El misterio de Sans-Souci (4 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sans-Souci
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—Debemos hacerlo de manera que no nos vean muchas veces juntos —dijo Tommy pensativamente.

—Sí. Sería contraproducente el sugerir que nos conocemos mucho más de lo que pretendemos aparentar. Lo que hemos de decidir es la actitud que debemos adoptar uno respecto al otro. Creo... sí... creo que la persecución es el mejor sistema.

—¿Persecución?

—Exactamente. Yo te persigo. Tú harás lo que puedas para eludirme, pero siendo un simple hombre con sentimientos caballerosos, tendrás que fracasar en tu empeño de cuando en cuando. Yo he tenido dos maridos y voy a la caza del tercero. Tú desempeñarás el papel de viudo perseguido y alguna vez te abordaré por ahí, bien sea en un café o mientras paseas por el puerto. Todos se reirán para sus adentros y opinarán que es una cosa muy divertida.

—No me parece mal —convino Tommy.

—La caza del hombre por la mujer siempre ha dado lugar a bromas. Esto nos colocará a los dos en una situación conveniente. Todo lo que harán, si nos ven juntos, será sonreír y decir: «¡Pobrecito Meadowes!»

Tommy le cogió una mano súbitamente.

—Mira —dijo—. Mira frente a ti.

En la esquina de un refugio antiaéreo, un joven hablaba con una muchacha. Ambos parecían estar muy absortos en lo que decían.

—Carl von Deinim —dijo Tuppence en voz baja—. ¿Quién será la chica?

—Quienquiera que sea, es verdaderamente bonita.

Tuppence asintió. Tenía fijos los ojos en la cara morena y apasionada de la muchacha y en el ajustado jersey que realzaba las líneas de su figura juvenil. En aquel momento hablaba acaloradamente, con énfasis, mientras Carl von Deinim la escuchaba.

Tuppence murmuró:

—Creo que es hora de que me dejes.

—De acuerdo —dijo Tommy.

Dio la vuelta y se alejó en dirección contraria.

Al extremo del paseo se encontró con el mayor Bletchley, quien lo miró con desconfianza y gruñó:

—Buenos días.

—Buenos días —respondió Tommy al saludo.

—Ya veo que también a usted le gusta madrugar, como a mí —observó Bletchley.

—Se acostumbra uno allá en el Oriente. Ya hace muchos años, pero todavía conservo el hábito de madrugar.

—Tiene mucha razón —dijo el militar con un gesto aprobatorio—. Los jóvenes de ahora me ponen enfermo. Baños calientes y el desayuno a las diez o más tarde. No es extraño que los alemanes nos hayan estado zurrando hasta ahora. No hay nervio. Son una pandilla de debiluchos. De todas formas, el ejército ya no es lo que era. Los cuidan como si fueran bebés. Los arropan bien por las noches y les ponen botellas de agua caliente. ¡Bah! ¡Todo eso me revuelve las tripas!

Tommy sacudió la cabeza con aire melancólico y el mayor Bletchley, animado de esa forma, prosiguió:

—Disciplina. Eso es lo que necesitamos. Disciplina. ¿Cómo vamos a ganar la guerra sin disciplina? Sepa usted, caballero, que algunos de ellos bajan a formar con pantalones cortos. Eso me han contado. No se puede esperar ganar la guerra de esa forma. ¡Pantalones cortos! ¡Por mil de a caballo!

El señor Meadowes aventuró la opinión de que las cosas eran muy diferentes a como habían sido antes.

—La culpa de todo la tiene esta democracia —opinó el mayor Bletchley, hoscamente—. Se puede exagerar todo. En mi opinión, creo que están exagerando la misma democracia. Mezclando los oficiales con los soldados; comiendo juntos en los restaurantes. ¡Bah! Los soldados no gustan de ello, Meadowes. La tropa sabe lo que le conviene. Siempre lo ha sabido.

