Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
—No..., no sé por qué le he contado todo esto —dijo Sheila de pronto—. Se me ha ido el santo al cielo. ¿Cómo empezó todo ello?
—Con una discusión acerca de Edith Cavell.
—¡Ah, sí! El patriotismo. Ya le dije que lo odio.
—¿Se ha olvidado usted de las palabras de la propia enfermera Cavell?
—¿Qué palabras?
—Antes de morir. ¿No sabe usted lo que dijo?
Y citó:
—«El patriotismo no es bastante... no debo guardar odio alguno en mi corazón.»
—¡Oh!
La joven quedó inmóvil durante un momento, como aturdida.
Luego, dando una rápida vuelta, se alejó hasta perderse en las sombras del jardín.
—Ya ves, pues, cómo todo coincide, Tuppence.
Ella asintió con aspecto pensativo. A su alrededor, la playa estaba completamente desierta. Tuppence se había recostado contra el malecón, mientras Tommy, sentado en lo alto de él, podía ver si alguien se acercaba por la explanada. No esperaba encontrarse con ningún conocido, pues antes de salir de casa procuró enterarse, con más o menos exactitud, acerca de los proyectos que para aquella mañana tenían formados los demás huéspedes. En todo caso, su encuentro con Tuppence había tenido todas las características de una entrevista casual; agradable para la señora y ligeramente alarmante para él mismo.
—¿La señora Perenna? —dijo Tuppence?
—Sí. Parece ser «M». En ella se cumplen todos los requisitos.
Tuppence asintió de nuevo.
—En efecto. Tal como descubrió la señora O'Rourke, es irlandesa, aunque no ha querido admitirlo. Ha recorrido toda Europa. Cambió su nombre por el de Perenna; vino aquí y puso esta casa de huéspedes. Una magnífica «tapadera», llena de inofensivos pelmazos. Su marido fue fusilado por traidor y ella cuenta con un buen número de motivos para dirigir las actividades de la quinta columna de este país. Sí; todo coincide. ¿Crees que la chica también está complicada?
Tommy contestó con acento definitivo:
—De ninguna manera. No me hubiera hecho todas aquellas confidencias. Si así no fuera, me... me considero un ente despreciable.
Tuppence volvió a mirar afirmativamente la cabeza, como dando a entender que comprendía perfectamente lo que sentía su marido.
—Sí; eso es lo que pasa. En cierto modo, éste es un juego asqueroso.
—Pero muy necesario.
—Desde luego.
Tommy se sonrojó ligeramente y observó:
—Me gusta mentir tan poco como a ti.
Tuppence le interrumpió:
—El mentir me preocupa un poco. A decir verdad, con mis mentiras obtengo una gran cantidad de satisfacción artística. Lo que me fastidia son esos momentos en que una se olvida de mentir; en que una vuelve a ser quien realmente es, y consigue resultados que no podría obtener de ninguna otra manera —hizo una pausa—. Eso te ocurrió ayer por la noche con esa muchacha. Ella se confió a tu verdadero «yo»; y por eso ahora te sientes culpable.
—Creo que tienes mucha razón, Tuppence.
—Lo sé. Porque me pasó lo mismo con ese chico alemán.
—¿Qué piensas de él? —preguntó Tommy.
Tuppence se apresuró a contestar:
—Con franqueza, no creo que tenga nada que ver con esto.
—Pues Grant no lo estima así.
—¡Otra vez tu señor Grant! —las maneras de Tuppence cambiaron. Rió por lo bajo—. ¡Cómo me hubiera gustado verle la cara cuando le contaste lo mío!
—Al fin y al cabo ha hecho una «amende honorable». Ahora ya te ocupas oficialmente de este asunto.
Tuppence asintió, pero parecía algo abstraída.
—¿Te acuerdas cuando perseguíamos al señor Brown... después de la última guerra? ¿Recuerdas qué divertido fue? ¿Qué animados estábamos?
Tommy convino en ello, mientras su cara se iluminaba.
—¡Claro que lo recuerdo!
—Tommy..., ¿por qué no pasa ahora lo mismo? —preguntó Tuppence.
Mientras consideraba él la pregunta, su cara adoptó un aspecto grave.
—Supongo que será debido... a la edad —dijo al fin.
—¿Crees que somos demasiado viejos? —preguntó ella vivamente.
—No; estoy seguro de que no. No es más que... esta vez... no será divertido, aunque en otros aspectos es lo mismo. Ésta es la segunda guerra en que nos vemos envueltos y ahora nuestras opiniones son completamente diferentes.
—Ya sé... Ahora nos damos cuenta de todas las desgracias y los horrores de la guerra. Todas esas cosas en las que, por ser demasiado jóvenes, no pensábamos entonces.
—Eso es. En la última guerra pasé mis buenos sustos de cuando en cuando; escapé por los pelos en varias ocasiones y me vi en uno o dos fregados bastante gordos. Pero también se pasaron buenos ratos.
—Supongo que Derek opina ahora lo mismo —dijo Tuppence.
—Es preferible que no pensemos en él —advirtió Tommy.
