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Authors: Frank Baer

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El puente de Alcántara (81 page)

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SEVILLA

LUNES 18 DE RABÍ II, 463

23 DE ENERO, 1071 / 18 DE SHEWAT, 4831

En Alcalá habían cogido a un ladrón, un hombre llamado al–Bazi al–Ashhab, que asolaba la región desde hacía años, un maestro en el arte de forzar cerraduras y en el de buscar ocasiones para robar. El qadi lo había hecho crucificar en la carretera que llevaba a Sevilla, junto a un pozo, para que lo viera la mayor cantidad de gente posible. El hombre colgaba, pues, de la cruz, lejos ya de este mundo, pero aferrándose aún a la vida. A sus pies, su mujer y su hija, acurrucadas en el suelo, se lamentaban:

—¿Quién cuidará ahora de nosotras, al–Bazi? ¿Qué haremos cuando ya no estés?

Entretanto, pasó un campesino con una mula, cargada con dos cestos en los que llevaba un montón de ropa y cosas por el estilo. El ladrón le habló:

—¡Maestro! —gritó hacia abajo—. Mira lo que me han hecho. Mira la penosa situación en que me encuentro. ¿No me harías un favor?

—¿Cuál? —preguntó con desconfianza el campesino.

—¿Ves ese pozo? —dijo el ladrón, señalando con la cabeza en dirección al pozo—. Poco antes de que me cogiera la Shurta arrojé allí una bolsa con cien dinares. Sácala y nos repartiremos el dinero. La mitad para ti, la mitad para mi pequeña hija y su madre, a las que no puedo dejar en este mundo sin un dirham.

El campesino estuvo de acuerdo. Dio la mula a la mujer para que se la sostuviera y bajó al pozo con una soga. Como dice el refrán, el pájaro ve el cebo a una milla, y no ve la red que tiene al lado.

Cuando el campesino hubo llegado al fondo del pozo, la mujer cortó la soga, sacó lo más valioso de los cestos de la mula, tanto como podía cargar, y puso pies en polvorosa con su hija.

El campesino gritó pidiendo ayuda desde el fondo del pozo, pero era mediodía, y el día más caluroso del año. Pasaron horas hasta que, por fin, pasó uno que lo ayudó a salir de su lamentable situación.

El campesino contó su historia entre sollozos y la gente se rió de él. La historia se difundió. Al atardecer ya había llegado a Sevilla. A la mañana siguiente llegó a oídos de al–Mutamid. El príncipe se rió a más no poder y ordenó que trajeran al ladrón a su presencia.

—¿No tienes miedo de la cólera de Dios, puesto que piensas en robar incluso estando al borde de la muerte? —le preguntó.

—¡Ay, excelentísimo señor! — respondió al–Bazi al–Ashhab—. Me he pasado toda la vida robando, ¿por qué iba a traicionarme a mí mismo en el momento de la muerte?

—Si te dejo en libertad y te asigno una paga fija —dijo al–Mutamid—, ¿estarías dispuesto a dejar tu profesión?

—¿Cómo podría rechazar una oferta que me salva la vida? — dijo al–Bazi al–Ashhab.

El príncipe lo indultó de inmediato y dio instrucciones al Sahib asd–Shurta para que lo empleara como policía. Así la gente de Sevilla no sólo tuvo ocasión de reírse con un ladrón taimado, sino que además pudo alegrarse de tener un príncipe astuto y generoso.

La historia ocurrió poco antes de la conquista de Córdoba. Desde entonces, se había contado en la corte una buena docena de veces. Se la contaban a cada nuevo convidado, y el príncipe nunca parecía hartarse de oírla. La historia lo presentaba como a él le gustaba verse: el monarca bondadoso, admirado y querido por sus súbditos; el príncipe de cuentos de hadas, que conversa con la mayor franqueza con pequeños ladronzuelos y endereza su rumbo con regia indulgencia.

