El puente de Alcántara (34 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Habían escoltado a don Alvito a su nuevo alojamiento, en la iglesia del arzobispo de Sevilla, situada en el centro de la ciudad, cerca del río. La habitación asignada a Lope y los otros mozos se encontraba en un pasillo que unía la iglesia con la casa del arzobispo. El lecho de enfermo preparado para don Alvito había sido colocado en la misma iglesia, en un coro alto, encima del altar.

Volvieron a escucharse las voces. Esta vez Lope estuvo seguro de que venían de la iglesia y creyó oir entre ellas también la voz de don Alvito. Su voz parecía excitada, casi furiosa. Lope se levantó sin hacer ruido y salió al pasillo andando a tientas. Bajo la puerta que daba a la iglesia brillaba una estrecha franja de luz. Lope prestó atención a lo que decían las voces al otro lado de la puerta.

—¿Qué tiene que ver el abad? —oyó decir a la voz de don Alvito.

Una segunda voz le contestó, pero tan bajo que no se podía entender lo que decía. De pronto, Lope oyó un ruido detrás de él, en el otro extremo del pasillo. Se abrió una puerta y el resplandor de una lámpara bailó sobre la pared. Lope se escabulló introduciéndose a hurtadillas en el interior de la iglesia y, al amparo de la pared, se deslizó hasta un rincón ocultó por una columna truncada.

—¿Cómo puede el abad tener la osadía de contravenir tus órdenes? —escuchó decir a don Alvito. El obispo estaba de pie, dando la espalda al altar. Uno de sus dos capellanes le servía de sostén. Frente a él, junto a la barandilla del coro, estaba el arzobispo.

—El monasterio es autónomo, no está subordinado a mí —dijo el arzobispo.

Por el pasillo en el que había estado Lope hacía apenas un instante, llegó ahora el arcediano, que, nada más entrar en la iglesia, se precipitó sobre don Alvito con los brazos extendidos en ademán de ruego.

—Excelentísimo señor, vuestra salud…

El obispo agitó los brazos y mandó callar al arcediano con un áspero movimiento de la mano.

—¡Déjame en paz, mi salud está bien!

Añadió una severa orden en latín, que Lope no entendió.

—Además, tampoco es cosa del abad —continuó el arzobispo—. Tú mismo lo oíste ayer. Él estaría dispuesto. Es el capítulo el que se opone.

El arzobispo tampoco estaba solo. Lo acompañaban un capellán y dos canónigos.

—¿Cómo pudiste prometernos en Mérida que nos entregarías la santísima reliquia sabiendo que pertenece al monasterio, y que el monasterio es autónomo? —preguntó el obispo, furioso.

—Tenía mis esperanzas puestas en el abad. Confiaba en que también el capítulo comprendería nuestra difícil situación. Pensaba que quizá estarían dispuestos a llegar a un acuerdo, un intercambio, probablemente, o una repartición.

—Nunca se habló de una repartición —le echó en cara don Alvito.

—También confiaba en tu comprensión, hermano. Intenté describirte la difícil situación en que se encuentra nuestra comunidad aquí, bajo la espada de los infieles, de los hijos de Ismael, de los enemigos de Cristo. —El arzobispo hizo la señal de la cruz y continuó con voz susurrante—: Estamos expuestos a los caprichos del príncipe y del qadi de esta ciudad. Estamos sometidos a numerosas limitaciones en el ejercicio de nuestra doctrina.

—A mí no me lo ha parecido —lo interrumpió don Alvito, nervioso—. Por el contrario, estoy más bien sorprendido.

—Te engañas, hermano —respondió el arzobispo con voz temblorosa—. Son muchos los lobos que amenazan mi grey. Y es sólo mi preocupación por mi rebaño lo que me ha obligado a hacer ciertas concesiones. Pero tú ya debes saber, hermano, que tu deseo de llevarte a León los santísimos huesos de Santa Justa nos ha sumido en el más hondo conflicto de conciencia.

