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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (38 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Vio de reojo que el camarero mayor abandonaba su postura de estatua, pegaba un oído a la puerta y comunicaba al príncipe que los centinelas habían anunciado la llegada de la sayyida. Vio que el camarero abandonaba el salón y la puerta se cerraba desde fuera. Ése era el momento que Ibn Ammar había previsto para el paso decisivo. El receloso vigilante tenía que dejar su puesto por unos instantes para recibir a la sayyida en el antepatio del palacio. Además, la vigilancia se había relajado ahora que parecía evidente que la cópula había terminado de manera satisfactoria para todos y la madre del príncipe heredero se encontraba a las puertas del palacio.

Ibn Ammar cogió el poema que llevaba en la manga y pidió permiso para recitarlo. Se sentía como un soldado que lucha a ciegas, aunque sabe que la batalla ya está perdida. Empezó a recitar, oyó las palabras que salían sordas y sin ritmo de su boca:

Al padre un hijo, Dios conducirá.

¡Al hijo seis hermanos, Él regalará!

Oyó el eco de su voz rebotando en la cúpula y se apresuró a terminar de recitar el poema, se apresuró tanto que, al acabar, temió haberse dejado algunos versos. Luego oyó la voz del príncipe heredero, que le ordenaba acercarse para darle un regalo. ¡El regalo! ¡La copa de plata! Tal como lo habían establecido. La mujer de la tienda estaba siguiendo exactamente sus instrucciones. Seguramente también habría cumplido todo lo demás: se habría hecho el pequeño corte para manchar de sangre la sábana; habría jadeado de placer lo bastante fuerte para satisfacer a todos los que escuchaban detrás de las puertas. Pero ¿por qué no habría encontrado algún pretexto para deshacerse de la criada?

—Ven, Abú Bakr —escuchó llamar al príncipe—. ¡Recoge tu recompensa!

Ibn Ammar caminó hacia la cortina con pasos rígidos, cruzó al otro lado, se acercó lentamente hacia la entrada de la tienda, donde esperaba la criada. Estaba de rodillas, con el rostro cubierto por un velo desde el que miraba fijamente al poeta. No era negra, más bien parecía una muchacha mestiza del Magreb. No bajó la mirada hasta que Ibn Ammar estuvo muy cerca.

Ibn Ammar se detuvo junto a la entrada de la tienda.

—Señor, me habéis llamado.

En el interior sonó un suave susurro, seda contra seda; luego la voz del príncipe heredero:

—Abú Bakr, tú debes tener la copa de la que he bebido esta mañana, esta feliz mañana.

Ibn Ammar vio una delicada mano de mujer saliendo entre las cortinas de seda amarilla. Recibió la copa y dijo:

—Señor, vuestra alegría de esta mañana me hace feliz, y vuestro regalo hace mi felicidad completa. Vio que la mano volvía a desaparecer entre las cortinas y miró a la criada, aovillada frente a él, con la cabeza entre las manos, la frente tocando el suelo. Y una demencial esperanza renació en Ibn Ammar. Si la criada continuaba en esa posición, quizá todavía era posible llevar a cabo también la última parte del plan. Tenía que ser posible.

La música sonaba más fuerte; Ibn Ammar imploró que siguiera a ese volumen.

—Señor —dijo—, permitidme mostraros mi agradecimiento y expresaros mi alegría con un pequeño libro, del que me atrevo a esperar que os guste.

Se sacó el libro de la manga.

—¿Qué libro? —preguntó el príncipe heredero.

Ibn Ammar lo oyó murmurar y vio que la mano de mujer volvía a salir por entre las cortinas; le entregó el libro. Quería responder, pero de pronto tenía miedo, la voz podía delatarlo. Se arrodilló junto al poste de la tienda.

