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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (37 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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—Era imposible, señor. Desde hace una semana han duplicado el número de guardias, ya ni siquiera podemos movemos libremente en el parque.

—¿Quién ha ordenado eso?

—Nadie lo sabe, sólo hay rumores. Uno de los khisyán afirma que la guardia se ha duplicado por orden de la Gallega. Pero yo no estoy segura.

—¿Por orden de la Gallega? —repitió Ibn Ammar, pensativo, y asintió—. Has cumplido bien con tu parte. —Al ver los ojos interrogantes de la muchacha dirigidos hacia él, añadió antes de darse la vuelta para marcharse—: Ten paciencia. Él está bien. Te traeré noticias suyas. Pronto. —Le había prometido reunirla con el sabí como recompensa por sus servicios. Le costaba trabajo mantener su mirada, no tenía ni la más remota idea de cómo podría cumplir su promesa.

Cuando volvió al salón, el enano colgaba, indefenso, cogido entre las nalgas de las dos negras. Sus cortas piernecillas pataleaban en el aire. El príncipe y sus amigos se retorcían de risa. Ninguno parecía haber notado la ausencia de Ibn Ammar.

Pensó en la Gallega. Lo había complicado todo. Sin ella hubiera sido tan sencillo: una concubina ambiciosa, un mozo más o menos parecido al príncipe heredero, al que después se hubiera hecho desaparecer, un khasi sobornable en el harén del palacio. Y la Gallega habría tenido su milagro, el nieto que tanto deseaba, el heredero de su poder. Pero la vieja sayyida no quería tenerlo tan fácil. No, no por un camino tan llano.

Había recibido a Ibn Ammar en su castillo de Aledo, un agreste nido rocoso en las montañas, a un día de camino al oeste de Murcia, por encima de la carretera que conducía a Lorca. Allí, Ibn Ammar le había hablado de Seth, el egipcio, y de sus cálculos y de las constelaciones favorables que esperaban a su hijo. Ella se había mostrado extremadamente desconfiada.

—¿Qué has planeado, muchacho? ¡Dime qué es lo que has planeado!

Él le había explicado sus planes: la fiesta, las actuaciones que prepararían al príncipe para el acontecimiento decisivo, para que hiciera el amor en la primera hora del día, que según las predicciones del astrólogo sería tan fértil.

Esto no había hecho más que aumentar su desconfianza.

—¿Crees en las cosas que dice ese charlatán egipcio?

—Quizá sea un charlatán, pero ha presentado un escrito con el sello del emperador Constantino Monómaco, en el que se confirma que muchas de las predicciones que hizo en la corte de Constantinopla se han cumplido.

—Pregunto qué piensas tú de él.

—Yo sólo sé que vuestro hijo cree en él, sayyida. Dios conceda que se cumpla su deseo, que es también el vuestro. Vuestro hijo cree en esas predicciones, está seguro de que son ciertas. ¿No es eso más importante que lo que yo opine? ¿No es ése el mejor punto de partida para ese importante día, para esa hora decisiva?

—Un buen punto de partida para un milagro, ¿eh? —había contestado ella con sarcasmo. Y luego había puesto sus condiciones: nada de concubinas, nada de esclavas recién compradas, tenía que ser una de las mujeres principales; nada de embarazos fortuitos, tenía que ser un hijo nacido de una cópula oficial; nada de asuntillos secretos en el harén del palacio; todo abiertamente, ante testigos, bajo los ojos de hombres dignos de crédito, bajo la vigilancia del camarero mayor.

—Mi hijo tiene cuarenta años y no ha engendrado ningún niño. Si se produce ese milagro, tendrá que estar más allá de toda duda. No puede caer ni la sombra de una duda sobre la paternidad de mi hijo.

Ibn Ammar había intentado hacer alguna objeción, disuadiría de sus duras condiciones:

—Al–Hakam ibn Abderramán, que Dios lo bendiga, tuvo su primer hijo a los cincuenta años, sayyida. Y nadie ha puesto en duda su paternidad.