—Desde luego —dijo el señor Meadowes—. No es que yo sepa mucho acerca de los asuntos del Ejército...

El otro le interrumpió, al tiempo que lanzaba una rápida mirada de reojo.

—¿Estuvo usted en la última guerra?

—Sí.

—Me lo figuré. Me di cuenta de que había hecho usted la instrucción. Por los hombros. ¿En qué Regimiento?

—En el 5.° de Confeshires —Tommy se acordó de los datos relativos a la cartilla militar del señor Meadowes.

—¡Ah, sí, en Salónica!

—Eso es.

—Yo estuve en Mesopotamia.

Bletchley se zambulló en sus reminiscencias y Tommy le escuchó cortésmente. Por fin, el militar terminó con tono irritado:

—¿Y no cree usted que yo podría serles ahora de alguna utilidad? No; no lo creen ellos así. Soy demasiado viejo. Demasiado viejo, ¡narices! Aún podría enseñar, a unos cuantos de esos cachorros, algunas cosas de la guerra que ellos ignoran.

—¿Aunque no fuera más que lo que no debieran hacer? —sugirió Tommy, sonriendo.

—¿Eh? ¿Qué dice?

Se veía que el sentido del humor no era muy fuerte en el mayor Bletchley. Miró desconfiado a su acompañante y Tommy se apresuró a cambiar de conversación.

—¿Qué sabe usted acerca de esa señora... Blenkensop, según creo que se llama?

—Sí; ése es su nombre, Blenkensop. No está mal, aunque tiene los dientes un poco largos y habla demasiado. Una mujer agradable, pero de escasa inteligencia. No; no la conozco a fondo. Hace tan sólo dos días que está en «Sans Souci» —y añadió—: ¿Por qué lo pregunta?

Tommy explicó:

—Acabo de encontrármela y quisiera saber si acostumbra siempre a levantarse tan temprano.

—No lo sé. A las mujeres, por lo general, no les gusta pasear antes del desayuno... gracias a Dios —añadió.

—Amén —terminó Tommy.

Y luego prosiguió:

—No soy capaz de seguir una conversación refinada con una mujer antes del desayuno. Espero que a esa mujer no le habré parecido desconsiderado, pero necesito hacer ejercicio.

El mayor Bletchley demostró una instantánea simpatía.

—Estoy de acuerdo con usted, Meadowes. Completamente de acuerdo. Las mujeres están muy bien en su sitio; pero no antes del desayuno —soltó una risita apagada—. Será mejor que tenga mucho cuidado, amigo. ¿Sabe usted que esa señora es viuda?

—¿De veras?

El militar le dio un alegre codazo en las costillas.

—Ya sabemos cómo son las viudas. Ha enterrado a dos maridos, y si quiere que le diga la verdad, me parece que va a la caza del tercero. Abra bien los ojos, Meadowes. Ábralos bien. Siga mi consejo.

Y con el mejor de los ánimos, el mayor Bletchley dio media vuelta al final de la explanada y marcó el paso para el paseo que debían dar en busca del desayuno que les esperaba en «Sans Souci».

Mientras tanto, Tuppence había seguido su camino por la explanada, pasando junto al refugio donde estaban charlando los dos jóvenes. Al pasar oyó unas cuantas palabras. Estaba hablando la muchacha.

—Pero debes tener cuidado, Carl. La más mínima sospecha...

Al alejarse, Tuppence no pudo oír nada más. ¿Eran palabras significativas? Dio la vuelta discretamente y volvió a pasar junto a la pareja. Oyó una frase más.

—...afectado y detestable inglés...

La señora Blenkensop levantó ligeramente las cejas. Carl von Deinim era un refugiado de la persecución nazi, a quien se había dado asilo y cobijo en Inglaterra. No era prudente, ni demostraba agradecimiento por su parte, el escuchar con aprobación tales palabras.

Tuppence dio otra vuelta. Pero esta vez, antes de que llegara al refugio, la pareja se separó de pronto. La chica cruzó la calle que conducía al puerto y Carl von Deinim se dirigió hacia donde estaba Tuppence.

