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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (21 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Al otro lado de la mesa estaba sentado el viejo manco de Ávila, con quien se habían encontrado en el vado del río Yeltes, al final de la clara huella dejada por los pardos camino de Sabugal, justo allí donde esa huella se deshilachaba en una multitud de rastros individuales, y donde finalmente habían decidido cabalgar rumbo a Salamanca. Con el viejo estaban dos peones larguiruchos que todavía no se habían dado cuenta de que el manco escondía un dado con dos números seis en la mano inútil, y que tampoco conocían aún su historia, esa maldita historia de la cabalgada en la que, por lo visto, había participado hacía más cien años y que Lope ya había escuchado más de cien veces.

—Así que atacamos aquel pueblo, un pueblo moro, un pueblo moro hermoso y grande… —Ya estaba sumido en su historia, muy animado; llevaba dentro la cantidad justa de vino para estar así de animado—. Se pactó el botín libre…, ya sabéis, cada uno se quedaba con lo que pudiera conseguir por sí mismo. Sin repartos. Sin quinta parte para el rey o para quien fuera. Cada uno a lo suyo…

El joven sabía que aún quedaba un buen rato hasta el momento en que el viejo llegaba al poblado moro y todas las mujeres salían corriendo en desbandada y atrancaban las puertas de sus casas, y el viejo veía por primera vez a aquella mujer de la que trataba toda la historia. El joven se acercó al capitán y le tiró del brazo.

—¡Capitán! —dijo—. ¡Eh, capitán! Soy yo, Lope. ¡Ya es tarde, capitán!

El capitán levantó la cabeza con mucho trabajo y miró a Lope con expresión embobada.

—¡Cierra la boca! ¡Cierra la boca! —dijo, al tiempo que levantaba pesadamente el brazo para apartar a Lope, tirando sin querer la vela de la mesa. Entonces gritó—: ¡Luz! ¡Dónde está la maldita luz! ¡Quiero luz!

En el acto, la posadera se acercó a la mesa con una vela nueva, la plantó frente al capitán, apretó la cabeza de éste contra sus pechos y dijo con voz tranquilizadora:

—Bueno, Capitano, todo en orden, Capitano, ya arde la luz de nuevo para nuestro Capitano —hablaba con el acento extranjero con que hablaban los franceses del Barrio Franco.

…y abrí la puerta dándole una patada con el tacón y allí estaba esa mujer —dijo el viejo despidiendo luz por los ojos—. ¡Vaya mujer! ¡Por la leche de mi madre, que nunca en mi vida he visto a otra mujer así! Y la habitación toda llena de alfombras, en el suelo, en la cama, en las paredes, por todas partes; una casa rica. Me acerqué a la mujer y le pregunté: «¿Dónde está el dinero?». Y empecé a quitarle las pulseras que llevaba en los brazos; pesadas pulseras de plata. Volví a preguntar: «¿Dónde está el dinero, mujer? Denarios, meticales, ¿dónde?». Ella señaló un arcón. Lo abrí y encontré dentro una cajita que contenía unas cuantas monedas, un poquito de oro, un poquito de plata, no mucho; demasiado poco para una casa tan rica. Me di la vuelta y me dirigí hacia la mujer… me acerqué a ella…, vosotros, peones de Gredos, ¡qué creéis que hice con ella! ¿Qué creéis?

