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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (15 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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El joven y el capitán se habían quedado profundamente dormidos, como cobijados bajo las alas de un ángel.

Despertaron al mismo tiempo, sobresaltados por el mismo ruido. Ya era de noche, el sol se había puesto. Desde fuera llegaban sonidos inusuales: los gritos estridentes y guturales de los peones empujando el ganado y los mugidos de las vacas, gritos de muchas voces extrañas, órdenes, ladridos, relinchos y, una y otra vez, tronar de cascos de caballo sobre el puente levadizo, en la puerta exterior. No cabía la menor duda: el conde y sus hombres habían llegado de Guarda.

Poco después oyeron al propio conde. Tenía una voz inconfundiblemente alta, y fina, casi llorona. Lo oyeron acercarse. La dueña y el castellán estaban con él, hablándole, sin que pudiera entenderse lo que decían. Luego entraron en el cobertizo, primero el conde, inmediatamente después tres infanzones de Guarda, el escudero del conde y un quinto hombre de barba negra y trenzada, provisto de una coraza rojiza de cuero duro y un casquete bordado en la cabeza. Sólo cuando empezó a hablar lo reconoció el capitán. Era Diego Méndez, el hermano del conde de Portocale.

—Opino que debemos dejar que los perros se ocupen de esos dos, y nosotros ir por los pardos. Ya ha pasado mucho tiempo, demasiado. El rastro se enfriará. ¡Debemos partir tras ellos de inmediato! ¡Con todos los hombres!

El conde caminó hacia la pared donde yacía el cuerpo del Gallego e hizo rodar el cadáver con la punta del pie, de modo que éste quedó sobre un costado, mostrando la herida abierta en el cuello. El conde hizo la señal de la cruz sobre el muerto y murmuró algo que sonó como un precipitado juramento. Luego se volvió hacia Diego Méndez, que se había quedado tras la puerta del cobertizo.

—Son casi cincuenta caballos, Diego. Todavía podremos seguir esa huella por la mañana —dijo muy calmado. Luego añadió con energía—: Además, pienso que bastaría con enviar tras ellos a veinte hombres.

—¿Sólo veinte? —dijo Diego Méndez, furioso—. Dios mío, Fortún, sabes tan bien como yo qué es lo que está en juego. Se trata de nuestro honor y de nuestro derecho. Si no devolvemos el golpe con todas nuestras fuerzas, esos cerdos nunca nos dejarán en paz. Hasta ahora sólo habían molestado a nuestros pastores y campesinos. Pero esto ya no ha sido un mero robo de ganado; ha sido un asalto en toda la regla, un ataque a uno de tus castillos. ¡Es la guerra!

El conde empezó a hacer un montoncito de tierra con la punta de su bota, empujándolo sobre el charco de sangre seca formado tras la puerta del cobertizo, donde se había desangrado el Gallego.

—No creo que debamos ver esto como un acto de guerra —dijo en voz baja—. Eran cuatreros. Los perseguiremos y castigaremos como a cuatreros comunes, y no como a otra cosa.

—Fortún, han atacado tu castillo —lo interrumpió Diego Méndez, y su voz bullía en ira acumulada—. Han engañado a tu gente para que salga del castillo. Se sienten lo bastante fuertes como para atacarnos abiertamente. Nunca antes había pasado algo así. Tenemos que demostrarles que seguimos siendo los amos de esta región. ¡Tenemos que demostrárselo!

El conde seguía cubriendo con tierra el charco de sangre. Daba la impresión de que toda su atención se concentraba en esa tarea.

—La cuestión es si acaso somos lo bastante fuertes como para demostrárselo —dijo en tono indiferente.

—¡Qué dices! ¡Qué clase de gente son ésos! ¡Ladrones, criados, gentuza! Chusma montada a caballo.

—No sé si nos será tan fácil acabar con ellos —interrumpió el conde. Ya había cubierto la mitad del charco de sangre, y ahora había apoyado el peso de su cuerpo sobre la otra pierna, para ocuparse de la segunda mitad—. Ya no es como antes, Diego —continuó—. Los territorios del este, desde el Duero hasta el sur, hasta Gredos, antes eran territorios abiertos. Ahora los han acotado esos colonos. Empezaron a hacerlo ya en tiempos de mi abuelo. Entonces eran pocos. Hoy son tantos que hasta fundan ciudades. Y no están solos. Tras ellos hay grandes señores. El abad de Sahagún, el burgrave de Zamora y, primero de todos, el mismísimo rey, don Fernando, el maldito castellano. El rey está enviando vasallos a esas tierras: pequeños hidalgos, hombres sin nombre, que se establecen por doquier, construyen castillos, se comportan como condes, dictan justicia en nombre del rey, llevan el sello del rey, poseen la tierra para el rey.

—Son territorios libres. Nunca han estado sometidos al rey —dijo refunfuñando Diego Méndez—. ¡No al rey de León!

El conde meneó la cabeza. Ya había cubierto casi todo el charco de sangre y ahora tapaba lo poco que faltaba con un movimiento oscilante del pie izquierdo, aplanando la tierra cuidadosamente con la suela de la bota.

