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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (77 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Yunus se había sentido muy dichoso al oír esta respuesta, no sólo porque, a su juicio, daba fe de la sensatez de su hija, sino también porque justificaba a posteriori el retraso con que Yunus le había planteado la cuestión y, además, volvía a postergar la separación, ahora sin que Yunus tuviera que reprocharse un excesivo egoísmo paternal.

—No sólo he escrito sobre ese día —continuó Yunus con una sonrisa de satisfacción—. También escribiré sobre el día en que tomes una decisión. Y sobre el día de tu boda. Y si aún vivo, escribiré también sobre tus hijos.

Karima tenía la cabeza gacha, y de pronto Yunus tuvo la extraña sensación de que ella estaba ausente, perdida en sus pensamientos, en un lejano lugar al que él no podía seguirla. Pero luego ella volvió a levantar la mirada y en sus ojos reapareció esa cálida confianza que la unía a él.

—Quizá yo también comience a escribir un diario —dijo Karima, pensativa.

—Me parece una buena idea —respondió Yunus—. Así algún día podrás poner tu cuaderno al lado del mío y comparar las cosas que escribimos cada uno.

—Pero es muy posible que escriba cosas distintas de las vuestras, padre —dijo la muchacha, con ojos interrogantes. Se quedó pensando un momento y luego, sin mirarlo, añadió—: Puede ser que yo encuentre importantes cosas de las que vos ni siquiera estáis enterado.

—Naturalmente —dijo Yunus—. A medida que te haces mayor, mayores deben ser también los secretos que me ocultas. —Era muy comprensivo, pero ella no parecía satisfecha con la respuesta, de modo que, unos momentos después, Yunus apostilló—: Te prometo que nunca leeré lo que hayas escrito, a menos que tú me lo pidas.

Karima le dirigió una breve mirada, que lo hizo sentirse extrañamente nervioso.

—Si quieres, te compraré un cuaderno —dijo Yunus.

—¿Igual al vuestro?

—Igual.

Karima dio un brinco, abrazó a su padre y lo besó en las dos mejillas, como hacía siempre que le daba las buenas noches.

—Estoy cansada, me voy a dormir —dijo. Su voz no sonaba en absoluto cansada.

Yunus la siguió con la mirada hasta que la puerta se cerró detrás de ella. Luego devolvió su atención al escritorio y anotó en su diario el siguiente resumen de las causas del ataque al barrio judío:

Como de costumbre, hay un pretexto externo, que ahora está bastante claro, y una serie de conjeturas sobre las verdaderas causas, que aún no están confirmadas por completo.

El pretexto: un comerciante judío de Fustat, que ha alquilado un almacén en el karavansarai de Ibn Abdallah, en el puerto, la noche siguiente al Yom Kipur llevó a su despacho una prostituta, que por desgracia era una muchacha musulmana. Un funcionario de la Shurta los sorprendió y amenazó a la muchacha con la hoguera. Acto seguido, la muchacha afirmó que el judío la había tomado por la fuerza y le había metido entre la ropa, sin que ella lo advirtiera, el dinero que le habían encontrado encima. La muchacha se puso a gritar, y se armó un alboroto. Cuando llevaron a ambos ante el qadi, la multitud empezó a aumentar. La gente exigía que se castigara inmediatamente al judío. Como el qadi mandó encerrar a los dos y pospuso la investigación hasta el día siguiente, la multitud se lanzó sobre el barrio judío.

Ésos son los hechos. Sin embargo, en el Consejo están convencidos de que el incidente fue provocado y de que el ataque fue incitado conscientemente por alguna parte interesada. Lo que todavía no está claro es quién se esconde detrás de esto. La hipótesis que me parece más probable es una que Ibn Eh también comparte. Dicha hipótesis se apoya en que los comerciantes de la ciudad están muy preocupados por el rumor, cada vez más concreto, de que el príncipe quiere trasladar a Córdoba la corte y el gobierno. En el bazar se cree que es Ibn Ammar quien impulsa los planes del príncipe. Sin embargo, no se atreven a atacar al visir mismo, sino que prefieren hacer responsable a su «consejero judío», como ellos dicen. Es decir, a Isaak al–Balia, quien, como todo el mundo sabe, es natural de Córdoba. Los disturbios provocados serían, pues, una advertencia dirigida al visir y al nasí.

