Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
—No. La señora Blenkensop debía seguir pareciendo lo que había sido hasta entonces.
Tuppence se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso. Entró en «Sans Souci» y se detuvo en el vestíbulo. La casa parecía desierta, como solía ocurrir en las primeras horas de la tarde. Betty estaría haciendo su siesta y las personas mayores, o bien estaban descansando, o habían salido.
Y entonces, mientras Tuppence estaba en el oscuro vestíbulo, un ligero ruido llegó a sus oídos. Era un ruido que ella conocía muy bien; la suave percusión del martillo de un timbre.
El teléfono de «Sans Souci» estaba instalado en el vestíbulo y el ruido que acababa de oír Tuppence era el que el produce cuando se levanta o se cuelga el auricular de una extensión, o teléfono supletorio. En la casa había una de tales extensiones instalada en el dormitorio de la señora Perenna.
Tommy tal vez hubiera dudado, pero Tuppence no titubeó ni un instante. Con gran cuidado levantó el auricular y se lo aplicó al oído.
Alguien estaba hablando. Era una voz de hombre y Tuppence oyó:
—...todo va bien. El cuarto, pues, como quedamos.
Una voz de mujer contestó:
—Sí. Hasta entonces.
Y se cortó la comunicación.
Tuppence no se movió, pero frunció el ceño. ¿Era la voz de la señora Perenna? No podía asegurarlo habiendo oído sólo aquellas tres palabras. Si hubiera hablado un poco más... Pudo muy bien tratarse de una conversación corriente, y por lo poco que oyó de ella, nada había que indicara lo contrario.
Una sombra oscureció la luz que entraba por la puerta. Tuppence dio un respingo y colgó el auricular a tiempo de que la señora Perenna decía:
—Qué tarde tan agradable. ¿Va usted a salir, señora Blenkensop, o acaba de llegar?
No era, por lo tanto, la señora Perenna la que había hablado desde la extensión. Tuppence murmuró algo acerca de que había dado un buen paseo y se dirigió hacia la escalera.
La señora Perenna atravesó el vestíbulo detrás de ella. Parecía mucho más corpulenta que de ordinario. Tuppence se dio cuenta de que era una mujer de proporciones atléticas.
—Voy a quitarme el abrigo —se excusó y corrió escaleras arriba.
Poro al volver el recodo del descansillo se dio de bruces con la señora O'Rourke, cuyo vasto perímetro obstruía todo paso en lo alto de la escalera.
—¡Vaya, vaya! Parece que la señora Blenkensop tiene mucha prisa.
No se movió para dejar paso. Se quedó así, sonriendo a Tuppence, que estaba en un plano inferior a ella. En la sonrisa de la señora O'Rourke, como siempre, había una expresión atemorizante.
Y de pronto, sin razón aparente alguna, Tuppence sintió miedo.
Arriba la sonriente irlandesa impidiéndole el paso y abajo la señora Perenna acercándose al pie de la escalera.
Tuppence miró por encima del hombro. ¿Era cosa de su imaginación, o había algo definitivamente amenazador en la levantada cara de la señora Perenna? Absurdo, se dijo. Completamente absurdo. En plena luz del día y en una vulgar pensión. Pero la casa estaba callada... no se oía ni un ruido. Y allí en la escalera estaba ella, entre las dos mujeres. No había duda de que la sonrisa de la señora O'Rourke había una expresión algo rara; una especie de ferocidad permanente. «Como un gato cuando mira a un ratón», pensó alocadamente Tuppence.
Y de pronto, la tensión se desvaneció. Una diminuta figura se precipitó dando agudos chillidos de alegría por el descansillo superior de la escalera. Era la pequeña Betty Sprot, vestida tan sólo con camiseta y bragas. Pasó al lado de la señora O'Rourke, gritando alegremente, y se abalanzó sobre Tuppence.
El ambiente había cambiado. La señora O'Rourke, sonriente, exclamó a grandes voces:
—¡Ah! ¡Es la pequeña! Se está convirtiendo en toda una real moza.
Abajo, la señora Perenna se dirigió hacia donde la señora Sprot esperaba a la traviesa fugitiva.
Tuppence entonces entró en la habitación con la chiquilla.
Experimentó una extraña sensación de alivio ante la atmósfera doméstica que se respiraba en el cuarto. Las ropas de la niña esparcidas por doquier, los juguetes, la cunita, la cara ovejuna, y un tanto falta de atractivo, de la señora Sprot, en el retrato que había sobre el tocador; el rumor de las protestas que hacía la mujer sobre los precios del lavado de ropas y su opinión de que la señora Perenna era un poco injusta al prohibir que los huéspedes tuvieran planchas eléctricas en las habitaciones... para sus pequeños menesteres.
Todo normal, tranquilizador, cotidiano.
Y, sin embargo, unos momentos antes... en la escalera.
«Nervios —se dijo Tuppence—. ¡Sólo nervios!»