—Ahora bien, si los pardos nos atacan, debemos pensar que el rey está detrás. La razón está de nuestro lado; pero la fuerza está del suyo, y es lo bastante poderoso como para arrebatarnos esa razón. Pregunta a tu hermano; él piensa lo mismo que yo. Aunque todos los condes del Duero nos uniéramos, no tendríamos fuerza bastante para enfrentarnos al rey. Y ni siquiera estamos unidos. Sisnado Davídiz ya ha estado en León. Sólo Dios sabe quién más ha dirigido ya su atención hacia el rey. Quizá dentro de poco no nos quede más remedio que caer de rodillas ante él.

Diego Méndez escupió.

El conde le dirigió una mirada de desaprobación, retrocedió un paso, se volvió hacia el castellán, que estaba a su lado con la cabeza gacha, y dijo con inesperada aspereza:

—Por eso perseguiremos a los pardos con sólo veinte hombres. Tú, Álvar, te encargarás de la persecución. En tu nombre y sin que yo te haya enviado. Ve tras ellos como se va tras los cuatreros, y si los capturas, trátalos como a cuatreros. Cuélgalos, quítales los caballos, pero no emprendas ninguna acción hostil contra sus colonias. —El tono de su voz era ahora tan duro y cortante que el castellán asentía con la cabeza a cada palabra—. Y no vuelvas sin los caballos; no te atrevas a presentarte ante mis ojos antes de haber recuperado los caballos.

Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta, cuidando de no pisar ninguna de las salpicaduras de sangre dispersas por el cobertizo. Ya en la puerta, se volvió nuevamente hacia el interior y, señalando con la cabeza el cuerpo del Gallego, dijo como de pasada:

—Mandad enterrar el cadáver. Comienza a oler mal. —Y ya saliendo, añadió—: Pero primero mostradlo a la gente. Que vean lo que puede pasarle a los que intentan ayudar a nuestros prisioneros.

El capitán esperó hasta que se hubieron llevado el cadáver; luego, con sumo cuidado, intentó romper las cadenas de sus pies. No tardó en comprobar que era imposible abrir los grilletes que rodeaban sus tobillos; estaban muy bien remachados. Sólo pudo retorcer los ojales que sostenían la cadena, moviendo el primer eslabón de cada extremo de un lado a otro, con ayuda del hacha, hasta ablandar el hierro. Le quedaron los grilletes pero sus piernas estaban libres. Acolchando los grilletes con paja, éstos no le estorbarían al andar. Más tarde, cuando estuvieran fuera del castillo, los rompería con el hacha.

Cuando logró deshacerse de la cadena, hacía mucho que había oscurecido. Durante todo ese tiempo el joven había estado sentado junto a él, observándolo. Les esperaban momentos difíciles cuando salieran del castillo. Tendrían que caminar toda la noche y todo el día siguiente, y quizá también toda la noche siguiente. Estaba bien descansar ahora.

El capitán pensaba en qué dirección debían huir. Primero había planeado ir hacia el sur, hacia territorio moro. Durante los últimos años, las relaciones del conde con su vecino moro del sur se habían hecho cada vez más inconsistentes, si bien aún reconocía la soberanía del príncipe de Badajoz. No obstante, Badajoz estaba descartado. El conde todavía tenía gente en la corte de Badajoz. El comercio continuaba. La caravana de ganado que partía el día siguiente estaba destinada a Badajoz. Si querían ir hacia el sur, tendrían que ir más allá de Badajoz. Quizá a Córdoba o Sevilla. El capitán había conocido hombres, castellanos del norte, que habían servido como mercenarios al príncipe de Sevilla y habían regresado siendo ricos. Sevilla podía ser un buen objetivo, bastante alejado de Guarda. El único problema era que el capitán no podía llevar nada consigo, ni caballo, ni armadura, ni armas. A su edad era difícil presentarse en algún lugar a pie y sin equipo. En el sur era prácticamente imposible. Ningún emir moro le pagaría un anticipo, ni siquiera le darían oportunidad de demostrar sus conocimientos y habilidades. Ya había muchos jóvenes postulando por lo mismo. No, si iba al sur nunca llegaría a ser más que un perro miserable.

Recordó lo que había dicho el conde. Si los colonos del este se oponían al conde, con ellos era donde más seguro estaría. Además, allí tenían algo de valor los informes que podía ofrecer. Conocía al castellán, sabía cuán tenaz era, conocía sus trucos y tácticas, sabía de cuántos hombres disponía. Valiosos conocimientos para los pardos perseguidos por el castellán.

Pero ¿sería posible encontrar a esos pardos antes de que el castellán diera con ellos? ¿Debía seguir su rastro, intentar alcanzarlos antes de que el castellán emprendiera la busca? Sin caballo era imposible. Además, estaba convencido de que el rastro no conduciría al lugar donde se encontraban los pardos. La banda no le había parecido un montón de cuatreros de poca monta. Aquélla era gente experta, una tropa bien ejercitada y disciplinada. No era la primera vez que hacían algo así. Tenían que saber que una jauría saldría a darles caza. No dejarían ningún rastro que condujera a su guarida, de donde podrían hacerlos salir con humo. Tenían un día y medio de ventaja. Lo primero que intentarían sería malvender los caballos, de modo que se dirigirían al sur. Pues de donde venían no podrían obtener mucho por los animales que habían robado. No por esos animales.