—Él era el califa de Córdoba, el soberano de toda Andalucía. Nadie se hubiera atrevido a dudar de su palabra.

—Nadie dudará tampoco de vuestra palabra, sayyida.

Ella lo había contemplado desde sus ojos viejos y cansados y le había cogido fuertemente la muñeca.

—Escúchame, muchacho —le había dicho—, tú has sido dueño de la atención de un príncipe al que admiro mucho. Quiero ser sincera contigo. Hay muchos que se inclinan ante mí, es verdad. Pero no hincan la rodilla ante al–Djilliki, la Gallega, sino ante la mujer del monarca, ante la madre del príncipe heredero. Yo no me hago ilusiones. Sé lo que ocurrirá cuando esté sola. —Lo había conducido hacia la delgada ventana que, desde el patio interior, daba a la gran muralla y los tejados de la pequeña ciudad que se extendía sobre el estrecho saliente de la montaña. Desde abajo llegaba el sordo golpeteo de las almádenas—. Como ves, he mandado reforzar las murallas de mi castillo de Aledo. Es sólo una medida de precaución. Los caminos del Señor son inescrutables. No temo por mí; me preocupo por los que me han sido fieles. —De pronto, había cogido a Ibn Ammar del cuello de su túnica, le había acercado la cabeza y, con el rostro del poeta a menos de un palmo del suyo, le había implorado con voz sofocada—: Dame ese nieto, Ibn Ammar, dame ese nieto.

Y él había comprendido que la aguda inteligencia de la Gallega no podía creer en un milagro, pero que deseaba ese milagro de todo corazón, hasta el punto de estar dispuesta a dejarse engañar, si era necesario. Sin embargo, esto sólo bajo unas condiciones que prácticamente excluyeran la posibilidad de un engaño. Y eso era precisamente lo que esperaba de Ibn Ammar: un engaño, tan finamente tejido que fuera imposible distinguir la puntada falsa; un engaño puesto en escena con tal refinamiento que nadie, ni siquiera ella misma, fuera capaz de advertirlo.

Entre tanto, ya se acercaba la mañana, y empezó la parte de la fiesta que debía llevar al príncipe a hacer el amor. El espacio libre que había frente a la tienda se llenó de animales que estaban bajo el signo de Venus y Júpiter. Muchachas y jóvenes mozos interpretaban el papel de los animales. Un pavo real pasó muy ufano, seguido por sus hembras. Tenía la corona adornada con lapislázuli y arrastraba tras de sí su larga cola de plumas, que abrió formando una rueda resplandeciente. Siguió una pareja de gacelas; el macho con la cabeza erguida y largos cuernos curvados. Luego entró un rebaño guiado por un carnero negro, representado por un sudanés alto y delgado. La chirimía apagó el sonido de los laúdes para entonar una lenta y pausada melodía pastoral. Una rana salió de un salto del bosquecillo de palmeras, una rana gorda y de enorme boca, cuya sedosa piel verde y brillante sin duda ocultaba a una mujer, gorda pero muy ágil. Otra rana, más pequeña y delgada, seguía a la anterior y daba altísimos brincos a su alrededor. Dos tórtolas se posaron en el borde del pozo y empezaron a picotearse. De pronto, empezaron a apagarse las luces alrededor del asiento de príncipe, una tras otra, hasta que finalmente sólo quedó iluminado el espacio dejado frente a la tienda. Y mientras la chirimía, acompañada por los laúdes, entonaba suspirantes y zalameros reclamos amorosos, los animales empezaron a girar unos en torno a otros, a bailar, a cortejar.

