te diré qué es lo que lo llevó a entregarse. Habían amenazado con vender a su mujer al dueño de una taberna del puerto de Cartagena. Por eso volvió.

—¿Su mujer es cristiana? —preguntó Ibn Ammar.

—Proviene de una familia cristiana, pero se ha convertido a nuestra fe. Afirmaron que lo había hecho sólo en apariencia.

—¿Quién lo afirmó? ¿Quién quería prostituiría?

El sabí tiró a Ibn Ammar del brazo para que se acercara y dijo en voz muy baja:

—La misma gente que dijo que él se había vendido al señor de Almería.

—¿Qué gente? —preguntó Ibn Ammar—. ¿En el camino de quién se interponía Abú Musa? ¿Quiénes eran sus enemigos?

—Todos los que lo envidiaban por gozar del favor del qa'id y de la confianza de Hassun ibn Tahir, el príncipe heredero.

—¿Te refieres a Ibn Ta'lab, el hadjib del qa'id? —preguntó Ibn Ammar.

El sabí no dijo nada, y cuando Ibn Ammar buscó su mirada, él lo esquivó.

—¿Te refieres al príncipe Muhammad, el que estaba en la fiesta de tu tío? —siguió preguntando.

El sabí asintió casi imperceptiblemente.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ibn Ammar—. Has estado mucho tiempo fuera.

—Tengo amigos que lo saben —dijo el sabí.

Ibn Ammar creyó estar empezando a comprender por qué el comerciante guardaba tanta distancia con su sobrino.

—El hombre del carro, Abú Musa, ¿era amigo tuyo? —preguntó con voz cálida.

El sabí soltó el brazo de Ibn Ammar, como si sólo ahora se hubiera dado cuenta de cuán firmemente lo había tenido agarrado todo ese tiempo.

—No lo sé —dijo en voz baja—. Para mi era un amigo. Lo conocía bien. Confiaba en él más de lo que hubiera confiado en un hermano. No creas lo que la gente dice de él.

—No lo creo —dijo Ibn Ammar.

—Lo conocí en Alepo, en mi primer viaje a los países de oriente —continuó el sabí—. Vino a Cartagena en el mismo barco en el que volví de ese primer viaje. Es hijo de un emir, pero me recibía en su casa como a un amigo, y tampoco me olvidó cuando estaba en la corte y gozaba del favor del qa'id. Ruego a Dios que le conceda fuerzas.

—¿No crees que aún pueda obtener la clemencia del qa'id?

—No —dijo el sabí. Y, como para reforzar la negación, repitió—: No, no lo creo.

—Un príncipe que no conoce la clemencia no es un gran príncipe —dijo Ibn Ammar.

El sabí se detuvo, cogió ligeramente a Ibn Ammar del hombro y lo acercó a él.

—No vayas a decir algo así ante según qué gente —dijo, y en sus ojos podía verse una seria advertencia. Ibn Ammar no había visto nunca a un hombre de ojos tan intensamente azules.

El comerciante de paños los recibió en su despacho, una pequeña habitación de paredes blancas pobremente amueblada, cuyo único lujo consistía en que Ibn Mundhir la mantenía agradablemente fresca. En algún lugar debía de estar trabajando un vaporizador de aire hábilmente oculto. Ibn Mundhir estaba de pie tras un pupitre elevado, escribiendo con el brazo completamente extendido. No permitió que lo interrumpieran hasta que terminó de escribir.

—¡Vaya, nuestro joven de Sevilla! —saludó, lacónico—. Según he oído, te has cambiado de casa. —Conocía al propietario de la casa—. No es la casa más adecuada para un joven de tanto talento. Ya veremos si se puede encontrar algo mejor. —Luego, sin más preámbulos, pasó directamente a hablar de negocios—: He mandado a buscarte porque he de escribir algunas cartas, que necesitan una forma… —buscó la palabra apropiada, sin encontrarla—… una forma especial, ya me entiendes.

No esperó una respuesta. Hizo una señal al sabí, al tiempo que señalaba una cajita de madera que descansaba junto a muchas otras cajitas iguales en una hornacina, detrás del pupitre.

—Ante todo necesito dos cartas dirigidas a dos personas que me deben dinero. Necesito el dinero, así que me veo obligado a reclamar el pago. Pero… —se interrumpió mientras revolvía el interior de la cajita—… pero como se trata de deudores muy bien situados, la reclamación tiene que ser formulada con mucho tino. Ya me entiendes.

Sacó un pequeño cuaderno, lo hojeó, lo sostuvo frente a él con el brazo muy estirado, y leyó ayudándose con el dedo índice. Tenía problemas en la vista, pero cuando el sabí le ofreció su ayuda, la rechazó. Parecía como si no quisiera soltar el cuaderno.