—¡No es que yo lo desee! ¡No es que yo lo desee! —lo interrumpió don Alvito, elevando la voz—. Fue la propia mártir quien expresó ese deseo cuando se apareció a nuestra señora, doña Sancha, reina de León. La propia santa ha pedido que sus santísimos huesos sean liberados del yugo de los paganos.

—Pero cómo puede ser posible —replicó al instante el arzobispo—. ¿Cómo puede ser posible que la santa exprese un deseo así y después ella misma impida que se cumpla el deseo?

—¿Que ella misma lo impida? —contestó don Alvito, incisivo—. ¿Es ella quien lo ha impedido? ¿No dices, acaso, que el abad, los monjes del monasterio, han escondido los huesos? ¿No los han llevado ellos a un escondite secreto?

—No he dicho que los hayan escondido. No he dicho de qué manera se han perdido. Sólo he dicho que han desaparecido. Han desaparecido misteriosamente.

—Dijiste que el abad y el capítulo se habían negado a entregar los huesos. ¿Cómo pueden negarse a entregar algo que ya no tienen?

—Tienen el relicario, y creían que los huesos descansaban dentro del relicario en el que han estado siempre. Pero ayer, después de nuestra conversación, abrieron el relicario y estaba vacío.

—¿Que el relicario estaba vacío?

—Así es. Estaba vacío, a pesar de que ninguna criatura viviente lo había tocado. Ni el abad, ni los hermanos. Están dispuestos a jurar que ninguno de ellos ha tocado el relicario.

—¿Están dispuestos a jurarlo? —preguntó don Alvito, incrédulo.

—Están dispuestos a jurarlo sobre el altar de la santa —respondió el arzobispo con voz firme. Estaban de pie uno frente al otro, a un brazo de distancia, mirándose fijamente, como si cada uno hubiera apostado que él no sería el primero en desviar la mirada.

Unos instantes de silencio, de tenso silencio en la altísima nave de piedra de la iglesia, débilmente iluminada por tan sólo dos cirios del altar. Lope se acurrucó aún más en el rincón. Lo embargaba un miedo paralizador de que el arcediano pudiera descubrirlo. Siempre que se topaba con aquel hombre macilento y terriblemente estricto sentía temor.

Finalmente volvió a oírse la voz de don Alvito:

—No encuentro ninguna explicación —dijo lentamente, tomando aire después de cada palabra—. Si no fue la santa mártir Justa la que se apareció a nuestra señora, la reina, entonces ¿quién fue? —Se volvió en busca de ayuda hacia el crucifijo que colgaba sobre el altar, en el centro del retablo—. ¿Es posible que nuestra reina, cegada y subyugada por el resplandor de la aparición, haya pensado que tenía frente a ella a la santa mártir, mientras que en realidad no era Santa Justa sino algún otro? ¿Se puede explicar así esta innegable contradicción?

El arzobispo levantó los brazos en gesto de rechazo, pero don Alvito no se dejó interrumpir:

—La reina dijo que la aparición tenía en la mano una rama o una vara. ¿No podría tratarse de un bastón de pastor, del bastón de pastor de un obispo?

—¡Hermano en Cristo! —lo interrumpió el arzobispo con la voz temblorosa de excitación.

—El báculo de un santo obispo —añadió don Alvito, imperturbable.

El arzobispo se acercó tanto a don Alvito que éste ya no pudo hacer como si no lo viera.

—¡Don Alvito! —dijo, sumamente excitado—. Ayer estuvimos de acuerdo ante el hadjib del príncipe en que éste no era tema de negociación.

—Ayer todavía no sabíamos que el relicario de Santa Justa había reaparecido, pero no sus santísimos huesos —dijo don Alvito con fría dureza.

El arzobispo lo cogió del brazo.

—Hermano —dijo suplicante—, como siervo del Señor y siervo de su Iglesia no puedes pedirnos algo que no podemos darte. No puedes cargar sobre tu conciencia el peso de llevarte al protector de nuestra fe, al piadoso santo que nos ampara en nuestras necesidades; no puedes llevártelo de esta ciudad, que fue la suya, de esta iglesia, que fue la suya, de esta tumba, en la que descansa desde que Dios tuvo a bien llamarlo a su lado. No, no te atreverás, hermano.

