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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (19 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Las pocas frases hebreas que Yunus había escrito para él eran sencillas y poco emotivas. Pero el tono de voz de al–Fasí las convirtió en un himno fúnebre, en un lamento desesperado y quejumbroso. Él mismo parecía notar que con su discurso estaba consiguiendo precisamente el efecto contrario al deseado, y se sumió en el pánico. Puso en marcha la rueda de molino de su elocuencia y empezó a hablar en árabe, lo cual fue recibido con murmullos de indignación por los miembros más ortodoxos de la congregación. El zapatero pintó su situación con los colores más oscuros; las virtudes de la muchacha, con los más vivos. Clamó al Todopoderoso, a los patriarcas y profetas, y a todos los miembros del Consejo de Ancianos, nombrándolos con todos sus títulos. Por último, señaló con gesto dramático hacia la galería de las mujeres, donde su hija mayor sostenía en brazos a la muchachita. La pequeña estaba muy bien arreglada, tenía un aspecto encantador. Pero, de repente, pareció asustarse de algo, tal vez de los muchos hombres que la observaban desde las profundidades, tal vez tenía miedo de caerse; en cualquier caso, de pronto empezaron a caer gotas de la galería. Algunas cayeron sobre el vestido de la hija mayor, que empezó a regañarla. La pequeña rompió a berrear. La hermana mayor la trató con aspereza. La niña gritó con más fuerza aún y estallaron las carcajadas. La rueda de molino de al–Fasí se detuvo con un suspiro. Nadie se mostró dispuesto a adoptar a la pequeña.

Yunus pasó el resto del día en casa de Etan ibn Eh. Yunus y su amigo habían llegado a un acuerdo sobre la boda. Yunus había pedido a su vecino ar–Rashidi que actuara como wali de Nabila, de modo que el boticario había llevado las negociaciones en nombre de él y de Nabila. Yunus estaba muy satisfecho. Nabila estaría bien acomodada. Habían acordado que Nabila llevaría al matrimonio una dote por un valor de doscientos veinte dinares, todo en ropa blanca, enseres de casa, trajes y joyas; nada de dinero en efectivo. El dinero que tendría que poner el hijo de Ibn Eh fue fijado en ciento veinte dinares, diez para el casamiento —que incluían la compra de las dos alianzas de oro— y cuarenta como regalo de bodas; los setenta dinares restantes serían invertidos en firme y constituirían un tercer plazo, que se haría efectivo si el marido moría o, Dios no lo quisiese, pedía la separación. Por otra parte, Ibn Eh se había declarado dispuesto a construir una casa para la joven pareja. También se había fijado ya el día de la boda: la primavera siguiente, el segundo día del mes de adar, justo a tiempo para el viaje que Ibn Eh tenía previsto hacer al país de los francos, que quería emprender poco después de la fiesta de Purim.

Por la mañana, tras el servicio religioso, había habido una gran recepción y, luego, una comida entre amigos. Ahora, por la tarde, ya sólo quedaban tres: Yunus, Ibn Eh y ar–Rashidi, el boticario. Estaban sentados en el madjlis, los tres muy relajados, contentos de haber acordado tan rápidamente los términos del contrato matrimonial, sin disonancias, sin mezquinos regateos. Eran amigos, su amistad se había comprobado, y ahora la avivaban pensando en ella. Recordaron los tiempos en que ellos mismos se habían casado. ¡Dios santo, qué tiempos aquellos!

Ibn Eh se había prometido con la hija de un comerciante en pieles. Los padres habían concertado el matrimonio mucho tiempo antes; el contrato estaba firmado y ya se había fijado la fecha de la boda.

—De pronto, mi padre empezó a tener grandes pérdidas. En un solo mes se hundieron dos barcos con mercancías suyas a bordo. En aquel entonces yo estaba en Alejandría. Volví dos días después del plazo acordado. No fue mi culpa. El barco tardó diecisiete días en hacer el viaje, catorce más de lo normal, porque tuvimos que huir casi hasta Constantinopla para eludir a los piratas. Pero el padre de la novia aprovechó la oportunidad y rescindió el contrato matrimonial alegando ruptura del mismo. No quería entregarle su hija al hijo de un hombre que estaba al borde de la quiebra. Ya tenía hasta un nuevo novio. No podéis imaginar qué infeliz me sentí. La chica era bella como una rosa. Yo pensaba que no podría vivir sin ella. Nos encontrábamos en secreto. Ella se negó a casarse con el otro. Durante el sabbat, gritó en el patio de la sinagoga que se tiraría a un pozo o mataría a su nuevo novio antes que consentir en casarse con él. La consecuencia de ello fue que su padre la envió a Valencia, a casa de unos parientes.

Ibn Eh se recostó en su asiento, la mirada vuelta hacia su interior, como si aún tuviera ante sus ojos la nítida imagen de la muchacha gritando en el patio de la sinagoga. Luego se sacudió de encima estos recuerdos y una sonrisa liberadora se ensanchó en su rostro.