—Tienes razón —Tuppence apretó firmemente los dientes—. Tenemos una misión y vamos a terminarla. Prosigamos. ¿Hemos encontrado en la señora Perenna todo lo que buscábamos?
—Podemos decir, por lo menos, que es la más indicada. ¿No habrá nadie más, Tuppence, en quien hayas puesto el ojo?
Tuppence recapacitó.
—No. No hay nadie más. Desde luego, lo primero que hice al llegar fue clasificarlos a todos y fijar posibilidades, tal como se presentaban. Algunos de ellos, al parecer, no pueden tener relación de ninguna clase con el caso.
—¿Cuáles son?
—La señorita Minton, por ejemplo. Es una típica solterona inglesa. La señora Sprot con su Betty y la insípida señora Cayley.
—Sí; pero la insulsez no puede darse como un hecho en el que podamos basarnos.
—De acuerdo. Mas los papeles de solterona remilgada y de joven mamá dedicada exclusivamente a su retoño, tienen el peligro de que al desempeñarlos se incurra en exageraciones... y esta gente es completamente natural. Además, por lo que se refiere a la señora Sprot, hemos de tener en cuenta a la pequeña.
—Supongo —dijo Tommy— que hasta un agente secreto puede tener un hijo.
—Pero no llevarlo consigo cuando trabaja —replicó Tuppence—. No es de esas cosas en que pueda mezclarse a un niño. Estoy completamente segura de ello. Lo sé. Lo más natural es apartar a los chicos de estos asuntos de índole tan delicada.
—Me callo —dijo Tommy—. Te concedo a la señora Sprot y a la señorita Minton; pero no estoy tan seguro en cuanto a la señora Cayley.
—Sí; tal vez en ella exista una posibilidad. Porque mirándolo bien, exagera bastante su papel. Quiero decir con ello que no puede haber mujeres tan completamente idiotas como ella parece ser.
—He notado a menudo que el ser una esposa devotísima embota la inteligencia.
—¿Y en quién has observado eso? —preguntó Tuppence.
—No en ti, Tuppence. Tu devoción nunca alcanzo esos límites.
—Para ser hombre, no eres de los que organizan un buen revuelo cuando están enfermos —observó ella benévolamente.
Tommy volvió a considerar las posibilidades del caso.
—Cayley —dijo—. En ése hay algo que no está lo suficientemente claro.
—Sí, puede ser. Luego tenemos a la señora O'Rourke.
—¿Qué opinas de ella?
—No sé qué decirte. Me tiene intranquila. No sé si me entenderás.
—Creo que sí. Pero me parece que ello es debido a su aspecto tremebundo. Es su manera de ser.
Tuppence comentó lentamente:
—Se fija mucho en las cosas.
Recordaba entonces las observaciones que le hizo la mujer acerca de la calceta.
—Luego está Bletchley —dijo Tommy.
—Casi no he hablado con él. Es cosa tuya.
—Creo que no es más que un soldado chapado a la antigua. Estoy seguro de ello.
—Eso es, justamente —dijo Tuppence, contestando más bien al énfasis de la conversación que a las palabras de su marido—. Lo malo de estos asuntos es que uno trata con gente vulgar y corriente, a la que se quiere presentar bajo diferente aspecto, para hacerla coincidir con los morbosos requisitos que uno exige.
—He hecho unos cuantos experimentos con Bletchley —anunció Tommy.
—¿De qué clase? Yo también tengo algunos planeados.
—Pues... sólo pequeñas y vulgares trampas acerca de fechas y lugares. Cosas así.
—¿Podrías dejar de generalizar y ser un poco más concreto?
—Pues bien, supongamos que estamos hablando sobre cacerías de patos. El hombre menciona el Fayum. Buena cacería en tal mes de tal año. Poco después me refiero a Egipto, pero sobre otro asunto diferente por completo. Momias, Tutankhamen, o algo por el estilo, y le pregunto si tuvo ocasión de verlo. ¿Cuándo estuvo allí? Luego cotejo sus contestaciones. O hablamos de los barcos que hacen la ruta de la India. Mencionó el nombre de uno o dos y digo que el barco «X» es muy cómodo. El hombre se refiere después a alguno de los viajes que ha hecho y yo compruebo si dice la verdad. Nada importante o que pueda ponerle en guardia; tan sólo una prueba de exactitud.
—¿Y hasta ahora no ha fallado en ningún aspecto?
—Ni una sola vez. Y permíteme que te diga que es una prueba bastante buena.
—Sí; pero supongo que si fuera «N», tendría aprendida de memoria su historia.
—Claro... por lo menos en líneas generales. Pero no creas que es tan fácil dejar de equivocarse en detalles poco importantes. De cuando en cuando te acuerdas de demasiadas cosas... de muchas más de las que pueda recordar una persona que no tenga nada que ocultar. Una persona corriente, por lo general, no recuerda de buenas a primeras si estuvo cazando patos en 1926 o en 1927. Tiene que recapacitar un poco y rebuscar en su memoria.
—Pero hasta ahora no has cogido a Bletchley en renuncio, ¿verdad?
—Hasta hoy ha contestado siempre adecuadamente.