Lope vio que el arzobispo miraba fijamente el altar, donde había un cofre dorado guarnecido con piedras preciosas. Y comprendió a qué se refería el arzobispo. Al anochecer, tras su llegada a la iglesia, el arzobispo y don Alvito habían celebrado una misa y habían sacado de la cripta, en procesión solemne, un relicario dorado que habían colocado luego sobre el altar. El relicario de San Isidoro. Don Alvito había anunciado en su sermón que la noche anterior San Isidoro se le había aparecido en sueños y había aliviado milagrosamente su enfermedad. Gracias a la mano bendita de San Isidoro había podido abandonar su lecho de enfermo. Sólo gracias a la intercesión del santo ante Dios estaba nuevamente en condiciones de decir una misa.

También ahora se mantenía en pie muy erguido, como si la enfermedad lo hubiera abandonado por completo. Su respiración era serena y su voz sonó firme cuando contestó al arzobispo:

—¿Cómo iba a atreverme a pediros algo que no queréis entregar libremente y de todo corazón tú y los sacerdotes de tu iglesia y la gente de tu comunidad? —dijo don Alvito en tono solemne—. ¿Cómo iba a atreverme yo, un humilde siervo de nuestro Señor y un miserable pecador ante sus ojos? ¡Cómo podría atreverme! —Hizo la señal de la cruz, se inclinó ante el altar y se quedó así unos instantes, como si estuviera rezando una oración. Permaneció un largo rato en silencio, contemplando el relicario dorado. Después se levantó de repente y continuó, en tono de sermón—: Pero ¿cómo voy a callar, cuando el propio santo quiere que hable? Cuando él mismo me ha hablado por boca de la reina, nuestra señora. ¿Cómo voy a callar, cuando él mismo nos ha dado una señal para advertirnos que el mal se cierne sobre él y sobre todos los cristianos de esta ciudad…?

—¿Qué señal? —gritó el arzobispo, furioso—. ¿Qué señal?

Don Alvito fingió que no lo oía y gritó aún más fuerte para acallarlo:

—¿No tengo acaso que levantar la voz, si su santísimo cuerpo, que tanto amamos, corre peligro en la capital de los paganos? ¿No tengo acaso que prestarle ayuda, si me da una señal de que la paz de su tumba está amenazada por los apóstoles del anticristo?

—¿Qué señal? —gritó el arzobispo—. ¿Qué señal?

Don Alvito no lo oía, no lo veía. Se sacudió de encima la mano que le tiraba de la manga.

—¡Oremos, hermanos! —chilló con voz de falsete—. Oremos para poder reconocer la señal que nos dará. Oremos, hermanos. —Se arrodilló ante el altar y empezó a rezar. Sus dos capellanes se arrodillaron a su lado y el arcediano se quedó de pie detrás de él, como un gran ángel negro. Don Alvito rezó. Su voz potente y penetrante resonaba en la bóveda. Hablaba en latín, Lope no podía entender lo que decía. Tan sólo lo oía invocar una y otra vez el nombre del santo:

—¡Sancto Isidoro! ¡Sancto Isidoro!

Y los capellanes contestaban a coro:

Te rogamus. ¡Audi nos!

El arzobispo se quedó indeciso al pie de los peldaños que llevaban al altar. Luego se dirigió hacia su gente, que esperaba al otro lado de la barandilla del coro. Habían llegado otros tres hombres, sin que Lope lo advirtiera. Todos llevaban sotanas negras iguales a la del arzobispo. Los hombres se dirigieron al arzobispo gesticulando con vehemencia, juntaron las cabezas para cuchichear, miraron, con todos los síntomas de estar furiosos, hacia don Alvito, que seguía rezando en voz alta, arrodillado ante al relicario.