El carnero negro eligió una oveja de su rebaño; el pavo real mostraba solemnemente su celo a la pava; el palomo iba y venía junto a su paloma con pasitos cortos y la cabeza tirada hacia atrás; la rana pequeña desesperaba intentando trepar al lomo de su gorda hembra. Era un juego que Ibn Ammar había ideado años atrás, en Silves, para el joven príncipe Muhammad ibn Abbad. Aquella vez ellos mismos habían interpretado el papel del pavo real y el carnero, y habían imitado con las muchachas disfrazadas el juego amoroso de los animales, la delicadeza de las gacelas, el ridículo comportamiento ufano del pavo real, la bestial avidez del carnero, incapaz de decidir a cuál oveja de su rebaño montar primero. Esta vez se trataba sólo de una representación estilizada, de una insinuante puesta en escena con el fin de poner al príncipe heredero en el estado anímico oportuno.

Cada pareja salía al primer plano, mostraba sus galanteos, se retiraba para dejar paso a la siguiente pareja y luego volvía a acercarse, continuando el ritual del acercamiento y el rechazo y el nuevo acercamiento. Manos invisibles apagaban las lámparas, oscurecía poco a poco, como si estuviera cayendo la noche, mientras ahora la gacela macho pasaba por tercera vez al primer plano y dejaba ver que llevaba un balanceante falo de marfil.

El príncipe heredero estaba nervioso. Estaba ya muy bebido, en la comisura de sus labios latía otra vez un tic, y sus movimientos eran inquietos e incontrolados. Ibn Ammar lo observaba con creciente preocupación. Todo dependía de que al amanecer, cuando le llevaran a la mujer, el príncipe se encontrara en un estado en el que pudiera parecer creíble que era capaz de hacer el amor con ella. Si bebía hasta perder la conciencia, todo habría sido en vano. Había demasiados testigos, los camareros, los eunucos del harén, las muchachas, las músicas. Demasiados ojos y oídos que lo registrarían todo, y entre ellos, sin duda, habría también algunos espías del hermano del príncipe, Muhammad ibn Tahir. Ese mismo día ya se habría enterado toda la gente importante de Murcia.

Frente a la tienda, el pavo real montó a la hembra agachada frente a él y abrió su abanico, ocultando a ambos de las miradas de los espectadores. Ya sólo ardía una lámpara. Se había hecho de noche en el salón, mientras fuera apuntaba el alba. El camarero mayor entró para invitar a salir a los convidados, y del bosquecillo de palmeras salieron dos esclavas abisinias encargadas de acompañar al príncipe a la tienda. Hassún ibn Tahír todavía estaba en condiciones de levantarse por sus propias fuerzas; se mantenía de pie sin problemas, y siguió a las muchachas sin vacilar. Ibn Ammar vio la escena aliviado, antes de que el camarero mayor cerrara la puerta detrás de él.

Ibn Ammar acompañó a los otros convidados a la planta baja, donde había sido preparado un lugar en el que descansar durante las horas siguientes, mientras el príncipe recibía a la mujer principal elegida. Pero el poeta no se acostó allí, como los otros, sino que se dirigió al pabellón que ocupaba en el ala de invitados de la casa. Una vez allí, se dio un breve baño, se sentó desnudo frente a la chimenea y se frotó el miembro con un ungüento que una vez le había recomendado uno de los médicos de cabecera del príncipe de Sevilla. El ungüento se componía de diez lombrices de tierra mezcladas en el mortero con tres dirhem de pez y un cuarto de dirhem de sal amoniacal, todo ello convertido en una fina pasta con aceite de oliva y de jazmín. Ibn Ammar se estuvo frotando un largo rato, hasta que el miembro se le puso rojo, y se untó la misma crema aceitosa también en los testículos y las caderas. Hecho esto, bebió tres yemas de huevo batidas junto con la médula y el cerebro de un gorrión macho, y comió tres cucharadas de una pasta que la criada, siguiendo sus instrucciones, había preparado mezclando dos partes de miel de abeja espumada con una parte de zumo de cebolla y calentándola a fuego lento hasta que se consumiera todo el liquido. Luego se vistió con la hulla color azafrán que la criada le había ofrecido. Hizo todos los preparativos con la minuciosidad de un barraz que se alista para un duelo.