El viejo hizo una pausa. Vació su jarra bebiendo lenta y plácidamente, se secó la barba, dejó la jarra sobre la mesa y llamó al tabernero. Siempre hacía una pausa al llegar a esta parte de su relato, así como poco antes de llegar a una cima se hace un alto para retardar el momento de felicidad. Los dos peones temblaban de impaciencia, pero el viejo los hacía esperar, se tomaba su tiempo. El muchacho ya se conocía la rutina: el viejo hacía esperar a los peones como una vez los hiciera esperar a él y al capitán, de camino hacía Salamanca. En aquella ocasión, también a ellos la historia los había tenido en vilo, porque era nueva y emocionante, casi como el anticipo de un prometedor futuro. Entonces todavía albergaban grandes esperanzas, que se hicieron aún mayores cuando vieron ante sí la ciudad. Ya la mera visión del puente los había impresionado. Un puente levantado sobre gigantescos bloques de piedra, un arco tras otro a través de todo el ancho río. Y luego la ciudad misma, incomparablemente mayor que Guarda. Cada uno de los barrios que se erguían sobre las colinas era en sí una ciudad, en parte rodeada por murallas hechas con los mismos grandes bloques que el puente, en parte protegida por palizadas, como el castillo de Sabugal. El viejo les había dicho que el puente y las murallas habían sido construidos por los descendientes de Rómulo, que estaban allí desde los tiempos en que Cristo fue crucificado.

Siguiendo el amplio camino que atravesaba la ciudad, habían cabalgado hacia el castillo, donde vivía el tenente del rey. Pero el tenente no los había recibido. Luego habían acudido al juez de Serrano, el barrio más grande, donde vivía gente llegada de las montañas al norte de León. Habían tenido mala suerte. Quizá todo hubiese sido distinto si aquel hermoso día de su llegada, cuando aún conservaban íntegra la confianza en si mismos, se hubiesen presentado de inmediato ante el juez o el tenente.

El viejo reanudó su historia:

—Prestad atención, peones —dijo con énfasis—. Caí sobre esa mujer tan presto como el gallo cae sobre la gallina. La examiné. La acomodé. Pero no llegué a donde quería llegar. Sólo el diablo sabe las cosas que se les ocurren a esos malditos moros para que nadie se acerque a sus mujeres. Miré mi objetivo y ¿qué fue lo que vi? Vi un lacito de cuero colgando justo allí donde yo quería entrar. Tiré del lazo. ¿Y qué saqué? ¿Qué pensáis que saqué, peones?

Miró a los peones mostrando los raigones que quedaban de sus dientes y moviendo las manos como si tuviera a la mujer frente a él. Los peones tenían la boca abierta y estaban tan impacientes que apenas podían esperar a que el viejo les desvelara por fin el gran interrogante. El silencio era tal que se podía oir el crepitar de la vela. Y entonces, en ese silencio, el capitán dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y resopló:

—¡Escúpelo ya! —Tenía la voz desencajada de rabia. Inclinado sobre la mesa, volvió a gritar—: ¡Vamos! ¡Escúpelo!

El viejo entreabrió la boca, como si quisiera decir algo, pero no llegó a decirlo. Uno de los peones le puso una mano sobre el hombro, levantó la cabeza y miró al capitán a los ojos.

—Déjalo contar —dijo con un tono amenazante en la voz—. ¡Deja que el viejo siga su historia, hermano!

De repente, como salida de la nada, la posadera estaba allí, de pie entre el peón y el capitán.

—Bien, continúa contando, Trubal —dijo la mujer—. ¡No nos dejes en vilo!

El viejo reinició el relato, pero había perdido su entusiasmo:

—Os diré lo que esa mujer tenía dentro. Cien meticales, muy bien apilados uno encima de otro y metidos dentro de una bolsita de cuero. Una cosa tan larga y gruesa como un rabo bien tieso. Eso es lo que tenía dentro, eso es lo que tenía esa mujer entre las piernas.

El viejo volvió a sonreír, pero esta vez con una sonrisa cansada; levantó débilmente el brazo mutilado y el dado se le cayó de la zarpa. Los peones vieron los dados y miraron fijamente al viejo, con repentina desconfianza.

—Y entonces se lo hiciste a la mora, ¿eh, Trubal? ¿O no? ¿Se lo hiciste? —dijo rápidamente la posadera, sin apartar los ojos de los peones.

El viejo reunió fuerzas una vez más y rió débilmente. Sonó como una tos seca.

—Se lo hice —dijo lentamente—, eso os lo puedo jurar. Se lo hice; primero con esa cosa de cuero y después con mi propia cosa. Sí, así fue exactamente… se lo hice. —Ya apenas se le entendía de tanto como suspiraba y se relamía—. Nunca en mi vida he vuelto a tener una mujer así… ¡Por la leche de mi madre!