—Es una pequeña antología de poemas de Abú Nuwas —dijo finalmente. No perdía de vista a la criada, que seguía aovillada a su lado en la misma postura. Y de pronto algo se movió en el borde inferior de la entrada de la tienda e Ibn Ammar vio salir por debajo dos pies blancos con las plantas pintadas de rojo alheña. Se acercó a la tienda arrastrándose de rodillas y recogió las mangas de su hulla, metiendo los brazos por el interior del traje. Las piernas de la mujer ya estaban fuera hasta la rodilla. Ibn Ammar estaba exactamente detrás de ella. Vio que la pared de la tienda se curvaba y que la mano de la mujer se esforzaba por levantar sobre sus muslos la pesada seda. Ibn Ammar intentó ayudarla, pero se enredó con los pliegues de su hulla, cuyo borde se le había atascado debajo de las rodillas, y, cuando por fin tuvo las manos libres, ya la mujer había conseguido levantar la seda de la tienda y colocarla sobre la redondez de su trasero. Ibn Ammar vio frente a él aquel culo, blanco como la leche, enmarcado por seda azafrán; era como un extraño animal que lo contemplaba desde la entrada de su cueva. Por un momento fue incapaz de tocarlo. Todo aquello le parecía tan irreal, tan ridículo, como si se encontrara en medio de una divertida bufonada, de una estúpida farsa. Hasta que, a pesar de todo, consiguió por fin echar el borde de su hulla sobre ese culo erguido y cubrirlo. No había ninguna diferencia entre el amarillo de la tienda y el amarillo de su hulla.

Se cogió el miembro y, de repente, se apoderó de él un miedo cerval a fracasar, a que pudieran faltarle las fuerzas para terminar lo que había preparado con tanto cuidado. Cerró los ojos, intentando evocar imágenes capaces de excitarlo. El encanto de la mujer del comerciante. Zohra en su ghilala rojo fuego, que apenas la cubría. Zohra desnuda adornada con sus collares de perlas y sus tintineantes brazaletes. Imaginó que la tenía frente a él, imaginó que escuchaba su voz. Escuchó la voz del príncipe.

—Que Dios te bendiga, Abú Bakr —le oyó decir—. ¡Este libro es una joya! ¿Dónde lo conseguiste?

Tenía la respuesta preparada. Se había representado mentalmente esa conversación tantas veces, que tenía preparada una respuesta para cada pregunta.

—Señor, vuestro elogio es como aceite sobre el fuego de mi alegría —dijo y, en ese mismo instante, sintió que el trasero de la mujer se apretaba contra él y que, para su asombro, su miembro se levantaba y endurecía. Y mientras empujaba con un suave movimiento, añadió—: Lo descubrí en casa de un médico de Murcia. Procede de Córdoba. El abuelo del médico se lo compró a un carnicero que lo había obtenido como botín en el saqueo del palacio del califa, durante la guerra civil, en la época de las grandes revueltas —lo dijo escuchando sus palabras. Se asombró de que brotaran tan llanas y fluidas, sin la mínima señal de nerviosismo o excitación. De pronto se sentía tan tranquilo como si estuviera arrodillado sobre una alfombrilla de oración; se movía sin prisas, con gran regularidad.

Intentó imaginar al príncipe recostado entre los cojines en la cabecera de su lecho, con el libro en las manos. La lámpara había sido colocada a propósito en la parte posterior de la tienda. No, Hassún ibn Tahír no se daría cuenta de nada de lo que estaba ocurriendo tan cerca de él: demasiados cojines los separaban, demasiados velos colgaban del techo de la tienda.

Ibn Ammar empujó con mayor dureza, aumentó el ritmo de sus movimientos, sintió que la mujer se apretaba contra él, respondía a sus acometidas. Miró a la criada. No había cambiado de posición, parecía no darse cuenta de nada. Dios mío, pensó Ibn Ammar, haz que se quede un instante más en esa posición, haz que no levante la cabeza, sólo un instante más, sólo por ese instante. Clavó los dedos en las caderas de la mujer, tiró de ella con fuerza, empujó a un ritmo cada vez más acelerado. Y finalmente consiguió su objetivo, se mantuvo firme, oyó un suave gemido, algo apagado, oyó la voz del príncipe llegando como desde muy lejos, tan lejos que apenas podía entender lo que decía.

