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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (20 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Zacarías no se había dejado convencer por esto. Todavía no quería aceptar que el saber se ensancha gracias a este tipo de casualidades. Consideraba tal posibilidad indigna de una ciencia que aspirara a ser tomada en serio. Durante un tiempo, según Yunus pudo deducir de distintas alusiones, Zacarías se quedó atascado en la idea de que el saber de Enoch y sus discípulos no se habría perdido, sino que se conservaba en libros secretos que celosos eruditos mantenían ocultos. El muchacho se embriagaba con la idea de que algún día redescubriría los escritos de Enoch en alguna biblioteca olvidada o entre las tribus perdidas de Israel, en las montañas de Sind.

Entre tanto, había encontrado un nuevo guía. Tres semanas atrás, un joven judío de Lucena, que se calificaba así mismo de «científico natural», había empezado a leer la Física de Aristóteles y a someterse dos veces por semana a las preguntas de los estudiantes en la sinagoga de la congregación palestina. Algunos miembros del Consejo de Ancianos habían intentado cerrarle las puertas de la sinagoga; pero este intento fracasó, pues el joven tenía el titulo de haver.

Zacarías se había convertido en uno de sus discípulos más entusiastas. Finalmente había encontrado su «sistema»: todo lo terrenal es asequible a la razón humana; todo tiene una explicación y una finalidad; todo efecto tiene una causa; toda materia tiene una forma estable; la materia es eterna, y todo lo que vive, se mueve y cambia sigue leyes naturales eternas e inmutables. Así pues, quien conoce estas leyes posee los conocimientos de Enoch, puede comprenderlo todo, explicarlo todo, actuar sobre todo.

Yunus se había resignado a que Zacarías se perdiera en Aristóteles. Sus pequeños consejos médicos, producto de la experiencia, que por desgracia sólo en contadas ocasiones seguían una regularidad perceptible, no podían competir contra la enorme construcción intelectual del filósofo griego.

Quizá no había sido acertado hacer al joven participe de sus propias dudas desde tan pronto, pensaba Yunus. La duda es un mal maestro.

Entró con Zacarías en su cuarto de trabajo y le entregó el siguiente volumen de la anatomía galénica.

—Tómatelo con calma —dijo Yunus— y no intentes aprenderlo todo de memoria. Hasta ahora has leído tres tomos de anatomía, éste es el cuarto y todavía te quedan otros doce. Y esto no es todo lo que escribió Galeno, ni mucho menos, y Galeno tampoco es el único autor al que deberías conocer.

Zacarías envolvió cuidadosamente el libro en un paño. Yunus sabía que Galeno se había convertido nuevamente en una especie de ídolo para Zacarías, desde que el joven había descubierto que el médico romano citaba constantemente a Aristóteles en sus escritos.

—Te contaré una historia más, que habla de la ciencia y la sabiduría —dijo Yunus al salir del madjlis.

Caminaron lentamente, el uno al lado del otro, a través del patio. Estaba oscuro; sólo en la galería, donde se encontraba la habitación de Nabila, una luz seguía ardiendo tras las cortinas. Yunus empezó a contar:

—La historia de los tres sabios.

»Esta historia se desarrolla en un país lejano y trata de tres hombres que eran considerados los más sabios del país. Dos de ellos no se daban por satisfechos con eso. Querían saber cuál de los tres era el más sabio. Así pues, se reunieron bajo un gran árbol en un lugar apartado, en mitad del desierto, para averiguarlo.

»El primero dijo: "Gracias a mi talento y a mis conocimientos, soy capaz de crear un león, tan perfecto y natural, que resulta imposible distinguirlo de un verdadero león". Y, empleando los más diversos materiales y substancias, empezó a componer la figura de un león, con tanta exactitud que, en efecto, era idéntica a un león verdadero hasta en la última pestaña.