Hasta aquí todo parece lógico, pero quedan un par de incongruencias. ¿Por qué no se echa la culpa a Ibn Zaydun, el hadjib, que también es cordobés? ¿Por qué nos atacan a nosotros, si los comerciantes judíos tendrán las mismas pérdidas que los musulmanes caso que la corte se traslade a la antigua capital?

Esta misma noche el Consejo ha enviado un mensaje al nasí para informarlo de lo ocurrido.

Córdoba

Una escueta noticia sobre los disturbios de Sevilla llegó a Córdoba el día siguiente por medio de palomas mensajeras. Esa mañana Ibn Ammar había acompañado al príncipe al al–Qasr para una ronda de inspección cuidadosamente preparada. Se había hecho salir de sus alojamientos a todos los habitantes, y los parques habían sido peinados con perros. Los dos centenares de soldados de la tropa principesca que se encontraban en el palacio tenían órdenes de no abandonar el edificio. La guardia personal del príncipe había ocupado únicamente las murallas exteriores. Toda el área estaba desierta, y no sólo el área del al–Qasr, con sus numerosos edificios, patios y parques, sino también los gigantescos jardines que lindaban con él por el oeste y se extendían a lo largo de casi una milla a orillas del Guadalquivir.

Ibn Ammar había encargado a centenares de artesanos y jornaleros que arreglaran esos jardines tanto como fuera posible en tan escaso tiempo, a fin de que estuvieran listos para la visita del príncipe. Durante la guerra civil, sesenta años atrás, las tropas bereberes antes comandadas por al–Mansur habían acantonado aquí, utilizando los cenadores como cuadras, talando numerosos árboles y devastando las instalaciones. Desde entonces sólo se habían reparado algunas de las terrazas situadas a orillas del río. La mayor parte había quedado a merced de la naturaleza silvestre. Pero los restos aún visibles del gran parque seguían siendo impresionantes. Ciento veinte años atrás, Abderrahmán an–Nasir, el gran califa, había mandado traer árboles y arbustos de todas partes del mundo. Majestuosos cedros se elevaban hasta el cielo, y cipreses y dragos y palmeras de todo tipo. Había bosquecillos de camelias, avenidas de naranjos y susurrantes bosques de mimosas. Había estanques repletos de nenúfares, extensos cotos de animales, y restos de filigranas de pajareras grandes como casas que una vez debieron alojar las más exóticas aves. Cualquiera con una pizca de fantasía podía imaginar las infinitas posibilidades de este jardín mágico en manos de un propietario principesco.

Al–Mutamid vivía en el palacio de ar–Rusafa, que se levantaba al noroeste de la ciudad, al pie de las montañas. Era el único castillo omeya que había salido de la guerra civil sin graves daños. También el parque que lo rodeaba conservaba su antiguo esplendor. Ibn Ammar había elegido intencionadamente este castillo como residencia del príncipe, para que el lugar estimulara su imaginación. Había llevado a al–Mutamid a Madinat az–Zahra y al–Madinat az–Zahira, las gigantescas ciudades–palacio construidas por an–Nasir y al–Mansur. Le había mostrado las montañas del norte, donde en verano florecían tantas rosas que su perfume impregnaba toda la región; tantas, que en la ciudad un qintar de pétalos de rosa costaba tan sólo dieciséis dirhem. Ibn Ammar había acompañado al príncipe a la colina que se levantaba detrás de Madinat az–Zahra, donde la primavera posaba un blanco manto de flores de almendro, y le había contado aquella historia, conocida por todos los cordobeses, sobre Abderrahmán an–Nasir y su favorita, az–Zahra: «El gran califa enseñó a la favorita de su corazón el nuevo castillo, que llevaba su nombre, y le pidió su opinión al respecto. La mujer observó la colina, que entonces aún estaba cubierta por sombríos bosques de encinas, y el castillo, que sobresalía de entre los árboles como un blanco resplandor. Y comparó aquello con una mujer encantadoramente hermosa en brazos de un esclavo abisinio. El califa mandó talar inmediatamente las encinas y ordenó poblar de almendros las laderas».