—Se trata de dos familias muy distinguidas, dueñas de grandes fincas río abajo, hacia el mar, en Albanilla y Albatera —dijo los nombres y la cuantía de las deudas. Eran sumas considerables, más de quinientos dinares en un caso y casi seiscientos en el otro, que, al parecer, habían sido gastados exclusivamente en telas y ropa. Algunos de los pagos atrasados se remontaban ya a tres y hasta cuatro años atrás.

—A algunos deudores no es fácil cobrarles. Resulta imposible acercarse a ellos. Evitan hablar de dinero. Piensan que un comerciante debe tener por un gran honor que ellos le compren, y que ese honor vale mucho más que el dinero que le adeudan.

Ibn Mundhir estaba masticando con la boca torcida un grano que no se dejaba cascar; lo escupió furioso y dijo:

—¡A ese honor hay que apelar!

Volvió a meter el cuaderno en la cajita y cerró ésta cuidadosamente con una de las muchas llaves reunidas en un aro que le colgaba del cinturón. Era un manojo de más de veinte llaves del mismo tamaño, en el que Ibn Mundhir había encontrado la correcta al primer intento.

—Anota los nombres y las cantidades —dijo el comerciante señalando el pupitre—. Allí encontrarás todo lo que necesitas.

Ibn Ammar tomó algunas notas, mientras el comerciante caminaba de un lado a otro del despacho con paso cadencioso, las manos a la espalda, los hombros echados hacia delante y la cabeza gacha, como una cigüeña en un prado.

—Escribe en mi nombre. Escribe que valoro mucho el honor. Y que suene como algo literario. Son gente que hace alarde de su educación. No atribuyen ningún valor a una carta de reclamación, pero sí a una literaria. Escribe como se escribe en Sevilla, a la última moda. ¡Tienen que asombrarse, ya sabes! Y deja sólo entrever que quiero recuperar mi dinero, formúlalo de manera que… —Se dio la vuelta e hizo girar las manos intentando explicar qué quería decir; pero no lo consiguió tampoco con las manos, así que cambió inmediatamente de tono y blandió el dedo índice mientras decía—: Pero que quede claro que necesito urgentemente el dinero, que los plazos han vencido hace mucho tiempo y que, de no haber más remedio, me veré en la triste necesidad de reunirme en el bazar con algunos de mis amigos, quienes, según sé, también les han reclamado pagos pendientes de sumas parecidas, para tomar con ellos algunas medidas en común. ¡Que se enteren también de eso!

—Les echaré una filípica que parecerá una preciosa rama cubierta de flores —dijo Ibn Ammar sin levantar la vista del pupitre.

Ibn Mundhir se detuvo frente a él y lo miró perplejo, y durante un breve instante su rostro se contrajo en una risita de alegría casi infantil.

—¡Eso es exactamente lo que quiero! —Se volvió hacia la ventana y observó el patio trasero a través de las rejas—. Exactamente eso —repitió dejando escapar una risita.

Ibn Ammar cogió la tijera que había sobre el pupitre, para recortar la esquina del pliego de papel en la que había escrito sus apuntes, pero Ibn Mundhir lo interrumpió.

—Espera, eso no es todo —dijo golpeando el pupitre con los nudillos—. Por muy bien que escribas, no me pagarán. Por eso la carta tiene una continuación. —El comerciante reemprendió su caminata entre la ventana y el pupitre elevado—. Escribe que les hago una oferta. Les ofrezco una participación en el mercante que tengo en el astillero de Cartagena. A uno por mil dinares, al otro por mil doscientos. —Esperó a que Ibn Ammar anotara las cifras—. Las cantidades que me deben serán consideradas como un crédito que les concedo. Lo que resta de los mil o mil doscientos dinares, según cada caso, deberán pagarlo en efectivo. El crédito me lo irán abonando con las ganancias que produzca el barco, hasta que esté saldado. Todas las ganancias posteriores les serán pagadas sin deducciones. Una participación de mil doscientos dinares corresponde a cerca del diez por ciento. Las cifras exactas se las podrás dar cuando tengas la factura definitiva del astillero.

Dejó de hablar al advertir que Ibn Ammar lo estaba mirando con expresión de desconcierto. El comerciante se acercó al pupitre y, señalando al sabí, dijo:

—Sammar está informado de todo. Él te ayudará. —Ibn Mundhir se volvió nuevamente hacia la ventana—. Y esta parte de la carta no hace falta que la escribas de forma literaria. Escríbela en estilo neutro. La oferta es buena, descaradamente buena; no hace falta esconderla. Pero escríbela de manera que hasta esos cultos señores puedan entenderla y darse cuenta de las ventajas. ¿Comprendido? —Su voz tenía ahora un tono aguzadamente cínico, como el del día de su primer encuentro con Ibn Ammar, cuando embistió contra el poco decoro que mostraban sus inquilinos a la hora de pagar.