—Hace cinco años volví a verla por casualidad. No se casó conmigo ni con el otro hombre, sino con un boticario de Valencia. Estaba terriblemente gorda, hinchada como un odre lleno y fea como un sapo. Sólo Dios sabe que nos hace el bien, cuando nosotros pensamos que nos está arrojando a la desdicha.

También Yunus recordó los tiempos en que él mismo firmó su contrato matrimonial con su mujer y el padre de ésta. Su mujer no había consentido que un wali negociara el matrimonio en su nombre, así que los novios se habían sentado frente a frente y habían estado tan de acuerdo en todo como sólo puede estarlo una pareja de jóvenes enamorados. Habían reído en secreto cuando el padre de la muchacha, con imperturbable seriedad, insistió en todas las antiguas cláusulas que prescribía la tradición y comprobó con extrema desconfianza y ojo avizor que Yunus anotara correctamente en el contrato cada una de esas cláusulas: «El marido no podrá tomar una segunda mujer. El marido no podrá llevar una criada a casa contra la voluntad de la esposa. El marido no podrá salir de la ciudad si la esposa no está de acuerdo. La esposa tiene la última palabra en todas las cuestiones que conciernen a la cocina», y muchas otras. Yunus y su mujer consideraban que ese contrato era completamente innecesario, y si lo redactaron en toda regla fue sólo por dar gusto al padre de ella.

Yunus todavía veía frente a él al viejo maestro tintorero, con su barba blanca teñida de azul por toda una vida de trabajo cerca del añil. Ahora lo comprendía. Ahora era él mismo quien desempeñaba el papel de padre de la novia, y había insistido con la misma obstinación en que también el contrato matrimonial de Nabila incluyera las viejas y buenas cláusulas. A pesar de su amistad con Ibn Eh. Precisamente por esa amistad.

—Tú sabes que no desconfío de tu hijo, Etan. Sólo desconfío del tiempo, que cambia tantas cosas.

Cuando Yunus volvió a casa, Zacarías lo esperaba a la puerta. Yunus se sorprendió de que el joven no hubiese entrado en la casa. Hasta entonces nunca había sentido temor de entrar en ausencia de Yunus; era casi como de la familia. Yunus lo empujó hacia la puerta.

Zacarías había venido a devolver un libro, el tercer volumen de los escritos de anatomía de Galeno. También hubiera podido devolvérselo a la mañana siguiente en el consultorio, pero por lo visto quería llevarse el siguiente volumen para no perder la noche. Sus ansias de aprender eran terroríficas. La madre de Zacarías había contado a Yunus que a veces su hijo se ataba a un poste y no se dejaba desatar hasta que tenía completamente en la cabeza determinado capítulo de un libro. Por las noches gastaba leyendo más petróleo del que podía comprar con lo que ganaba durante el día.

Yunus había empezado a proporcionarle literatura médica, por encauzar en alguna dirección su desordenada sed de conocimientos. Zacarías tenía diecinueve años y estaba en una etapa difícil del aprendizaje. Se sentía insatisfecho con la rutina cotidiana de un pequeño consultorio médico, que no le daba respuestas a los grandes interrogantes que comenzaban a inquietarlo. Lo que él buscaba era una especie de sistema científico, que le explicara todo lo que parecía inexplicable, que respondiera a todas sus preguntas. Y lo que esperaba encontrar era una autoridad que lo iniciara en los secretos de tal sistema.

Desde hacía un año, Yunus intentaba transmitirle, junto a la práctica cotidiana, también las bases científicas de la profesión médica. En un primer momento había evitado darle libros, pues sabía por experiencia cuán prestos están los estudiantes a tomar como verdad inmutable todo lo que está en los libros. Había intentado explicarle que un médico, más que nadie, debe siempre cuestionar sus conocimientos y someterlos a prueba en la práctica.

Yunus recordaba el día en que dio a Zacarías una clase sobre aquellas fuerzas que los antiguos médicos denominaban «pneuma», fuerzas presentes en el cuerpo de todos los seres vivos en forma de sutilísimos humores y que debían ser vistas como el auténtico principio, en cierto modo como la encarnación misma de lo viviente. Él había distinguido tres de estas pneumas: la pneuma física o fuerza corporal, que dirige los movimientos de nuestro cuerpo, tiene su sede en el corazón y es transportada por las arterias, que parten del corazón; la pneuma vital o fuerza vital, que dirige nuestros apetitos, tiene su sede en el hígado y es transportada por las venas, que parten del hígado; y, por último, la pneuma psíquica o fuerza espiritual, que tiene su sede en el cerebro, palpita en las vías nerviosas y nos hace capaces de percibir, sentir y pensar.

Yunus había explicado a Zacarías que esas pneumas se alimentan principalmente del aire que respiramos, y que sufren daños si el aire es impuro, fétido o infesto. Le había explicado que la pneuma física es la más gruesa, y la psíquica, la más sutil; y que por eso ésta última es la primera que sufre daños si el aire es nocivo. Había citado asimismo a Galeno, quien afirma que un hombre que respira constantemente aire malo pronto empieza a padecer pérdidas de memoria y disminución de la inteligencia.