—Pero dime. Abú Bakr, ¿crees que el libro es un trabajo andaluz? Viendo las ilustraciones, yo más bien diría que procede de Bagdad, ¿no te parece?

Ibn Ammar respiraba con la boca muy abierta, intentando dominar los temblores de la excitación que aún lo embargaba, intentando liberarse de la convulsión que lo dejaba aterido e incapaz de pronunciar una sola palabra. Apartó el culo de la mujer. Se pasó la lengua por los labios secos.

—Oh, señor, vuestra agudeza supera toda medida de lo humano —se oyó decir a sí mismo. Estaba sorprendido de que su voz sonara tan indiferente, sin temblores, sin falsetes. Vio que la mujer se retiraba tras la pared de seda de la tienda—. Si lo abrís por la última página, señor —dijo—, encontraréis una nota donde se consigna que el libro fue adquirido en Bagdad por uno de los bibliotecarios del califa al–Hakam.

Desde fuera llegaban voces y órdenes. Ibn Ammar se acomodó la ropa interior, volvió a meter los brazos por las aberturas de las mangas, se levantó, miró a la criada. Y su cuerpo se paralizó a mitad del movimiento, quedándose agachado, como a la mitad de una reverencia. La criada había dejado caer el velo. Lo estaba mirando fijamente con la boca y los ojos muy abiertos, con una expresión de perplejidad que no dejaba ninguna duda, ni la más mínima duda, de que había visto lo que había ocurrido. Estaba como aturdida. Ibn Ammar oyó que se abría la puerta del salón y escuchó el retumbar de la voz del camarero mayor anunciando la llegada de la sayyida y pidiendo a los invitados que se levantaran para recibirla. Vio que la criada cogía rápidamente su velo y creyó advertir una sonrisa apenas perceptible en sus labios antes de que el velo los cubriera. Y vio la sonrisa también en sus ojos, que no se apartaban de él mientras se alejaba retrocediendo con las piernas entumecidas y rígidas. Y entonces, Ibn Ammar comprendió de repente que esa muchacha no era una criada cualquiera del palacio, sino la doncella de la mujer, su persona de confianza, su protectora. Que no estaba frente a la tienda como vigilante, sino como cómplice. Y una sensación de infinito alivio se apoderó de él, haciéndolo casi flotar sobre el suelo.

Se colocó en línea junto a los dos amigos del príncipe, que habían ocupado sus posiciones detrás de la puerta para esperar la llegada de la sayyida. Las alas de la puerta se abrieron de golpe, los centinelas hicieron el saludo y la sayyida entró envuelta en una nube de perfume y sudor de caballo, con pasos rápidos y cortos, pequeña, muy erguida, como de costumbre sin velo, acompañada sólo por su escolta negro. Ibn Ammar levantó la mirada al sentirla pasar rápidamente a su lado, y, por un brevísimo instante, vio los ojos de la sayyida dirigidos hacia él con una mirada en la que se mezclaban asombro, desconfianza y recelosa expectación.

Luego el camarero mayor dio la señal para que los convidados dejaran solos al príncipe heredero, su madre y la madre de su hijo. Y salieron del salón.

Ibn Ammar pasó el resto del día solo en sus habitaciones. Se acostó y durmió de un solo tirón hasta muy entrada la tarde. Poco antes de la puesta de sol llamaron a su puerta. Era un criado de palacio acompañado de una mujer que llevaba un oscuro velo de viaje. Ibn Ammar la reconoció al primer vistazo, a pesar de que su rostro estaba completamente oculto tras el velo. Era Nardjis, la qayna.