»El segundo dijo: "Debo reconocer que tu león es perfecto en todos sus detalles; pero al conjunto le falta algo, un hálito de vida. Yo, gracias a mi talento y conocimientos, soy capaz de insuflar vida a esta figura inerte". Y empezó a hacer los preparativos para cumplir lo dicho.

»Entonces lo interrumpió el tercero y dijo: "¿Habéis pensado en que eso que acabáis de crear y que queréis despertar a la vida es un león?".

»El primero dijo: "¡Deja que lo intente, no lo conseguirá!".

»El segundo dijo: "¿Quieres que mi ciencia no dé sus frutos?".

»EI tercero se ató los faldones de la túnica al cinturón y dijo: "Esperad un momento, hasta que haya subido al árbol".

»Y, así, al final, una fiera salvaje decidió cuál de los tres era el más sabio.

Y este sabio tuvo suerte de que hubiera un árbol en mitad del desierto, quiso añadir Yunus; pero lo dejó estar.

Ya estaban en el pórtico, y Yunus sentía de pronto la necesidad de poner el brazo sobre los hombros de Zacarías. Pero también esto lo dejó estar. El joven era media cabeza más alto que él, había crecido increíblemente durante ese último año.

Cuando Yunus volvió a la casa y vio que una luz seguía ardiendo en la habitación de Nabila, quiso ir a verla.

La vieja Dada le cerró el paso.

—No es bueno que vayas ahora, señor —dijo ella—. Creo que no es bueno.

—¿Qué le pasa? —preguntó Yunus, preocupado, sin albergar aún ninguna sospecha.

—Nada —dijo Dada—. Nada para lo que haga falta un médico.

Yunus se detuvo, sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta.

—Dios mío —dijo—. Nunca pensé… —Bajó a tientas por la oscura escalera—. ¿Desde cuándo… desde cuándo lo sabes?

Dada lo cogió del brazo.

—No te hagas reproches, señor. Nadie sospechaba nada, ni siquiera la vieja Dada —dijo la anciana—. También la vieja Dada ha sido una ciega, y una tonta; oh sí, muy tonta.

Yunus la siguió a la cocina, en donde no entraba desde hacía años.

—Pero ¿por qué no me ha dicho nada? —preguntó Yunus, aún susurrando.

—Es una muchacha bien educada —dijo Dada—. A veces pienso que demasiado bien educada.

Mientras decía esto, caminaba inclinada por la cocina, recogiendo del suelo migajas que sólo ella veía.

—Deja de limpiar, Dada —dijo Yunus—. Siéntate conmigo.

La conocía desde que tenía memoria. Dada había llegado a la casa cuando él contaba apenas dos años. Había formado parte de un grupo de muchachas sudanesas que un comerciante de Aidhab había traído a Almería. Todas las muchachas estaban desfiguradas por una erupción cutánea supurante parecida a la viruela, por lo que el shahbender las había puesto en cuarentena. El hombre de Aidhab quería venderlas a cualquier precio, pues ya había empezado el otoño y pronto zarparía el último barco hacia Alejandría. Las ofrecía por cantidades ridículas; pero ningún comerciante quería comprarlas, pues todos los médicos consultados lo desaconsejaban categóricamente: la erupción de las muchachas era mortal. Sólo el padre de Yunus había hecho un diagnóstico favorable. El padre de Ibn Eh confió en ese diagnóstico y compró a las muchachas. Y cedió al padre de Yunus, como honorarios, por así decirlo, a la más joven de ellas.

—¿Qué debo hacer, Dada? —dijo Yunus—. Dime qué puedo hacer. Dios me libre de hacer infeliz a Nabila, pero ¿qué debo hacer?

Dada se había sentado en una banqueta, junto al fuego. Su voluminoso vientre se balanceaba de un lado a otro, y su rostro negro y lustroso de sudor reflejaba las llamas de la lámpara de aceite.