—Necesito saber algunas cosas de los cabezas de esas dos familias —dijo Ibn Ammar—. Historia de la familia, preferencias, peculiaridades, etc.

—¿Para qué?

—Si las cartas deben ser de su gusto, tengo que conocer sus gustos.

Ibn Ammar caviló un momento; luego intercambió unas cuantas palabras en voz baja con el sabí y, finalmente, dijo:

—Tendrás todo lo que te haga falta. Sammar te llevará a mi casa y te indicará una habitación.

Como despedida, una inclinación de cabeza sin el más mínimo rastro de una sonrisa, como si el comerciante hubiera agotado la amabilidad que tenía para ese día.

—Te espero aquí mañana después de la oración del mediodía.

Al salir del despacho siguiendo al sabí, Ibn Ammar se dio cuenta por fin de cómo funcionaba la instalación de aire acondicionado que producía un efecto tan agradable en la habitación. Dos de las cuatro paredes no estaban encaladas, como había parecido al poeta tras una primera y rápida mirada, sino cubiertas con hilos blancos de tono casi idéntico al de la cal. Las paredes de hilo eran empapadas con agua que se vertía desde arriba de manera casi imperceptible. Por lo demás, Ibn Mundhir parecía poner mucho cuidado en no mostrar en su tienda ningún signo exterior de su riqueza.

La habitación que se puso a disposición de Ibn Ammar en el palacete del comerciante quedaba justo encima del makhazim que el poeta ya conocía. La pequeña ventana abierta en lo alto de la pared daba al patio interior. Cuando estaba sentado al pupitre, Ibn Ammar podía ver la balaustrada de aquella terraza en la que había tenido lugar la fiesta y que ahora se hallaba revestida de una espesa reja que la protegía de miradas curiosas.

Ibn Ammar puso manos a la obra. Estaba familiarizado con ese tipo de trabajos. Antes de lograr cierto renombre con sus poemas, había sido un redactor de cartas muy solicitado. Se había ganado la vida escribiendo cartas alambicadas y de gran mérito artístico: cartas en prosa rimada; cartas en las que la vocal «a» no aparecía ni una sola vez; cartas con un mensaje oculto, cuyo sentido sólo se obtenía leyendo una de cada doce palabras; cartas en el estilo predilecto de los caballeros y damas de la nobleza, y que los comerciantes intentaban imitar con la ayuda de talentosos hombres de letras. A juzgar por su condición social, también Ibn Mundhir seguía esa moda.

Poco después de la puesta del sol, el sabí trajo al hombre encargado de dar a Ibn Ammar la información deseada sobre los destinatarios de las cartas. Era el ajedrecista. Parecía estar muy enterado de todo. Por lo visto, el ajedrez le abría las puertas de todas las casas.

Los dos cabezas de familia compartían las aficiones habituales de la nobleza: la caza, la música, la arquitectura. Uno de ellos cultivaba rosas. Sus respectivas familias se contaban entre las más importantes de la región. Tanto una como otra eran capaces de poner inmediatamente en acción a más de cuarenta soldados a caballo, y residían en fuertes castillos que controlaban los caminos hacia Denia y Valencia.

—Son personas a quienes el qa'id ha de tener en cuenta —explicó el ajedrecista—. Sus tierras limitan con la región de Denia, lo que los hace independientes.

Al parecer, Ibn Mundhir, dado el alcance de sus actividades comerciales, se había visto obligado a buscar una alianza con la nobleza. ¿Era el crédito ofrecido un cebo? ¿Un pago a cuenta del esperado apoyo político en la corte del qa'id?

Ibn Ammar intentó cuidadosamente sonsacar información al ajedrecista, pero no obtuvo más que evasivas. Sólo una cosa quedó clara: que en Murcia y Cartagena había cuatro grandes armadores dedicados al comercio de ultramar con barcos de alto porte. El más importante era Ibn Ta'lab, el hadjib del qa'id, quien al parecer utilizaba su cargo para mantener bajo presión a los otros. El qa'id, por lo visto, ejercía rigurosamente sobre los tres armadores más pequeños el derecho de tanteo, que le correspondía como príncipe y le facultaba a comprar antes que nadie y muy por debajo del precio de mercado todas las mercancías que desembarcaban en el puerto de Cartagena, y, en cambio, se mostraba muy indulgente con su hadjib. ¿Acaso Ibn Mundhir pretendía enfrentarse con el hadjib? ¿Era tan fuerte su posición como para oponerse políticamente al hombre más poderoso de la corte?

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