Tal vez no la hubiera reconocido, a no ser porque ella se detuvo y mostró cierta vacilación. Pero al darse cuenta de quién era, el joven juntó rápidamente los talones e hizo una reverencia.

Tuppence pareció reconvenirle por su distracción cuando dijo:

—Buenos días. Es usted el señor Von Deinim, ¿verdad? ¡Qué mañana tan espléndida!

—¡Ah, sí! Hace un tiempo muy bueno.

—Me ha tentado a salir —prosiguió ella—. No suelo hacerlo muchas veces antes de desayunar. Pero esta mañana, tal vez porque no he podido dormir muy bien... He comprobado que nunca se duerme a gusto cuando se cambia de cama. Siempre se tarda un día o dos en acostumbrarse.

—¡Oh, sí! No hay duda de que así es.

—Y en realidad, este paseíto me ha abierto un buen apetito para el desayuno.

—¿Vuelve usted ahora a «Sans Souci»? Si me permite, le acompañaré.

Y caminó gravemente al lado de ella.

—¿Sale usted también para hacer apetito?

—¡Oh, no! Ya he tomado el desayuno. Me voy a trabajar.

—¿A trabajar?

—Soy investigador químico.

«Así que tal es su profesión», pensó Tuppence mientras le dirigía una rápida mirada.

Carl von Deinim siguió hablando con voz solemne:

—Vine a este país para escapar de la persecución. Tenía muy poco dinero y ningún amigo. Ahora hago el trabajo más útil que puedo.

Miraba fijamente frente a él. Tuppence notó que el muchacho estaba animado poderosamente por una corriente de fuertes sentimientos.

—Ya comprendo —murmuró—. Ya comprendo. Muy estimable.

Carl von Deinim prosiguió:

—Mis dos hermanos están en un campo de concentración. Mi padre murió en uno de ellos y después murió mi madre, de pena y de miedo.

Tuppence pensó:

«Por la forma en que lo dice... parece como si lo hubiera aprendido de memoria.»

Volvió a dirigirle una furtiva mirada. El chico seguía fijando la vista frente a él con cara inexpresiva.

Caminaron en silencio durante unos momentos. Dos hombres pasaron junto a ellos y uno de los dos miró de soslayo a Carl. Tuppence oyó cómo murmuraba a su compañero:

—Te apuesto algo a que ese tipo es alemán.

Tuppence vio cómo el color subía a las mejillas de Carl von Deinim.

De pronto, el joven perdió el control de sí mismo. La marea de ocultas emociones salió a la superficie. Tartamudeó al hablar:

—Lo ha oído usted... lo ha oído usted... eso es lo que dicen... yo...

—Mi querido amigo —Tuppence volvió a ser la de siempre. Su voz era viva y apremiante—. No sea tonto. No puede usted tenerlo todo.

El joven volvió la cabeza y la miró fijamente.

—¿Qué quiere decir?

—Es usted un refugiado. Tiene usted que estar a las duras y a las maduras. Lo que importa es que está vivo. Vivo y libre. Y en cuanto a lo otro... debe darse cuenta de que es inevitable. Este país está en guerra y usted es alemán —sonrió de pronto—. No puede usted esperar que el hombre de la calle, literalmente hablando, sepa distinguir entre los buenos y los malos alemanes, si me permite decirlo de una forma tan cruda.

Carl seguía mirándola fijamente. Sus ojos, tan azules, rebosaban de sentimientos reprimidos. Luego, repentinamente, sonrió y dijo:

—De los pieles rojas se decía que el único indio bueno era el que estaba muerto, ¿no es verdad? —rió—. Para ser un buen alemán debo llegar puntualmente al trabajo. Con su permiso. Buenos días.

Volvió a realizar aquella estirada reverencia y Tuppence se quedó mirando cómo se alejaba.