Pero, ¿había que achacarlo todo a los nervios? Alguien estuvo telefoneando desde la habitación de la señora Perenna. ¿La señora O'Rourke? De ser así, resultaba bastante extraño. Aunque, desde luego, haciéndolo así, la mujer podía estar segura de que no la oirían los que anduvieran por la casa.
«Tuvo que haber sido —pensó Tuppence—, una conversación muy breve. Un mero cambio de palabras.»
«Todo va bien. El cuarto, pues, como quedamos.»
Podía no significar nada... o muchas cosas.
El cuarto. ¿Sería una fecha? ¿El día cuatro de un mes?
[3]
O podía referirse al asiento número cuatro, o el cuarto farol, o el cuarto rompeolas... no había manera de saberlo.
Hasta podía haberse referido al puente sobre el Forth
[4]
. En la última guerra hubo un intento de volarlo.
¿Querría aquello decir algo en definitiva?
Pudo tratarse, seguramente, de la confirmación de una vulgar cita. Tal vez la señora Perenna había autorizado a la señora O'Rourke para que utilizara el teléfono de su habitación cuantas veces quisiera.
Y lo que ocurrió en la escalera, aquel momento de tensión, pudo ser la consecuencia de tener los nervios excitados...
El silencio que reinaba en la casa... la impresión de que allí existía algo siniestro... algo perverso...
«Atenta a los hechos, señora Blenkensop —se dijo Tuppence severamente—. Y sigue adelante con tu trabajo.»
El teniente de navío Haydock resultó ser un anfitrión extremadamente simpático. Recibió al señor Meadowes y al mayor Bletchley con el mayor entusiasmo y se empeñó en que el primero viera «toda su choza».
«El descanso del contrabandista» lo constituían primitivamente un par de casitas de guardacostas, edificadas sobre el acantilado, desde donde podía vigilarse el mar. Al pie del acantilado había una pequeña caleta, pero el acceso a ella resultaba peligroso. Sólo para ser intentado por muchachos con sed de aventuras.
Dichas casitas fueron adquiridas más tarde por un hombre de negocios londinense que las había convertido en un solo edificio, y había intentado, aunque no con mucha decisión, formar un jardín a su alrededor. Este propietario venía de cuando en cuando a pasar cortas temporadas durante el verano.
Después, la casa estuvo vacía durante algunos años y se alquilaba amueblada a los veraneantes.
—Y hace algunos años —explicó Haydock— la vendieron a un tal Hahn. Era alemán, y si he de decirle la verdad, no era más que un espía.
Tommy aguzó las orejas.
—Eso es muy interesante —opinó, dejando el vaso de jerez que estaba bebiendo.
—Son unos tipos muy precavidos —siguió Haydock—. Ya se estaban preparando para esta guerra, o por lo menos eso es lo que me figuro. Fíjese en la situación de la casa. Perfecta para hacer señales hacia el mar. Abajo hay una caleta donde se puede atracar una lancha motora. Un lugar completamente aislado, debido a la configuración del acantilado. No me diga que ese Hahn no era agente alemán.
—Claro que lo era —observó el mayor Bletchley.
—¿Y qué pasó? —preguntó Tommy.
—¡Ah! —dijo Haydock—. Pues verá usted. Hahn se gastó una gran cantidad de dinero en la casa. Hizo construir un camino hasta la caleta; una obra costosa, ya que tuvo que hacerse a base de peldaños de cemento. Luego reformó por completo el interior del edificio, instalando cuartos de baño y toda clase de comodidades modernas y caras. ¿Y a quién encargó de todo ello? Pues no a gente de este pueblo, sino a una firma de Londres; pero gran parte de los obreros que vinieron, eran extranjeros. Algunos de ellos no sabían ni una palabra de inglés. ¿No le parece que aquello resultaba sospechoso?
—Un poco extraño, en verdad —convino Tommy.
—Por aquel tiempo vivía yo por estos alrededores, en un
bungalow
, y empecé a interesarme por lo que aquel tipo pretendía hacer. Solía venir por aquí para ver trabajar a los obreros. Y le aseguro que a aquellos hombres no les gustaba lo más mínimo que los vigilara. Nada en absoluto. Una o dos veces hasta me amenazaron. ¿Y por qué tenían que tomar tal actitud si allí no había nada que ocultar?
Bletchley asintió.
—Debió acudir usted a las autoridades —dijo.
—Eso es precisamente lo que hice. Fastidié a la policía todo lo que pude con mis insinuaciones.
Se sirvió otra copa de jerez.
—¿Y qué es lo que conseguí a cambio de mis esfuerzos? Sólo cortés indiferencia. En este país éramos ciegos y sordos. No había que pensar en otra guerra con Alemania; en Europa reinaba la paz; nuestras relaciones con los alemanes eran excelentes. La mayor cordialidad reinaba entre nuestras dos naciones. Me consideraron como un viejo fósil, un maniático de la guerra y un tozudo marino retirado. ¿Qué provecho se sacaba de advertir a la gente que los alemanes estaban organizando la mejor fuerza aérea de Europa y no construyendo aviones para ir de excursión?
