El puente de Alcántara (75 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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De pronto, el trompeta de Ibn Martin hizo sonar una señal que pareció la orden de ponerse en marcha. Se produjo un súbito nerviosismo. Todos permanecieron inmóviles, y no empezaron a sonar los atabales. En lugar de éstos, una segunda señal de trompeta respondió desde el otro extremo de la carretera, donde se encontraba la retaguardia, formada por las tropas bereberes. Luego, de repente, brotó de entre las primeras filas una potente voz, que apagó el creciente barullo, y un clamor general recorrió las filas de andaluces. Lope no tenía ni idea de lo que estaba pasando; ninguno de los españoles entendía nada. Hasta que de pronto el arif rugió:

—¡No hay soldadas! ¡El muy cerdo no quiere pagarnos las soldadas!

En ese mismo instante empezó a moverse la cadena de guardias apostada frente a la puerta, y toda una división se separó y se dirigió hacia Ibn Martin, con las puntas de las lanzas hacia atrás y los escudos a la espalda. Los atabales empezaron a retumbar como truenos, y estalló un salvaje griterío.

Lope vio que, en la vanguardia, la tropa de negros empezaba a arremeter contra los cordobeses; vio desaparecer tras la puerta el caballo blanco de Abdalmalik, seguido por la desbandada de las tropas que le seguían siendo leales, mientras los guardias, desesperados, intentaban cerrar la puerta guarnecida en hierro a pesar de la marea de hombres que pretendían refugiarse tras ella. Vio a Ibn Martín, que se encontraba tranquilamente junto al bastión del puente, con sus oficiales y su guardia personal, como si todo ese tumulto no fuera cosa suya. Y se dio cuenta de que todo aquello estaba calculado de antemano: la promesa de soldadas había sido sólo un rumor hábilmente difundido; el desfile, un pretexto para arremeter más fácilmente contra Abdalmalik. Todo había sido preparado de antemano.

El río de caballos en el que fue arrastrado Lope se detuvo un instante en la congestión de la puerta, pero pronto cruzó el umbral y entró en la ciudad, y su caballo siguió a un grupo de otros jinetes que se había dirigido hacia la derecha nada más dejar atrás la puerta. Siguieron a todo galope a lo largo de las altas murallas, se precipitaron por calles y callejas desiertas, entre las paredes blancas de las casas, las puertas todas cerradas, el estrépito de los cascos de sus caballos sobre el empedrado, los furiosos ladridos de los perros. De tanto en tanto una piedra reventaba sobre los adoquines, junto a ellos, y un bramido les llegaba desde lo alto, donde la gente, oculta en los tejados, los observaba asomando apenas la cabeza tras los pretiles de los muros. El mozo de Lope no estaba con él, ni ningún otro hombre de su tropa, a excepción de dos o tres de Braganza que se mantenían detrás, muy cerca de él.

La ciudad parecía no acabar nunca. En algún momento se toparon con una muralla, que siguieron en dirección norte, para luego girar hacia el Oeste e internarse en el laberinto de callejas. Momentos después se cruzaron con hombres armados con hachas y largos cuchillos, que seguían la misma dirección que ellos. Otros venían en la dirección contraria, arrastrando un botín compuesto por colchones, enseres domésticos, atados de ropa. Allí delante estaban saqueando algo. De pronto oyeron un ruido indeterminado y llegaron a una gran plaza repleta de gente, jinetes y soldados de a pie de todas las unidades del ejército, moros de la ciudad, armados y desarmados, una multitud vociferante que arremetía contra un edificio palaciego levantado en el extremo norte de la plaza. Una de las puertas del edificio estaba abierta. Por ella entraban jinetes encogidos bajo sus escudos. En el tejado había arqueros y en el suelo de la plaza yacían unos cuantos muertos. Un hombre con una flecha clavada en el brazo corrió aullando hacia ellos.

Sólo más tarde se enteraron de que el edificio que había saqueado la gente de la ciudad era el palacio de Abdalmalik, y de que el príncipe se había atrincherado en una de las torres cantoneras del edificio frontal. Lope ya estaba de nuevo con su gente. Habían acampado en uno de los muchos patios del antiguo palacio de los califas, que ocupaba todo el rincón suroccidental de la ciudad: un solar gigantesco y sin murallas, una intrincada e inabarcable colección de fortificaciones, un laberinto de casas, establos, almacenes, torres parduscas por el paso del tiempo y blancos palacios de mármol en todos los grados de deterioro. Lope y los hombres de Guarda estaban desalentados. Prácticamente ninguno de ellos había hecho botín, nadie sabía qué había pasado, nadie sabía por qué no se les había dejado saquear libremente la ciudad, ni por qué les habían dado la orden de emprender la retirada.

A última hora de la tarde se supo que Abdalmalik se había rendido al comandante y ya estaba camino de Sevilla, como prisionero.

Dos horas después del ocaso, el arif se presentó al centinela de la entrada del patio y preguntó por el castellán y por Lope.

—Mi señor tiene una misión para vosotros —dijo el arif.

—¿Cuál señor? —preguntó el castellán.

—La orden viene de arriba —dijo el arif.