En ese mismo instante el capitán se levantó de la mesa golpeándose contra el borde y volcando las jarras.

—¡Cierra la boca! —gritó. Estaba de pie detrás de la mesa, largo y bamboleante, enseñando los dientes—. ¡Qué habláis vosotros de mujeres! ¡Dios mío! —Se mantenía firme cogiéndose de la mesa con las dos manos; respiraba con dificultad—. ¡Qué sabéis vosotros de mujeres, qué sabéis vosotros!

Se dejó caer pesadamente sobre su asiento, con la mirada fija en la nada, y buscó a tientas la jarra, que había caído al suelo. De pronto sacó la barbilla y entornó los ojos, ahora enfadado y lleno de rabia.

—¡Qué vais a saber! ¡Boyeros! ¡Maricones! ¡Montaburras! ¡Qué vais a saber de mujeres!

El peón más alto se levantó lentamente, haciéndose cada vez más grande, hasta que su cabeza casi tocó contra el techo.

—Repite eso, hermano —dijo en voz baja y amenazante—. ¡Repítelo!

El capitán se puso en pie rápidamente, sorprendiendo a todos, pues ninguno hubiera pensado que fuera aún capaz de tal demostración de agilidad. Tenía el cuchillo en la mano. Sólo el joven vio el arma o, mejor dicho, la intuyó. Todo ocurría exactamente igual que aquella otra noche en la taberna situada al pie de la torre del puente, tres días después de su llegada. Sólo que aquella vez el capitán había aprovechado ese veloz movimiento inicial para hundir el cuchillo en el costado de su rival, debajo de la última costilla. Ahora estaba demasiado torpe, demasiado borracho; además, el rival era rápido y fuerte, no un hidalgo fanfarrón como la primera vez, y la posadera ya se acercaba. El joven lo vio. Vio venir el golpe. Quiso gritar, pero ya era demasiado tarde: el capitán ya tenía el puño en la cara y caía hacia atrás al enganchársele las piernas en el banco. El peón, de pie junto al capitán y con los puños en guardia, vio el cuchillo y gruñó:

—¡El muy cerdo tiene un cuchillo!

El joven vio al peón recoger el cuchillo.

—¡No! —gritó, y vio venir hacia él una pesada mano que no pudo esquivar. Salió despedido hacia atrás y aterrizó con gran estrépito entre los bancos, dándose un fuerte golpe en la cabeza. Mientras caía, aún pudo ver cómo se arrojaba la posadera sobre la espalda del peón y lo agarraba con los dos brazos. La oyó gritar. Después se interpuso una espalda negra y de pronto se apagó la luz, saltaron astillas de madera, se oyó un fuerte golpe y jadeos y la voz estridente del viejo Trubal. Al reavivarse el fuego del hogar, Lope pudo distinguir vagamente la gigantesca silueta del Mudo, que agarró al peón, lo apartó con brutal violencia, se inclinó sobre el capitán y lo levantó como a una muñeca. Luego se acercó a Lope, le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.

—¡Ven! —le dijo—. ¡Ven!

Por encima de todo eso se oía la voz chillona y fuera de sí de la posadera, que gritaba detrás de ellos. Esa voz resonaba todavía en los oídos de Lope mucho tiempo después de que hubieran ganado la calle.

Una hora más tarde dejaron la herrería. El Mudo los acompañó hasta la puerta. Cuando levantó al joven para ayudarlo a subir a la grupa del caballo del capitán, quiso decir algo. Lope se dio cuenta de que el Mudo buscaba las palabras. Pero no las encontró. Se quedó callado en medio de la oscuridad.

Cabalgaron río arriba, en dirección al este. Cuando amaneciera tenían que estar tan lejos de la ciudad como fuese posible. Tras el primer incidente, el juez había fijado el día de San Martin como plazo para que el capitán abandonara la ciudad, y le había advertido que perdería el pellejo si volvía a sacar el cuchillo. Eso podía significar el látigo, pero también podía costarle una oreja o la nariz. El juez no tenía aspecto de ser un dulce cordero del rebaño de Cristo.