Ibn Ammar había enseñado al príncipe todas las maravillas de Córdoba. La visita a los jardines del al–Qasr, esa mañana, no haría más que poner ante sus ojos otro de los incalculables tesoros de la ciudad: la abundancia de agua fresca y limpia.

Como a todo sevillano, a al–Mutamid le encantaban sobremanera las fuentes, arroyos y surtidores. En Sevilla, el agua potable tenía que ser colectada del Guadalquivir, al norte de la ciudad, donde ya no llegaba el flujo del mar. Desde allí era transportada en barcas y repartida por aguadores. En Córdoba había tal abundancia de agua fresca, aun en los veranos más calurosos, que desbordaba arroyos y pozos. Los jardines del palacio habían sido famosos por sus surtidores. Ibn Ammar había hecho todo lo posible por desatascar al menos parcialmente los canales y cascadas, y limpiar los estanques de mármol. Hasta había mandado reparar una de las tres enormes norias que hacían funcionar los surtidores.

El príncipe e Ibn Ammar habían pasado varias horas recorriendo a pie el al–Qasr y los parques, acompañados únicamente por el maestro de obra, un arquitecto de jardines valenciano y una cantante persa llamada Djawhara, que desde hacía algunos meses contaba con el favor especial del príncipe, y a quien éste quería impresionar. Al–Mutamid estaba fascinado, y lleno de proyectos. Ya veía demolidos los edificios en ruinas, veía el antiguo palacio de los califas renovado en un estilo heroico, junto a un imponente palacio nuevo. El príncipe se puso a discutir detalles con los dos arquitectos, pidió información sobre costos y plazos de construcción, determinó qué edificios de tiempos de los reyes visigodos y de los antiguos emires omeyas debían conservarse e incluirse en los proyectos de reconstrucción, dibujó con su propia mano osados perfiles sobre la arena. La edad secular de muchos de los edificios del al–Qasr, la historia del lugar, los grandes nombres del pasado, cuyos pasos él seguía, hicieron caer a al–Mutamid en una especie de embriaguez, y su entusiasmo llegó al clímax cuando comprobó que en los jardines del palacio podía hacer realidad uno de sus grandes deseos.

Cuando todavía era príncipe heredero, al–Mutamid había asistido a una fiesta memorable, dada por al–Ma'mún de Toledo con motivo de la circuncisión de su nieto de ocho años, Ya'ya. En el nuevo palacio del príncipe de Toledo, al–Mutamid había tenido ocasión de ver un quiosco de insospechada belleza: una construcción de filigrana rematada por una cúpula de mármol blanco, de cuya cima brotaba un potente surtidor que envolvía todo el conjunto en una brillante cortina de agua. La circunferencia de la cúpula encajaba con tal precisión en la bóveda formada al caer el agua del surtidor que, cuando no soplaba el viento, no salpicaba ni una gota en las paredes exteriores del quiosco. Cuando uno entraba en el quiosco, podía acomodarse plácidamente bajo el frescor del agua, sin que ni una sola gota perturbara su comodidad. Por la noche, cuando la cúpula estaba iluminada, el quiosco ofrecía un aspecto mágico. La cortina de agua se transformaba entonces en una campana de cristal líquido.