El príncipe heredero, en su incomparable bondad y generosidad, se la había regalado a Ibn Ammar, explicó el criado haciendo una reverencia especialmente pronunciada.

19
SAN CEBRIÁN

JUEVES 25 DE TEBET, 4824

24 DE DU'L–HIDJDJA, 455 / 18 DE DICIEMBRE, 1063

Terminaba la tercera hora de la noche y Yunus estaba a punto de acostarse, cuando un criado del obispo fue a buscarlo con la mayor urgencia. Don Alvito lo había mandado llamar. El obispo se hallaba al borde de la muerte, ya había recibido la sagrada comunión y ahora estaba expresando sus últimos deseos.

A Yunus esto no lo cogió por sorpresa. Ya en Zamora había temido que el obispo no sobreviviera a la noche. El estado del enfermo había empeorado día a día desde que dejaron Sevilla. En Mérida, la lengua y el paladar se le habían inflamado tanto que ya sólo podía ingerir líquidos, y desde Salamanca padecía también una terrible diarrea. Durante los últimos días, Yunus había insistido una y otra vez en la necesidad de hacer una pausa en el viaje. Había hablado con los capellanes y canónigos. El día anterior, en Zamora, se había dirigido incluso a don Jimeno, el arcediano, y le había hecho ver el fatal empeoramiento del estado de la enfermedad del obispo.

—El eminentísimo señor obispo no llegará con vida a León si no hacemos una pausa. Yo, como médico, no puedo responsabilizarme de que continúe el viaje mañana.

El arcediano lo había mirado con frialdad.

—¿Te atreves a predecir la hora que está determinada a nuestro señor, el obispo, y que sólo Dios conoce?

—No predigo la hora de su muerte. Sólo afirmo que, a juzgar por mi experiencia como médico, el obispo no vivirá más de dos días si no interrumpís el viaje.

—Es deseo del propio obispo llegar a León tan pronto como sea posible. Él mismo insiste en que nos demos prisa.

—Entonces vuestro deber es disuadirlo. Si quiere volver a ver su catedral, tendrá que hacer una pausa mañana mismo.

—El obispo está bajo el amparo de nuestro Señor Jesucristo, lo que le ocurra será la voluntad de Dios —había contestado el arcediano con voz de indiferencia y señalando la puerta a Yunus con un ligero movimiento de la mano.

A la mañana siguiente habían reemprendido la marcha con las primeras luces del alba. El obispo viajaba en la silla de manos, acarreada por los gigantes negros de Ibn Eh.

Yunus recordó la conversación que había sostenido con Isaak al–Balia inmediatamente después de hablar con el arcediano. Había puesto al corriente al joven rabino de su entrevista con el arcediano y le había informado del extraño hecho de que en los últimos días se le había prohibido más de una vez acercarse al lecho del enfermo.

—¿Qué otra cosa esperabas de un hombre que se entera por un médico digno de confianza de que dentro de un par de días tendrá libre el camino hacia la silla episcopal? — le había contestado al–Balia con una sonrisa cargada de sarcasmo—. ¿Quieres que él mismo se cierre el camino que ya tiene abierto?

—¿Cómo lo sabes? —había preguntado Yunus.

—Sólo sumo los hechos. El arcediano es el primer hombre después del obispo, su sucesor natural. Además, don Jimeno pertenece a una de las familias más importantes del reino de León. Y, en caso de que el obispo muera antes de que lleguemos a la capital, también será el primero en enterarse de su muerte. Una ventaja incalculable para un hombre que aspira a sucederlo. Con la noticia de la muerte del obispo, no tendrá problemas en ser recibido en audiencia por el rey, y podrá ser el primero en presentar su propuesta. Podrá prometer montañas de oro a los canónigos, antes de que los otros aspirantes se hayan enterado siquiera de que la temporada de caza está abierta. Ganará una ventaja decisiva.

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