El capitán tenía pensado dirigirse al sur. Uno de los hombres del tenente se lo había recomendado. Hacia el sur de la ciudad, a dos días de viaje, había muchas tierras, buenas tierras al pie de la sierra de Gredos. Tierras del Rey. Un trozo en propiedad con extensión suficiente para construir un cortijo y hacer una huerta. Lo demás en arrendamiento transmisible por herencia, bastante para un sembrado y criar vacas, cerdos y ovejas. Todo con diez años libres de impuestos y luego sólo una décima parte de las utilidades para el rey, sin la obligación de hacer el servicio militar salvo en defensa propia. El hombre se lo había pintado todo con hermosos colores. Lo único que no había dicho era dónde encontrar los mozos para hacer el trabajo. No, el capitán nunca había contemplado la posibilidad de volverse campesino ni nada parecido. Pero pensaba que quizá los campesinos de alguna de esas aldeas de colonos del sur podían estar buscando un hombre que los librara del servicio militar a cambio de una buena paga. Cada aldea tenía que poner a disposición de la tropa común, durante dos meses al año, a un hombre con caballo y lanza que vigilara la frontera. Había aldeas que contrataban gente para que lo hiciera. Más adelante, uno también podía pasarse al bando moro, ofrecer sus servicios a un emir si éste pagaba bien. Ya se vería.

Se detuvieron al borde de la cadena de colinas que flanqueaba al río por el norte. Dos horas después de amanecer alcanzaron el recodo del río, donde el valle giraba hacia el sur. Allí el cauce se dividía en varios brazos y avanzaba entre espesos bosques y concavidades pantanosas, de modo que Lope y el capitán tuvieron que trazar un amplio arco para seguirlo. Conforme remontaban el río, más desierta se hacia la región. Ya no había pueblos, tan sólo aisladas cabañas con los tejados cubiertos de piedras, que apenas destacaban en el entorno. De tanto en tanto, un rebaño de ovejas, algún cabrero. Sólo al caer la noche llegaron a una colonia más grande, con una iglesia y una torre bien fortificada, situada en un lugar donde el río atravesaba una barrera rocosa y los bosques y pantanos que lo hacían inaccesible retrocedían hasta la orilla. El pueblo, diez o doce casas de paredes de barro y techos de paja cercadas con zarzas espinosas, se levantaba en la margen oriental, sobre la cima montañosa que se erguía junto al río. Sólo la iglesia y la torre estaban amuralladas y unidas entre sí mediante palizadas para hacer más fácil su defensa.

El sacerdote les dio alojamiento en la iglesia, y, a cambio de un buen dinero, también pan calentado en las cenizas del hogar y sopa de huesos. Pasaron la noche en el sombrío edificio, dejando el caballo atado a la entrada. En la iglesia también dormía el sacerdote, que tenía un catre detrás del altar, sobre el arcón en el que guardaba los objetos de culto y la casulla. Con él dormían su mujer, criada o lo que fuera, y los tres niños.

A la mañana siguiente, el capitán le preguntó qué perspectivas había más al sur. El sacerdote le dio pocas esperanzas. Hasta Gredos ya sólo quedaban campesinos pobres, pastores, gente insignificante. Les recomendó que continuaran hacia el oeste.

Siguieron su consejo. Cruzaron el río por el vado cercano al pueblo y reemprendieron el viaje a través de aquella montañosa región, pero ahora en dirección al suroeste. Al mediodía llegaron al camino empedrado que partía de Salamanca en dirección al sur, hacia la región de los moros. Siguieron la calzada durante un trecho, luego doblaron nuevamente hacia el Oeste. Cabalgaron todo el día, pasando sólo por tres pequeños pueblos de colonos. En el tercero compraron pan y pidieron alojamiento, pero nadie se lo ofreció. Los hombres del pueblo eran reservados hasta la hostilidad; nadie les había dado nunca ni siquiera brasas para encender fuego.

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