El castellán lo examinó con abierta desconfianza.

—¿Por qué nosotros?

El arif esbozó una sonrisa conciliadora.

—En Guadimellato demostraste que eres un hombre sensato. Confían en ti. —El arif hizo una pausa, como si esperara otra pregunta. Luego señaló la gran muralla que se levantaba detrás de ellos y dijo—: Detrás de esa muralla está la principal mezquita de Córdoba. Un lugar sagrado. Un lugar de paz. Por desgracia, un hombre ha buscado refugio en ella, un hombre al que a mi señor le gustaría tener cerca. Tengo la misión de convencerlo de que lo mejor para él es salir de la mezquita.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó el castellán.

—No hace falta que lo sepáis —dijo el arif.

—Quiero saberlo —replicó el castellán.

El arif reflexionó un instante. Luego dijo, encogiéndose de hombros:

—Abulwalid ibn Djahwar, el padre de Abdalmalik.

—¿Está solo?

—No; está con sus mujeres y sus criados.

—¿Guardias?

—Ninguno.

—¿Quién más está dentro?

—Sólo los que atienden la mezquita.

—¿Armados?

—Sin armas.

—¿Y la gente de la ciudad?

—No pueden entrar. Las puertas están atrancadas desde el ataque.

El rápido intercambio de preguntas y respuestas se interrumpió de pronto, y el castellán, rompiendo el silencio, preguntó con súbita aspereza:

—Si las puertas están cerradas, ¿cómo pudo entrar el hombre que buscáis?

—Hay una entrada secreta —respondió rápidamente el arif.

—¿Y por qué no lo cogéis vosotros mismos?

—Respetamos la paz de la mezquita. Somos musulmanes.

El castellán reflexionó un instante.

—¿Cuánto vale para vosotros ese hombre?

El arif lo miró con ojos inexpresivos.

—Podéis quedaros con lo que lleva encima su gente. Pero a él no lo toquéis. Ni tampoco a sus mujeres. ¡Y respetad la santidad del lugar!

El castellán eligió a diez hombres y les ordenó que se echaran encima unos mantones y se ataran una tela alrededor del yelmo, como era costumbre entre los moros. Luego se pusieron en camino.

El arif los guió a través de pasillos oscuros y los hizo bajar una escalera que desembocaba en una puerta custodiada por dos guardias. Detrás de la puerta se abría otro pasillo estrecho, que también terminaba en una escalera y una puerta cerrada. El arif descorrió el cerrojo, abrió la puerta y se hizo a un lado. Lope y los hombres se quedaron inmóviles frente a la puerta, subyugados por la visión que se ofrecía a sus ojos.

Frente a ellos se abría un bosque de columnas, un imponente recinto que parecía extenderse hasta el infinito por todos sus lados. Estaba lleno de una luz misteriosa, viva, y de palpitantes sonidos extrañamente ultramundanos, que parecían venir desde muy lejos y, sin embargo, se escuchaban con maravillosa claridad. A la derecha, en la lejanía, sólo vislumbrado tras las infinitas hileras de columnas, brillaba un claro resplandor, que emitía centelleantes reflejos dorados.

—Traed aquí al viejo —oyeron decir a la susurrante voz del arif—. Está allí, donde brilla esa luz. Está en una litera. A los otros dejadlos allí si no quieren seguir a su señor por su propia voluntad. —Estiró dos dedos hacia el mantón del castellán y añadió—: No os fijéis en los tesoros de la mezquita, de lo contrario no saldréis con vida. ¡Y cumplid vuestra misión en silencio, sin gritos!

El castellán enarcó ligeramente las cejas, miró al arif y la mano que le cogía el mantón. Luego se volvió sin decir una palabra y entró en la mezquita.

Lope y los otros lo siguieron muy de cerca. Avanzaron pegados a la pared, vigilando con acechante temor los entrecruzados pasillos de columnas que pasaban a su lado, se abrían, volvían a cerrarse, uno tras otro, silenciosos, oscuros, al parecer infinitos. Las columnas y los adornados arcos que las remataban semejaban moverse, deslizarse unas contra otras al ritmo de sus pasos, ocultándose y volviendo a aparecer una y otra vez, mientras ellos corrían detrás del castellán.

Luego, de repente, algo que rompía la simetría, una sombra entre las columnas, moviéndose contra el ritmo uniforme de la mezquita. Un hombre de túnica oscura y turbante blanco, a menos de treinta pasos de ellos. Un anciano. Se quedó mirándolos y preguntó algo con voz entrecortada. Como ellos siguieron callados, el anciano repitió su pregunta, acercándose. Ellos se habían quitado los mantones. Cuando el anciano estuvo lo bastante cerca y vio sus armas, se detuvo un instante para luego echar a correr hacia ellos con los brazos extendidos y dando alaridos, sin ningún temor a pesar de ser sólo un anciano contra tantos hombres armados, como si creyera que podía hacerlos huir con sólo agitar las manos. El castellán le golpeó la cabeza con la parte roma de su espada y el hombre se desplomó soltando un último grito.