Ese mismo día había llegado al consultorio un hombre de Taryana, a quien la ronquera ya no permitía ni pronunciar palabra. Yunus lo conocía desde hacía quince años. El hombre trabajaba tamizando cal y estaba constantemente expuesto a un aire tan dañino como el que no respiraba ninguna otra persona en Sevilla. Según Galeno, su pneuma psíquica tendría que haber estado gravemente dañada.

Yunus dio de beber al hombre un cuarto de litro de vinagre y le alcanzó un cubo. El hombre se mareó y, entre toses, jadeos y ahogos, vomitó el vinagre; junto con el líquido y las mucosidades salió también una gran cantidad de polvo. Un instante después recuperó el habla. Hizo algunas bromas y se mostró muy agudo. Todavía recordaba perfectamente su primera visita al consultorio de Yunus, la recordaba mejor que el mismo Yunus. No tenía absolutamente ningún mal psíquico; en cambio, físicamente se hallaba en un estado lamentable. El ejemplo de aquel hombre daba literalmente la vuelta a la afirmación de Galeno, y corroboraba de la manera más expresiva la tesis de Yunus, según la cual aún las autoridades reconocidas deben ser puestas a prueba constantemente.

Sin embargo, era imposible hacer que Zacarías renunciara a su búsqueda del gran maestro omnisciente. Por un tiempo perdió la fe en Galeno, cosa que tampoco pretendía Yunus, así que decidió darle a leer los escritos sobre anatomía de Galeno, que eran los que más se ajustaban a la necesidad del muchacho de encontrar conocimientos científicos exactos en el ámbito de la medicina.

La vieja Dada entró en el madjlis, donde se habían instalado Yunus y Zacarías, les ofreció vino y agua, y limpió la lámpara. Zacarías rechazó la bebida. Yunus advirtió que el muchacho tenía los ojos enrojecidos y la cara muy pálida. El estudio parecía haberlo agotado más de lo que Yunus había temido. Por lo visto, el joven exigía demasiado de si mismo: su labor de asistente en el consultorio, los estudios de la Tora en la academia, los libros, los cursos de ciencias naturales con un profesor pagado por Yunus, las discusiones filosóficas con otros estudiantes y, además, las conferencias libres en la mezquita principal y la sinagoga, a las que asistía regularmente. Eran sobre todo estas conferencias nocturnas las que habían alimentado su fe en un «sistema» universal.

El primero en cautivar la atención de Zacarías había sido un erudito nómada de Zaragoza, un zahirit, un fundamentalista que rumiaba la antigua tesis de que el ser humano no habría adquirido sus conocimientos poco a poco y por sus propias fuerzas y capacidades, sino que Dios reveló estos conocimientos de una vez a Enoch, supuesto padre de todas las ciencias. Todo los saberes, todos los conocimientos de la humanidad, incluidos por tanto los médicos, se remontaban a este Enoch. Prueba: ninguna persona sería capaz de experimentar por si misma con los miles de materias vegetales, animales y minerales que existen en el universo en el tratamiento de los millares de enfermedades, para averiguar así qué substancias y en qué cantidades y mezclas tienen un efecto curativo sobre una dolencia determinada.

Zacarías había quedado fascinado por esa doctrina. Le parecía que, por fin, ésta le mostraba el camino por el que podía llegar a su meta: si se atribuía a Enoch ese saber universal que explicaba todos los enigmas y misterios del universo, entonces bastaba con estudiar los escritos de Enoch y sus discípulos para hallar todas las respuestas.

En aquellos días, Yunus sostuvo largas conversaciones con Zacarías. Se esforzó por sacarlo de ese camino utilizando la debida precaución. Argumentó que era posible que el viejo Enoch hubiera poseído todos los conocimientos, pero que, en tal caso, sus discípulos y los discípulos de sus discípulos habían perdido parte de ese saber o lo habían olvidado o transmitido incorrectamente, y por eso ahora los hombres estaban obligados a recuperarlo por sus propios medios y con ayuda de Dios.

Intentó explicárselo con un ejemplo extraído de las consultas de Ibn Butían. El gran médico cristiano, a quien Yunus había llegado a conocer en persona cuando estudiaba en Bagdad, había informado en aquel entonces de un paciente enfermo de hidropesía, bajo la modalidad que Galeno llama hydrops ascites, al que sólo se le habían hinchado las piernas y el bajo vientre. El hombre se encontraba ya en la fase final de la enfermedad, totalmente estropeado físicamente: las piernas abiertas, el bajo vientre inflamado, el cuello delgado como el pescuezo de una gallina. Ya era imposible ayudarlo mediante la medicina.

Algún tiempo después, ese mismo hombre pasó por el consultorio completamente sano, sin ninguna molestia. A la pregunta de quién lo había curado, dijo únicamente que su madre lo había cuidado, dándole de comer sólo pan remojado en vinagre. Ibn Butían fue inmediatamente con el hombre a casa de éste, examinó la jarra de vinagre y encontró en el fondo dos víboras, ya casi disueltas por el vinagre. De ese modo descubrió una pista que podía conducirlo a un posible medicamento contra la hydrops ascites: veneno de víbora disuelto en vinagre. Gracias al azar descubrió una pizca de saber o, si se quiere creer en el viejo Enoch, la redescubrió.

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