Al principio Ibn Zaydun, el hadjib, e Ibn Ammar habían intentado recomendarle que guardara una mayor reserva, que se mantuviera más digno e inasequible, pero el talante natural del príncipe no se prestaba a ello. Tenía treinta y un años de edad, y desde hacía casi dos era el amo absoluto del reino más poderoso de Andalucía, pero seguía siendo el mismo príncipe alegre y despreocupado de su juventud. Ya su aspecto exterior poco tenía que ver con una dignidad inaccesible. Era bajo y regordete, mofletudo y chato, un niño grande y dueño de una gran energía física. Hablaba mucho, reía demasiado fuerte y bebía desmesuradamente. Se jactaba de su virilidad y de los cuatro hijos que había tenido hasta entonces. Le encantaba enderezar herraduras con las manos desnudas y hundir clavos con los puños hasta atravesar tablones del grueso de un pulgar. Le encantaba —como antaño a Harún ar–Rashid, el califa— recorrer la ciudad disfrazado y perderse en aventuras amorosas que, sin que él lo supiera, eran cuidadosamente preparadas de antemano por Ibn Ammar. Y, sobre todo, le encantaba ser amado; no como príncipe, sino por su propia persona.

Los sevillanos lo amaban como él quería que lo amaran. Tenían buenos motivos para hacerlo. Su lujosa corte atraía a la capital toda la riqueza de la región. Era más bien el egoísmo lo que daba alas al amor de los sevillanos, pero al–Mutamid no lo veía así. El se sentía amado de verdad, y eso lo hacia feliz. La crítica, la oposición, la hostilidad podían sumirlo en la inseguridad. Ibn Ammar, para su propio desconcierto, había tenido ocasión de darse cuenta de ello en Córdoba.

Los grandes proyectos encaminados a convertir Córdoba en la capital del reino, para conquistar desde allí toda Andalucía y unirla bajo el gobierno del al–Mutamid, terminaron fracasando debido a esta inseguridad del propio príncipe. Y para ello no había hecho falta más que una pizca de astucia femenina. Itimad, la princesa, había llegado a la ciudad con gran pompa. Había escuchado entusiasmada los proyectos arquitectónicos del príncipe y, por debajo, había urdido sus hilos para convencerlo de regresar a Sevilla. Un par de discretas alusiones a la nobleza de Córdoba, que prefería ver al príncipe en Sevilla, unos pocos miles de dirhams de plata repartidos entre la gente de los suburbios, y el viernes siguiente, cuando al–Mutamid acudió con ella a la mezquita principal y su nombre fue mencionado, la gente que ocupaba las filas posteriores reaccionó con exclamaciones de disgusto y arrojando los cojines hacia las primeras filas. El príncipe había huido rápidamente de la maqsura de la mezquita, y una semana después ya estaba camino de Sevilla.

La gran oportunidad se había desperdiciado. En Córdoba, el puesto de gobernador fue ocupado por Ibn Martin un comandante militar sin ninguna visión política. La princesa, en el mayor silencio, había recibido de los señores del bazar un regalo de ciento veinte dinares. Y al–Mutamid residía nuevamente en Sevilla.

Había que tener paciencia con ese príncipe. No era un hombre de acción como al–Mutadid, su padre, cuya ambición no hacía más que verse reforzada por cualquier forma de oposición. Al–Mutamid tampoco poseía la dureza y la tenacidad de su padre. Era caprichoso y voluble como un niño. Su cólera era enojo; su entusiasmo, tan sólo fuegos fatuos. Era un príncipe hecho para los días hermosos, que prefería rodearse de hombres con buena pluma antes que de ambiciosos comandantes militares y rigurosos qadis. Pero precisamente eso hacía que la vida en la corte fuese tanto mas agradable. Al–Mutamid era un señor encantador, dueño de una generosidad y un desprendimiento que lindaban en el despilfarro. Sus manos abiertas atraían a artistas procedentes de los cuatro puntos cardinales: aventureros ilustrados de Bagdad y Alejandría; poetas de Sicilia que huían de los normandos; arquitectos y artesanos de Bizancio; literatos, músicos y científicos de todos los rincones de Andalucía.