—Por lo tanto, resultado... negativo.
—Exacto.
—Pues ahora —anunció Tuppence— te voy a exponer algunas de mis ideas.
Y así lo hizo.
Cuando volvía a casa, la señora Blenkensop se detuvo en la estafeta de Correos. Compró unos sellos y antes de salir a la calle entró en una de las cabinas del teléfono público. Marcó un número y preguntó por el «señor Faraday». Éste era el método establecido para comunicarse con el señor Grant. Salió de la cabina sonriendo y se dirigió lentamente hacia casa, no sin antes comprar unas madejas de lana para reanudar sus labores de calceta.
Hacía una tarde muy agradable y soplaba una ligera brisa. Tuppence convirtió la natural energía de su paso rápido en un plácido caminar, más apropiado al concepto que tenía sobre el papel de la señora Blenkensop. La señora Blenkensop no tenía otras ocupaciones que hacer calceta, no muy bien por cierto, y escribir a sus hijos. Siempre estaba escribiéndoles y algunas veces dejaba las cartas a medio terminar.
Tuppence ascendió lentamente la colina hacia «Sans Souci». No había mucho tránsito, pues el camino no era de los más concurridos, ya que terminaba en «El descanso del contrabandista», domicilio del teniente de navío Haydock. Sólo por las mañanas se veían algunas camionetas de reparto. Tuppence pasó ante las casas que bordeaban la carretera, divirtiéndose al ver los nombres con que las designaban sus propietarios. «Bella vista», mal llamada así, pues desde ella no se conseguía ni un atisbo del mar, y solamente se contemplaba una maciza construcción denominada «Edenholme», de estilo Victoriano, situada al otro lado del camino. «Karachi» se llamaba la casa que venía a continuación y después estaba «Shirley Tower». Luego, con un nombre más apropiado, se hallaba una casita denominada «Vista al mar». Junto a ella se encontraba «Castillo Clarita», demasiado grandilocuente, pues se trataba de una pequeña villa. «Thelawny» era un establecimiento rival del de la señora Perenna, y por fin, se hallaba la gran mole rojiza de «Sans Souci».
Cuando se acercaba a la casa, Tuppence divisó a una mujer detenida junto a la cancela. Estaba mirando hacia el interior y en su figura se notaba cierto aspecto tenso y vigilante.
Casi sin darse cuenta, Tuppence amortiguó el ruido de sus pasos y caminó cautelosamente de puntillas.
La mujer no se dio cuenta de que alguien se iba acercando hasta que Tuppence estuvo junto a ella. Entonces dio la vuelta, sobresaltada.
Era una mujer de elevada estatura; pobre, o mejor dicho, miserablemente vestida. Pero su cara tenía una nota insólita. No era joven, ya que su edad rondaría los cuarenta años, mas en ella se apreciaba fuerte contraste entre su cara y la forma en que iba vestida. Era rubia, de anchos pómulos y había sido o era hermosa. Tuppence tuvo la sensación durante un instante de que la cara de la mujer le era familiar, pero tal idea se desvaneció rápidamente. Pensó, sin embargo, que era una cara de la cual no sería fácil olvidarse.
Parecía evidente que la mujer estaba sobresaltada y el destello de alarma que creyó por su semblante no pasó inadvertido para Tuppence. ¿Había algo extraño en aquello?
—Perdone —dijo—. ¿Busca usted a alguien?
La mujer habló con lentitud y acento extranjero, pronunciando las palabras cuidadosamente, como si las hubiera aprendido de memoria.
—¿Esta casa se llama «Sans Souci»?
—Sí. Aquí vivo yo. ¿Quiere ver a alguien?
Se produjo una pausa brevísima y luego la mujer replicó:
—¿Puede usted decirme, por favor, si vive aquí el señor Rosenstein?
—¿El señor Rosenstein? —Tuppence sacudió la cabeza—. No. Me parece que no. Tal vez residió aquí y luego se marchó. ¿Quiere que lo pregunte?
Pero la mujer hizo un rápido gesto, como rehusando tal ofrecimiento.
—No, no —dijo—. Me equivoqué. Perdone, por favor.
Después, dio rápidamente la vuelta y se alejó con paso vivo, descendiendo la colina.
Tuppence contempló cómo disminuía en la distancia la figura de la mujer. Sintió en su interior despertarse toda una gama de sospechas. Existía un fuerte contraste entre las maneras de la desconocida y sus palabras. Tuppence estaba convencida de que el «señor Rosenstein» era una ficción; que la mujer había utilizado el primer nombre que le cruzó por la imaginación.
Titubeó un momento y luego empezó a bajar la cuesta, siguiendo a la otra. Lo que solamente podía describir como «una idea» le impulsaba a seguir a aquella mujer.
Sin embargo, al poco rato se detuvo. Lo que estaba haciendo sólo serviría para atraer la atención sobre ella. Cuando habló con la desconocida estaba a punto de entrar en «Sans Souci» y si ahora alguien veía que la seguía, tal vez sospechara que la señora Blenkensop no era lo que parecía ser. Todo ello suponiendo que la mujer formara parte del complot enemigo.