Ya estaba listo cuando pasó a recogerlo el criado, poco antes de empezar la segunda hora del día. Se sentía fresco y estaba rebosante de confianza en sí mismo. En apenas una hora llegaría la sayyida a ver por sí misma la sábana manchada de sangre que demostraría el éxito de la cópula. Antes de que eso ocurriera, y si todo marchaba bien, Ibn Ammar le habría dado el nieto que tanto deseaba. Él no fracasaría. Que después naciera un niño o una niña, eso ya quedaba en manos de Dios.

Cuando entró en el salón con los otros convidados, la luz seguía siendo mortecina; el ambiente, denso por el alcanfor y el almizcle. A través del salón se había tendido una cortina blanca de dos hombres de altura, y tan gruesa que la tienda, oculta tras ella, apenas podía vislumbrarse como una sombra amarillenta.

El camarero mayor, de pie en la entrada, golpeó el suelo con su vara y, tras pronunciar una bendición protocolaria, empezó a anunciar al príncipe heredero, quien seguía en el interior de la tienda, el regreso de sus convidados.

Hassún ibn Tahir lo interrumpió:

—¡Suficiente! ¡Es suficiente! —gritó—. ¡Sentaos, amigos! ¡Sentaos! ¡Bebed! ¡Hacedme compañía! —Su voz sonaba como una trompeta. Ibn Ammar nunca lo había visto tan eufórico en la mañana siguiente a una fiesta, tan entusiasta, de tan buen humor. Sin duda, la mujer había seguido las instrucciones de Ibn Ammar, haciendo creer al príncipe que había cumplido con su deber. La primera parte del plan se había cumplido—. ¡Escuchad, amigos! —gritó el príncipe desde el interior de la tienda—. ¿Qué os parece esta idea? Si Dios me concede ese hijo, mandaré fundir dos esferas para la punta del minarete de la mezquita principal de Murcia, Venus y Júpiter, cada una de dos palmos de diámetro y de plata repujada. ¿Qué os parece?

Sus dos amigos nobles, todavía medio dormidos y medio borrachos, sólo ahora parecían haber comprendido de qué se trataba todo aquello. Se levantaron de un brinco, olvidando todas las convenciones.

—¡Hassún, Hassún, qué dices!

Lo felicitaron y lo colmaron de bendiciones, como si el niño ya hubiera nacido.

—¡Vino para mis amigos! —gritó el príncipe desde la tienda—. ¡Bebed, amigos, bebed conmigo!

Ibn Ammar se mantuvo rezagado y esperó hasta que el egipcio hubo leído el horóscopo del niño augurado por las estrellas, estrellas que no dejaban la menor duda de que nacería un hermoso niño, atendiendo a cada rincón del salón y fijándose en cada movimiento. De momento sólo se veía al paje que les servia el vino y al camarero mayor, que vigilaba la entrada y la cortina que colgaba ante la tienda. Ibn Ammar observó la cortina de la puerta que conducía a las habitaciones secundarias. Todas las cosas de comer y beber que sirvieran al príncipe y a la mujer que estaba con él tenían que llegar por esa puerta. Pero hasta ahora no había podido ver a ninguna criada. Tampoco las músicas estaban ya en el salón, aunque podía oírse una melodía. Probablemente estaban tocando fuera, debajo de algún cono acústico que desembocaba en la cúpula.

Entonces, de repente, un ligero sonido de palmas salió de la tienda. Ibn Ammar pudo ver a través de la cortina que algo se movía frente a la tienda, y se le hizo un nudo en el estómago al advertir que se trataba de una criada agachada que ahora se ponía de pie y, haciendo una profunda reverencia, recibía un orden. Ibn Ammar podía seguir cada uno de los movimientos de la criada a través de la cortina, podía incluso distinguir que la criada era negra. Por un momento se quedó paralizado. Lo había previsto todo, pero no que una criada vigilara la entrada de la tienda. ¿Por qué no lo había impedido la mujer? Ella debía saber que eso lo estropeaba todo, frustraba todo el plan. ¿Por qué no había hallado algún pretexto para despedir a la criada?

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