—Señora Blenkensop —se dijo—, has tenido una coladura. En el futuro atente a tus asuntos. Y ahora vamos a buscar el desayuno a «Sans Souci».

Encontró abierta la puerta del vestíbulo. En el interior, la señora Perenna conversaba animadamente con alguien.

—Y le dirás lo que pienso de la margarina que nos sirvió últimamente. Compra el jamón hervido en casa de Guillers, pues lo tenía dos peniques más barato la última vez... y ten cuidado con las colas... —se detuvo al entrar Tuppence.

—Buenos días, señora Blenkensop. Ya veo que es usted madrugadora y no se ha desayunado todavía. Lo tiene todo preparado en el comedor —y añadió, indicando a su acompañante—: Ésta es mi hija Sheila. No la conocía usted todavía, pues estuvo ausente y llegó ayer por la noche.

Tuppence miró con interés la vivaz y atractiva cara. Era la misma joven que vio poco antes hablando con el alemán, pero ahora no demostraba la trágica energía de hacía unos momentos, sino más bien tenía una expresión en su cara de aburrimiento y enfado. «Mi hija Sheila». Sheila Perenna.

Tuppence murmuró unas palabras de cumplido y entró en el comedor. Había tres huéspedes desayunando. La señora Sprot, con su pequeña, y la enorme señora O'Rourke.

—Buenos días —saludó Tuppence.

La señora O'Rourke correspondió con un cordial:

—Bonísimos los tenga usted.

El saludo un poco más anémico de la señora Sprot quedó ahogado ante el vozarrón de la otra mujer.

Esta última miró a Tuppence con una especie de interés voraz.

—No es mala idea dar un paseo antes de desayunar —observó—. Abre el apetito.

La señora Sprot dijo a su retoño:

—La sopita de leche está muy rica, cariño.

Y trató de administrar una cucharada a la señorita Betty Sprot.

Pero ésta eludió el intento de su madre haciendo un adecuado movimiento de cabeza y siguió mirando fijamente a Tuppence con ojos grandes y redondos.

Señaló con un dedo manchado de leche a la recién llegada, le dirigió una afectuosa sonrisa y observó con tonos guturales:

—«Ga... ga... buch.»

—Le gusta usted —exclamó la señora Sprot mirando a Tuppence como si se tratase de una persona a la que se concediera un señalado favor—. Algunas veces es tímida con los extraños.

—«Bu» —repitió Betty Sprot. Y añadió con énfasis—: «Ah puz ah bag.»

—¿Qué quiere decir? —preguntó la señora O'Rourke.

—Todavía no habla muy claro —confesó la señora Sprot—. Acaba de cumplir los dos años y muchas de las cosas que dice no tienen sentido. Aunque sabe decir «mamá», ¿verdad que sí, cariño?

Betty miró con aire pensativo a su madre y observó fijamente:

—«Cuguel bic.»

—Estos angelitos tienen un idioma propio —tronó la señora O'Rourke—. Betty, cariño, di «mamá».

Betty miró fijamente a la mujer, frunció el ceño y dijo con terrible seriedad:

—«Nazer.»

—¡Vaya! Hace lo que puede. ¡Qué preciosidad de criatura!

La señora O'Rourke se levantó, miró con aspecto feroz a Betty y salió majestuosamente de la habitación.

—«Ga, ga, ga» —dijo Betty con enorme satisfacción, y con la cuchara empezó a dar golpes en la mesa.

Tuppence parpadeó al preguntar:

—¿Y qué quiere decir, en realidad, «Nazer»?

La señora Sprot se sonrojó ligeramente y contestó:

—Me parece que es lo que dice Betty cuando algo o alguien le disgusta.

—Así lo he creído yo también —dijo Tuppence.

Ambas mujeres rieron.

—Al fin y al cabo —continuó la señora Sprot—, la señora O'Rourke quiere parecer amable, pero tiene un aspecto tan terrorífico, y con esa voz tan profunda, tanto pelo en la cara... y todo lo demás...

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