A los infanzones de León y Castilla les gustaban los caballos grandes y pesados. De cuatro o cinco años, bien domados, de modo que uno pudiera montar y salir al galope. En el norte se apreciaba ese tipo de caballos. En cambio, los caballos que los pardos habían cogido de la recua eran bestias de tres años, recién traídos de los pastos, salvajes y sin domar. Sólo podrían venderlos en Andalucía. Los moros preferían estos caballos sin riendas. Les encantaba poner ellos mismos el bocado a sus caballos, embadurnándolo de miel para endulzar la doma al animal. Los ensillaban con sus propias manos, amablemente, con buenas palabras. Nunca dejaban sus caballos en manos extrañas. Ellos mismos los domaban y les daban de comer, criándolos con el mismo amor que a sus propios hijos. De ahí que sólo en el sur pudiera conseguirse un buen precio por esos tresañejos.

Esto también debían de saberlo los pardos. Los caballos de los condes de Guarda poseían una gran fama. Eran animales resistentes y ágiles, dotados de fuertes patas, pues se criaban en las montañas. Ya los antepasados del conde habían criado estos caballos, fruto de sementales y yeguas que les regalara el califa de Córdoba, mucho antes de la llegada del gran Almanzor. El padre del conde todavía había tenido un caballerizo moro, que escribía, en caracteres árabes, la tabla genealógica de cada animal. Los moros apreciaban esos caballos. Por eso los pardos probablemente se dirigirían a territorio moro, a Coria o incluso más allá. Intentarían vender los caballos tan pronto como fuera posible, y luego harían el camino de regreso separados en pequeños grupos, para que nadie pudiera seguirlos fácilmente.

Así pues, lo mejor era ir con el joven hacia el este, en la dirección en la que habían venido los pardos, siguiendo el rastro que habían dejado en su viaje a Sabugal.

Fuera se oía el crepitar del fuego, y el aire estaba impregnado de humo y de olor a carne asada. Como todas las noches anteriores a la partida de una caravana de ganado hacia el sur, el conde había mandado asar un par de carneros y servir vino a todos los hombres del castillo. Inmejorables condiciones para una huida. Por la noche, todos estarían borrachos y dormirían como erizos en invierno, y los centinelas no permanecerían muy atentos, pues se sentirían seguros habiendo tantos hombres.

Tras el toque de ánimas volvió el silencio. El capitán esperó a que la primera guardia fuera relevada, luego despertó al joven y bajaron de su escondite. Se quedaron en el cobertizo hasta que la segunda guardia hubo terminado tres rondas. Cuando salieron del cobertizo, la luna estaba oculta tras las nubes. Corrieron por debajo del adarve, a lo largo de la palizada. Las hogueras ya se habían consumido. Por todas partes se veía a hombres durmiendo en el suelo. Pasaron entre ellos sin prisas. Ninguno despertó, ninguno les gritó nada, ningún perro dio la voz. En la portezuela de escape no había centinelas, ni siquiera estaban puestos los maderos con que solía atrancarse, tan sólo el pequeño cerrojo. Salieron sin ser vistos. Ni un ruido, sólo un leve crujido cuando cerraron la puerta desde fuera y el cerrojo cayó en su anclaje.

Fueron hacia la izquierda, corriendo a lo largo del foso hasta la palizada baja que rodeaba el parque de caballos. Agachados, bordearon el parque y se detuvieron en la esquina más exterior, desde donde se divisaba la puerta del castillo. Todo el camino a lo largo del foso, desde el puente levadizo hasta la entrada del parque, estaba lleno de caballos y mulos, atados en reata al corral, que cerraba el paso al foso. A este lado del camino, en un rastrojo, ardía una hoguera. Junto a ella había tres centinelas. Los tres parecían dormidos, pues el fuego estaba ya muy consumido; hacía mucho que tendrían que haberlo reavivado. La puerta del parque de caballos estaba cerrada. No se veía por ninguna parte al mozo de cuadra que vigilaba el parque por la noche. Tampoco había señal de su perro.

Observaron los caballos. Había treinta animales, quizá más. Los oían resoplar; tenían su olor pegado a la nariz. Se hallaban a apenas cuarenta pasos de allí, pero la entrada al parque estaba tan oscura que Lope y el capitán sólo intuían a los caballos en las negras sombras.

Al probar el camino hacia el lado de la puerta del castillo, el capitán no había previsto una oportunidad así; había seguido su instinto y no un plan premeditado. Estaba sentado sobre sus talones, con el joven a su lado. Sentía la mirada del joven puesta en él, expectante y rebosante de confianza. Dudaba, aunque no había nada que pensar. Tenían que arriesgarse. Llevaban la ventaja. Si llegaban hasta los caballos sin ser vistos, los centinelas ya no podrían detenerlos. Conocían el terreno, pero no a los guardias, que parecían gente de Guarda.

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