El mayor Bletchley exclamó explosivamente:
—¡Nadie lo creía! ¡Estúpidos! «La paz ante todo.» «Apaciguamiento.» Todo palabrería.
Con la cara más colorada que de costumbre a causa de la indignación reprimida que sentía, Haydock continuó:
—Me trataron de negociante en guerra. La clase de individuo, según dijeron, que constituye un obstáculo para la paz. ¡Paz! Yo sabía qué era lo que pretendían nuestros enemigos los «hunos». Ya es conocida la antelación con que preparan las cosas. Estaba convencido de que el señor Hahn no se proponía nada bueno. No me gustaban sus obreros extranjeros ni me agradaba la forma con que se gastaba el dinero reformando la casa. Seguí importunando a la gente.
—Valerosa actitud —comentó Bletchley con tono apreciativo.
—Y, por fin —siguió el teniente de navío—, empecé a conseguir que me hicieran caso. Vino al pueblo un nuevo jefe de policía; un militar retirado. Tuvo el buen sentido de escucharme. Su gente empezó a husmear por aquí y como era de esperar, Hahn tomó las de Villadiego. Una buena noche desapareció. Llegó aquí la policía con una orden de registro, y en una caja de caudales empotrada en la pared del comedor, encontraron una emisora de radio y algunos documentos altamente comprometedores. También, bajo el garaje, se hallaron unos grandes depósitos de gasolina. No es menester que les diga cómo estaría yo después de todo aquello. Algunos amigos del club solían burlarse de mi complejo acerca de los espías alemanes, pero cuando ocurrió aquella se callaron. Lo peor de nosotros, en este país, es que somos absurdamente confiados.
—Es un crimen. ¡Estúpidos!, eso es lo que somos... ¡estúpidos! ¿Por qué no se interna en un campo de concentración a todos esos refugiados? —dijo el mayor Bletchley, que estaba ya lanzado.
—Y como final de todo ello, les diré que compré la finca cuando se puso en venta —siguió el marino, que no estaba dispuesto a que la conversación derivara de su relato favorito—. ¿Vamos a dar un vistazo, Meadowes?
—Gracias. Me gustará mucho.
El teniente de navío Haydock estaba tan entusiasmado como un muchacho cuando hizo los honores de la casa. Abrió de par en par la gran caja de caudales que había en el comedor, para enseñar a sus invitados dónde se encontró la emisora clandestina. Tommy fue llevado hasta el garaje y vio el sitio en que estuvieron escondidos los grandes depósitos de gasolina. Y finalmente, después de dar una superficial ojeada a los dos excelentes cuartos de baño, al especial sistema de iluminación y a los diversos «adelantos modernos» de la cocina, bajó por el sendero de cemento hasta la pequeña caleta, mientras su anfitrión le explicaba una vez más cuan útil podía ser todo aquello para el enemigo durante la guerra.
Luego entraron en la cueva que daba nombre a todos aquellos lugares y Haydock señaló con entusiasmo cómo podía haber sido utilizada.
El mayor Bletchley no acompañó a los otros dos en esta vuelta, sino que quedó en la terraza, bebiendo tranquilamente su jerez. Tommy llegó a la conclusión de que la caza de espías del teniente de navío y su feliz término eran el principal tópico de conversación del buen caballero, y que sus amigos seguramente se lo habían oído relatar varias veces.
De hecho, eso fue lo que dijo el mayor Bletchley cuando volvían a «Sans Souci» poco después.
—Buen muchacho, Haydock —observó—. Pero no se contenta con relatar esa historia una sola vez. Le hemos oído repetir lo mismo en tantas ocasiones, que ya nos aburre. Está más orgulloso de las cosas que tiene allí, que una gata de sus gatitos.
El símil no era descabellado y Tommy asintió con una sonrisa.
La conversación derivó entonces hacia el afortunado desenmascaramiento de un deshonesto criado indígena, que llevó a cabo en la India el mayor Bletchley, allá por el año 1923, y la atención de Tommy se vio en libertad de seguir su propia línea de ideas, puntuada por comprensivos «¿De veras?», «¿Es posible?» y «¡Qué cosa tan extraordinaria!», lo cual era todo lo que el mayor necesitaba por vía de estímulo.
Ahora, más que nunca, Tommy estaba seguro de que cuando el moribundo Farquhar mencionó «Sans Souci», estaba sobre una pista segura. Aquí, en este apartado lugar, se habían hecho preparativos con gran antelación. La llegada del alemán Hahn y su vasta instalación demostraban bien a las claras que aquella particular parte de la costa había sido elegida como punto de reunión; como foco de actividad enemiga.
Pero el primer juego había sido perdido a causa de la inesperada intervención del suspicaz teniente de navío Haydock. El primer
round
lo había ganado la Gran Bretaña. Pero suponiendo que «El descanso del contrabandista» hubiera sido tan sólo la primera avanzada de un complicado sistema de ataque, podía decirse que representaba la base para las comunicaciones marítimas. Su caleta, inaccesible, salvo por la senda del acantilado, podía prestarse admirablemente para el plan. Pero era una sola parte del conjunto.