—No debes hacer nada, señor —dijo ella—. Absolutamente nada. Nabila llorará un poco en su habitación, y Zacarías sufrirá otro poco; después se olvidarán uno del otro. —Hablaba con ese tono de voz ligeramente cantarín que tanto gustaba a Yunus desde que era niño y que Dada siempre empleaba cuando quería consolar a alguien—. Zacarías no sería un buen marido para nuestra corderita, te lo digo yo, señor, no sería un buen marido para Nabila. Nabila necesita un hombre sereno como una roca; es tan tierna… Zacarías no es como una roca, sino como el mercurio; siempre está buscando algo, como un perro hambriento. No es hombre para Nabila. Cree a la vieja Dada, ella sabe de estas cosas.

Yunus la creía. Quería creerla.

—No te preocupes por Nabila —continuó Dada—. Piensa en Sarwa, pronto estará muy sola; cuando su hermana se marche de casa, estará muy sola. Piensa en ella, señor.

Yunus le prometió que pensaría en ello.

Dos noches después, al hacer sus habituales anotaciones en el diario, Yunus escribió al final:

Tengo una cosa más que decirte, Karima, la más importante: he traído a casa a la muchachita, a la muchachita que lleva tu nombre.

Al–Fasí trajo a la pequeña a última hora de la tarde, en camisón y sin zapatos, tal como la vi la primera vez en el taller. Al–Fasí me ha dado un par de botas, de las que él fabrica, como regalo. No me permitió pagárselas. Nunca te he contado que le compro todas las botas desde que su tienda no va muy bien. Las tengo amontonadas en la habitación trasera de mi consultorio. Ammi Hassán las limpia regularmente con grasa para cuero. Hasta ahora tenía doce pares, todos sin estrenar. ¿Cuándo ha necesitado botas de montar un pequeño tabib judío? Y tampoco puedo regalarlas, pues sin duda Al–Fasí las reconocería. Así que ahora se les suma el decimotercer par. Y, además, la muchachita.

La vieja Dada puso el grito en el cielo. Dice que ya es muy vieja, demasiado vieja para cuidar de una chiquilla tan pequeña. Y después la lavó, le dio de comer, la peinó y le puso un vestido nuevo. Hace apenas un momento la ha llevado a la cama. Puedo escuchar su voz. Está cantando la misma nana con que me hacía dormir cuando era pequeño.

La niña lleva tu nombre, Karima, y creo que cuando sea mayor será tan hermosa como lo eras tú.

¡Que Dios la haga como Sara, Rebeca, Raquel y Lea!

Cerró el cuaderno, esperó hasta que la vieja Dada hubo terminado de cantar la nana y repitió en voz baja la bendición, en hebreo:

—Jesimej Elohim ke–Sara, Ribka, Rajel wc–Lea.

11
SALAMANCA

SÁBADO 20 DE SEPTIEMBRE, 1063

24 DE TISHRI, 4824 / 24 DE RAMADÁN, 455

Cada noche el joven hacía el mismo recorrido. Salía de la herrería, en la parte este del arrabal, y pasaba junto a los corrales, que se extendían hacia el río, hasta llegar a un ancho camino vecinal que, trazando un amplio arco, llevaba del puente a la ciudad. Ardían en dicho camino muchas luces, y estaba flanqueado por tabernas. Lope las conocía todas. Al principio, siempre tenía que ir a buscar al capitán a una de esas tabernas de la calle principal. De hecho, incluso habían vivido allí, justo detrás de la torre del puente, en la posada más elegante de las afueras. En aquellos días, el capitán tenía aún su propia habitación; por las noches, en el restaurante, invitaba a todos los que se sentaban a su mesa, y, más tarde, se llevaba una criada a su cuarto. Se comportaba como un conde y hacía bailar a todo el mundo a su son, el herrero, el fabricante de corazas, el barbero; todos, uno tras otro. Pero al cabo de tres días sus doce dinares se habían hecho humo, una semana más tarde debía ya ocho meticales al posadero, y, dos días después, había vendido el buen mulo y se habían mudado al establo del herrero de Serrano.