Don Alvito se levantó de repente y, extendiendo los brazos hacia el relicario y pasando nuevamente del latín al español, dijo en voz muy alta:

—Y abramos el cofre, hermanos míos, el venerabilísimo cofre que contiene los huesos del más bendito y santo de todos los obispos. Abramos el receptáculo que contiene sus restos mortales, para que nos dé una señal. ¡Una señal, hermanos! ¡Una señal!

Por un momento, el arzobispo pareció como petrificado, incapaz de moverse, mientras que don Alvito, apoyándose en sus capellanes, tiraba con fuerza de la tapa del cofre. Y levantó la tapa. Lope pensó que rugiría un trueno y que un rayo caería sobre él, testigo profano y oculto de un acto tan sagrado, y cerró los ojos. Pero no ocurrió nada. Ni rayos ni truenos, tan sólo la voz potente y penetrante de don Alvito, y cuando volvió a abrir los ojos vio que el obispo levantaba el brillante paño verde y dorado que cubría el contenido del relicario. Una nube de polvo quedó flotando a la luz de los cirios, y entonces vio también los huesos. Huesos marrones, grises por el polvo. Costillas, fémures, huesos innominados, unos encima de otros, y en el centro la calavera, con los dientes amarillentos, las cavidades de los ojos vacías y rígidas.

Don Alvito contempló los huesos con mirada extática y continuó rezando sus letanías, introduciendo entre cada frase una invocación a San Isidoro. El arzobispo seguía inmóvil junto a él, con los brazos a medio levantar, sin saber exactamente qué hacer. Sus capellanes intentaban arrancar de las manos a los capellanes de don Alvito la tapa del relicario, en una extraña lucha disimulada y muda, casi inmóvil, una lucha sostenida sólo con las manos, que se reemprendió una y otra vez hasta el final de las letanías, sin que ninguna de las dos partes consiguiera una ventaja decisiva.

Entonces, con un movimiento repentino, don Alvito metió ambas manos en el relicario, sacó la calavera, la sostuvo levantada a la altura de su rostro y le habló en latín, como si la cabeza del muerto pudiese escucharlo y entenderlo. Le estuvo hablando durante mucho, muchísimo tiempo, hasta que los brazos le empezaron a temblar por el esfuerzo y le falló la voz. Los capellanes se acercaron corriendo, lo sostuvieron y lo ayudaron a volver a meter la calavera en el cofre. El arzobispo se le acercó por la espalda, se inclinó sobre su oreja y le habló en un susurro. Estuvieron así un largo rato, rodeados por los capellanes, el arcediano y los canónigos vestidos de negro; un grupito de personajes oscuros, algunos de pie, otros de rodillas, en la escalinata del altar. Hasta que don Alvito ordenó a sus acompañantes con un autoritario movimiento de la mano que debían alejarse. El arzobispo también despidió a sus hombres, de modo que finalmente ambos ancianos se quedaron solos frente al altar y con el cofre abierto. Se arrodillaron uno junto al otro, hablaron conteniendo la voz, tan bajo que Lope no podía entender lo que decían. Sólo veía que se trataba de una discusión exaltada, de un violento cambio de palabras, como si se estuvieran escupiendo con palabras.

Finalmente, don Alvito volvió a sacar la calavera, la cogió metiendo tres dedos de la mano derecha en una de las cavidades de los ojos y la sostuvo así ante el arzobispo. Este se persignó horrorizado, metió también tres dedos en la otra cavidad y sostuvo la calavera desde el lado opuesto. Se quedaron así un momento, inmóviles, en silenciosa obstinación, la calavera en medio de los dos. De pronto, don Alvito empezó a tirar. El arzobispo tiró en el sentido contrario. Empezaron a tirar más fuerte, en silencio; sólo se escuchaba su respiración jadeante, un gemido fruto de su supremo esfuerzo. Hasta que, súbitamente, el hueso podrido y marrón cedió y don Alvito se tambaleó un tanto y cayó hacia atrás rodando por los peldaños del altar, de modo que Lope lo perdió de vista.

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