Al asumir el gobierno, una de las primeras medidas de al–Mutamid había sido ordenar al arquitecto de la corte que buscara un lugar apropiado para levantar un quiosco semejante. Pero en ningún lugar de Sevilla podía encontrarse la fuerza hidráulica necesaria para hacer funcionar un surtidor de ese estilo. Aquí, en los jardines del palacio de Córdoba, por el contrario, no sería difícil hacer realidad su sueño.

A mediodía se sentaron en una de las terrazas del río, donde se había dispuesto la comida. Ibn Ammar estaba seguro de que había ganado. El príncipe parecía firmemente decido a trasladarse a Córdoba. No hablaba de otra cosa. Cuando un mensajero trajo a Ibn Ammar la noticia de los disturbios de Sevilla, éste se la transmitió de mala gana al príncipe. Al–Mutamid la desechó con un expresivo gesto.

—Se castigará a los culpables —dijo con arrogancia—. Pronto daré a conocer mi decisión sobre Córdoba, ¡y nos ocuparemos de que sea respetada!

A última hora de la tarde, Ibn Ammar, acompañado por Isaak ibn al–Balia, fue a visitar al hadjib, quien se había instalado en la antigua residencia urbana de Abdalmalik. Ibn Zaydun estaba enfermo. Desde hacía seis meses luchaba contra una misteriosa dolencia que le producía punzantes dolores de cabeza y constantes desvanecimientos. Por eso había tenido que declinar la invitación a visitar el al–Qasr esa mañana. Los recibió sentado en una litera, recostado sobre cojines, con el rostro demacrado y una expresión tensa, producida por el incesante dolor. Pareció tomarse más en serio de lo que Ibn Ammar había esperado la noticia de lo ocurrido en Sevilla.

—No contaba con una resistencia tan intensa —dijo, pensativo—. No desde tan pronto.

—La cuestión es si los disturbios fueron provocados conscientemente o si expresan un descontento general —dijo Ibn Ammar.

—Creo que son ambas cosas a la vez —dijo Ibn Zaydun—. Naturalmente, uno puede encender el fuego, pero no en tan poco tiempo. No sin brasas. En algún lugar del bazar debía de estar ardiendo bajo la superficie.

—Hasta hoy, ni yo mismo sabía con certeza qué decidiría el príncipe —dijo Ibn Ammar—. Me pregunto por qué estaba tan segura la gente del bazar.

—Los rumores son más poderosos que la información —dijo Ibn Zaydun con una sonrisa cansada—. Es natural que tengan miedo, y los pequeños más que los grandes. Los cargadores de los suks y los obreros del puerto tienen claro que serán los primeros en perder el trabajo si disminuye el comercio.

—Pero ¿quién aviva los rumores? —preguntó con impaciencia Ibn Ammar.

Ibn Zaydun se tomó su tiempo antes de responder. Cerró los ojos, como si tuviera que proteger sus pensamientos del dolor que lo atormentaba.

—De un buen comerciante se puede esperar que huela un negocio. ¿Por qué ese mismo sentido que le permite hacer buenos negocios no iba a servirle también para predecir devenires políticos? ¿No tiene por fuerza que ser especialmente sensible a esos devenires que perjudican sus negocios?

—Eso no responde a mi pregunta —dijo Ibn Ammar.

—No creo que nadie avive intencionadamente unos disturbios —dijo Ibn Zaydun, sin dejarse apremiar—. Los grandes comerciantes intercambian sus temores en tiendas y despachos. Sus escribanos y ayudantes cogen al vuelo alguna frase y la transmiten a otros, y cuando los rumores llegan hasta la gente de la calle ya han crecido tanto que infunden pánico. —Movió la cabeza, como buscando un apoyo que lo ayudara a soportar el dolor—. Es natural que tengan miedo. Y nosotros sabemos, además, que su miedo no es infundado. Si la corte se traslada a Córdoba, Sevilla se convertirá en una provincia, y eso la gente del bazar también lo sabe.

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