Ahora Lope tenía que ir a buscar al capitán en otro lugar, río abajo, en el arrabal occidental, el sector de los curtidores, desolladores y triperos, al pie de la colina donde se levantaba el Barrio Castellano. En esa zona se encontraban los peores antros y pululaba la gente más miserable: mendigos e inválidos, ladrones con marcas de hierro candente en ambas mejillas, violinistas ciegos, acróbatas en decadencia, putas viejas a las que ya nadie deseaba, hombres con gallos de pelea y hombres con osos bailarines, vendedores ambulantes y zurcidores de odres, apostadores, borrachos y multitud de peones camorristas que, camino de la ciudad, hacían un alto con sus reses al caer la noche y se emborrachaban. Siempre que dejaba la calle principal para sumergirse en ese oscuro barrio, Lope recogía la cabeza y echaba mano a su puñal.

Hoy no tenía miedo. Lo acompañaba el Mudo, el mozo del herrero de Serrano. Era la primera vez que no hacía el camino solo. Habían comido juntos, como todos los días últimamente, y Lope, al terminar, se había puesto en camino. Luego, cuando ya estaba a mitad de trayecto, de pronto apareció el Mudo a su lado y anduvo junto a él en la oscuridad, silencioso como una gigantesca sombra negra.

El joven enfiló muy seguro de si mismo hacia una de las cabañas de una sola planta construidas al lado del río, sobre cuya puerta de entrada colgaba un viejo tonel. Los últimos cinco días había encontrado al capitán en esa cantina. El capitán andaba detrás de la posadera; ella lo sabía y lo mantenía a raya sacándole la lengua por entre los dientes, y, cuando el capitán se impacientaba, se sacaba de debajo de la blusa uno de sus enormes pechos y le dejaba tocarlo.

—Allí delante —dijo el joven, señalando con el brazo en dirección a la cantina.

El Mudo no dijo nada. Hasta hacía una semana, el joven todavía pensaba que a ese gigante mudo le habían cortado la lengua. Entonces lo observaba con sigiloso recelo por las noches, cuando el capitán salía a hacer sus correrías nocturnas y el maestro herrero se marchaba a su casa en el barrio de Serrano, en la parte alta de la ciudad, dejando solos en la herrería a Lope y el Mudo. Poco a poco, el joven se había ido acercando a la fragua en la que el Mudo trabajaba de día y dormía de noche. Finalmente, había hecho de tripas corazón y le había dirigido la palabra. Dijo cualquier cosa, simplemente sintió la necesidad de decir algo, y no había nadie más con quien hablar. Hizo preguntas y, al ver que sus preguntas quedaban sin respuesta, siguió hablando; habló a trancas y barrancas, como un niño que, sumido en sus juegos, masculla para sí. El Mudo nunca decía nada. A veces asentía con la cabeza, a veces dejaba escapar un gruñidlo indeterminado, nunca una palabra. Hasta aquella noche, hacía una semana. El Mudo se había levantado de repente, se había colocado delante del joven y había proferido extraños sonidos guturales, al tiempo que juntaba a la altura de su pecho los pulgares e índices de ambas manos, formando un circulo, como hacen los monjes para pedir pan en las horas en que no se les permite hablar. Acto seguido, el Mudo se había marchado, y había vuelto una hora después con dos conejos. No era realmente mudo. Sólo que las palabras estaban enterradas en el fondo de su mente y él tenía que desenterrarías trabajosamente, sílaba por sílaba, cuando quería decir algo.

La cantina era sombría y estaba llena de humo; las únicas luces eran la del fogón y el tenue resplandor de una vela de sebo que ardía en la mesa del capitán. Esa luz frente a él era lo único que todavía lo distinguía de los clientes habituales, la última señal de dignidad. Estaba como una cuba. Ya era hora de sacarlo de allí. Sus manos se deslizaban inquietas sobre la mesa, y cuando Lope y el Mudo se sentaron a su lado y él levantó la mirada, sus ojos no pudieron sostenerse. Parecía como si ya ni siquiera los reconociese.

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