Inmediatamente después de asumir el poder, al–Mutamid había reemprendido la construcción del nuevo palacio, en las colinas del otro lado del río, que su padre había abandonado. Ahora que el proyecto de Córdoba había sido aplazado, el príncipe se entregó con toda su pasión constructora a los trabajos de embellecimiento del nuevo palacio. Había mandado construir una imponente sala de audiencias, flanqueada por siete salones secundarios. Los suelos estaban cubiertos con azulejos lisos y multicolores; las paredes, revestidas con artesonados dorados; las cúpulas y bóvedas, pintadas con escenas de la vida cortesana, señores cazando con halcones y damas jugando al ajedrez bajo la música de unas muchachas y servidas por pajes, escenas tan vivas que parecían moverse en el juego de luces y sombras.

Esa noche, la sala, que había recibido el nombre de ar–Tarayya, era por vez primera escenario de la velada semanal en la que al–Mutamid, desde su regreso de Córdoba, reunía regularmente a sus amigos más íntimos y a sus ilustres visitantes. Primero había tenido lugar una inauguración oficial, a la que también habían asistido los dos hijos mayores del monarca, los qadis de la ciudad y numerosos representantes de la nobleza y funcionarios de la corte. Los sirvientes del palacio habían salpicado la sala con litros de agua de rosas, para ahogar el olor a pintura fresca. Había tocado la orquesta de la corte, juglares y bailarinas habían presentado sus números, y los poetas cortesanos habían alabado en extensos panegíricos la magnificencia del edificio y el genio de su constructor. Luego, la mayoría de los convidados habían sido despedidos, y el príncipe se había retirado con el reducido círculo de las reuniones de los lunes al salón secundario, adornado con especial riqueza, que remataba el extremo anterior de la sala.

Al–Djawhara, la cantante persa y favorita del príncipe, había acudido con sus dos músicas. También estaba allí Abú'l–Hadjdjadj, quien pasaba por ser uno de los más grandes eruditos de Sevilla. Y también Abú Marwan ibn Siradj, el científico; Ibn Salih ash–Shantamari, un aristócrata aficionado a la poesía y amigo del príncipe; Isaak ibn al–Balia, el astrólogo de la corte; el primer médico de cabecera del príncipe y algunos de los muchos poetas de la corte, entre ellos dos novatos que por vez primera tenían el honor de presentarse ante al–Mutamid. Sólo faltaba el hadjib, cuya enfermedad lo mantenía apartado desde hacia ya varias semanas. En su lugar había acudido su hijo, Abú Bakr ibn Zaydun, quien aún cobijaba la esperanza de suceder a su padre en el cargo de hadjib, a pesar de que, desde hacia meses, el príncipe lo trataba muy por debajo de lo que correspondía a ese rango, y de que el cargo estaba prometido a Ibn Ammar. También esa noche fue Ibn Ammar, y no el hijo del hadjib, quien ocupó el sitio de honor, a la derecha del príncipe.

Al–Mutamid estaba de un humor estupendo, y el vino dulce que escanciaban los criados aumentaba aún más su entusiasmo. Los limites de la convención habían sido derribados hacía ya un buen rato; la charla volaba, ligera, de un lado a otro; toda seriedad era ridiculizada; toda broma, contestada con otra broma. Cuando tocó el turno al primero de los dos poetas novatos y lo invitaron a sentarse en el escabel dispuesto para los recitadores al lado del príncipe, todos estaban tan animados que el muchacho no podía haber deseado un público mejor.

Era un joven serio de Yabiza, nadie había oído nada de él, pero tenía referencias de Valencia y, quizá, también de un mecenas secreto en la corte. En cualquier caso, el sahib al–inzal lo había incluido en la lista de aspirantes. Posiblemente hasta tenía talento, pero, para su desgracia, no tuvo el tacto suficiente para captar el ambiente de la velada. Recitó una densa qasidah, cuidadosamente pulida y construida según los cánones clásicos: primero, la llana busca de la amada; luego, la descripción de su desesperanzado viaje a Sevilla, y finalmente un himno de alabanza al príncipe.