El grito del anciano resonó en las bóvedas de la mezquita, formando un eco múltiple y entrecortado que fue silenciándose paulatinamente, hasta perderse en la lejanía. El castellán y sus hombres se quedaron paralizados, escuchando tensos, hasta que de pronto oyeron otro sonido, un grito apagado, la voz de una mujer asustada.

—¡Vamos! —dijo el castellán internándose en el bosque de columnas, en la dirección de la que había llegado el grito de la mujer. Tenía la espada en la mano, y ahora también los otros desenvainaron sus armas. De pronto había más luz y se oían muchas voces, un cuchicheo nervioso. Y un instante después estaban frente a una pared brillante como el oro, junto a la cual, entre las columnas, vieron al anciano sentado en una litera, tal como lo había descrito el arif, con la espalda apoyada sobre un cojín que lo ayudaba a mantenerse derecho. A su alrededor estaba su gente, mujeres, criadas, sirvientes negros, unas treinta o cuarenta personas apiñadas a la sombra de la bóveda.

Por un instante se quedaron todos en silencio. Luego el anciano extendió una mano temblorosa hacia ellos y dijo algo que sonó como una maldición. Su voz sonaba como cristal quebradizo.

El castellán llamó a cuatro de sus hombres. Algunas mujeres dejaron escapar grititos apagados al escuchar los nombres españoles.

—¡Cogedlo! —dijo el castellán, acercándose lentamente con los cuatro hombres al grupo del anciano.

—Estamos desarmados —gritó el anciano en español—. ¡Que Dios os maldiga si rompéis la paz de la mezquita! —gritó con voz cada vez más quebradiza, mientras el castellán se abría paso ahuyentando con la espada desnuda a las mujeres y criados, y sus cuatro hombres cargaban la litera para llevarse al anciano.

—¡Dios os maldecirá! ¡Su maldición caerá sobre vosotros! —gritó hasta perder la voz.

El castellán esperó hasta que la litera estuvo detrás de él. Luego extendió su mantón en el suelo y, señalándolo con la punta de la espada, dijo:

—Quiero ver aquí encima todo lo que tenéis, joyas, dinero, todo lo que posea algún valor. ¡Todo! —Señaló con la punta de la espada a una de las mujeres—. ¡Tú! ¡Ven aquí! ¡Comienza tú!

La muchacha no se movió. Nadie se movió. Todos estaban como paralizados, como si aún no pudieran creer lo que estaba ocurriendo ante sus ojos.

—¡Ven! —dijo el castellán en tono amenazadoramente suave. Pero antes de que la muchacha pudiera obedecer su orden, se levantó una mujer que estaba sentada más atrás, entre dos criadas negras. La mujer salió lentamente del grupo, hasta estar frente al castellán. Era baja, delgada y vieja, y vestía una túnica azul oscuro que emitía un resplandor plateado. Tenía el cabello blanco, atado en una trenza que le rodeaba la cabeza como una corona. Evidentemente, se trataba de una mujer distinguida.

—No te atreverás, español —dijo la mujer con voz firme y valiente—. ¡No te atreverás a robar a mujeres indefensas! —Le apuntó con el índice, como si pudiera llegar a tocarlo—. ¡No te atreverás, español!

El castellán le cogió la mano, rápido como un gato en pos de un ratón, la cogió firmemente y le quitó las pulseras de oro que llevaba en la muñeca, arrojándolas luego al mantón extendido a sus pies.

La mujer se soltó de un tirón y escupió al castellán a la cara. Por un instante pareció que aquello lo había desconcertado. Pero luego golpeó, golpeó a la mujer en el rostro con el dorso de la mano, tan fuerte que la arrojó hacia un lado. La mujer se quedó inmóvil en el suelo, como un atado de ropa recién lavada, y una de sus pulseras salió rodando, volvió hacia la mujer trazando un amplio arco y empezó a girar lentamente sobre el suelo de mármol, emitiendo un tintineo agudo y melodioso que se hizo cada vez más vertiginoso, hasta apagarse en un último y violento trino. Todos se quedaron petrificados, mirando la pulsera de oro que, como llevada por una fuerza ultramundana, había regresado rodando a su dueña, deteniéndose junto a su mano. El eco de su tintineo seguía rebotando en la bóveda de la mezquita.

Finalmente, uno de los hombres que estaba delante de Lope se adelantó y recogió la pulsera. Era un peón de Sabugal, un viejo pastor que había escalado posiciones, y al que Lope conocía desde hacía mucho tiempo. El peón se quedó en cuclillas junto a la mujer, que seguía como muerta, y se puso a registrarle los brazos, el cuello y las orejas en busca de más joyas.

Lope salió rápidamente hacia al peón.

—¡Déjala! —dijo bruscamente—. ¡Deja a esa mujer en paz!

El peón levantó la mirada hacia Lope, inseguro, y luego miró al castellán en busca de ayuda. En ese mismo instante Lope comprendió que había cometido un error. Vio la sonrisa provocadora que se dibujó en el rostro del peón, creyó sentir las miradas hostiles de los demás sobre su espalda. Los hombres habían visto botín. Todos estaban de parte del castellán, todos sin excepción. Lope lo sabía.

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