Ya al terminar la primera parte, que narraba en versos muy elegidos cómo el poeta encontraba al borde de un oasis el campamento abandonado de su amada, atizaba las cenizas de la hoguera de su amada, bebía del cubo del pozo, del que también ella había bebido, y seguía las huellas dejadas por la muchacha en la arena del desierto, ash–Shantamari se inclinó hacia al–Mutamid y dijo sin ningún recato:

—¿Por qué no mea también donde ella había meado?

El príncipe se tragó una carcajada, y de momento todos supieron contenerse. Sólo cuando el joven poeta terminó de recitar, cayeron sobre él.

—Recita como si viniera de Bagdad. Hace rimas como al–Buhturi. Pero cada verso que escribe dama: ¡nunca lo logra! — comentó con seca seriedad Ibn al–Qasira, uno de los poetas de la corte. La qasidah tenía quizá algunas cualidades, pero tras este comentario no quedó nada de ella. El joven poeta se hundió en su escabel.

Al–Mutamid se inclinó hacia Ibn Ammar.

—¿Quién es este hombre? —preguntó, divertido.

—El poeta más grande de Yabiza —respondió Ibn Ammar en tono de reverente admiración.

El príncipe lo miró interrogante.

—¿Yabiza?

—Una isla que está frente a las costas de Valencia, sometida al señor de Denia —aclaró Ibn Ammar.

El príncipe torció el gesto en una amplia sonrisa sarcástica.

—¡Ah, Yabiza! —dijo, desperezándose. Luego añadió con fingida seriedad—: El poeta más grande de Yabiza, ya entiendo. —Y volviéndose nuevamente a Ibn Ammar, preguntó—: ¿De qué tamaño dices que es esa isla?

Ibn Ammar pensó un instante.

—Cuando hace mal tiempo, a veces los marinos pasan de largo sin verla —dijo finalmente.

—¡Qué grande! —exclamó el príncipe, rompiendo en una carcajada—. ¡El poeta más grande de Yabiza! —Lloraba de risa, se estremecía de risa, dando sonoros manotazos sobre la espalda de Ibn Ammar—. ¿Qué te parece…, si le damos cincuenta dinares…, le bastarán para el viaje de regreso?

—No sólo le alcanzará para el viaje —dijo Ibn Ammar—. Con esa cantidad hasta puede comprarse toda la isla.

El príncipe prorrumpió en carcajadas y, reventando de risa, hizo una señal a un paje para que pagara al poeta. El joven abandonó la sala con la cara roja de vergüenza.

Ibn Ammar miró pensativo al segundo novato, que estaba sentado junto a Abú'l–Hadjdjadj. Venía de Murcia. También éste era joven, no más de veinticinco años. Hasta ahora no había dicho una sola palabra, sólo había hecho los honores al vino y observado al grupo con ojos atentos. Lo tenía difícil tras la presentación anterior. Al–Mutamid tenía un gran corazón, pero también era proclive a burlarse de los demás. Todos los que estaban allí lo sabían. Todo aquel incapaz de mantener el tono era atacado rápidamente para divertir al príncipe. Ibn Ammar tenía un cierto interés en que el segundo novato no cayera como el poeta de Yabiza. Había prometido a Abú'l–Hadjdjadj que intercedería en su favor.

El viejo señor sentía una especial predilección por los jóvenes de buena planta; era conocido por ello en toda la ciudad, y él no hacía ningún intento por ocultarlo. Era un pederasta de la mejor especie, sensato, ingenioso, extraordinariamente culto. Ibn Ammar estaba intentando ganárselo desde hacía mucho tiempo. Abú'l–Hadjdjadj no sólo pertenecía a la familia más ilustre de Sevilla, sino que además, y sobre todo, era el maestro del príncipe heredero. Tenía acceso al harén de al–Muradid y, si se podía creer en los rumores de la corte, con el correr de los años había conseguido una especial intimidad con la princesa. Según se decía, la sayyida al–Kubra seguía sus consejos no sólo en cuestiones de buen gusto. Era un hombre enterado como ningún otro de los ires y venires de la corte. Ahora Ibn Ammar tenía, por fin, la oportunidad de hacerle un favor.

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