Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
El teniente de navío Haydock era un hombre corpulento y vigoroso, con una cara curtida por la intemperie, ojos de azul intenso y el hábito de decir a voces la mayoría de sus observaciones.
Saludó a Tommy con cordialidad.
—¿Así es que viene usted para auxiliar a Bletchley en «Sans Souci»? Se alegrará de que haya venido otro hombre. Está aquello demasiado confuso con tantas mujeres, ¿verdad, Bletchley?
—No soy hombre dado a la compañía de las señoras —confesó el militar.
—Tonterías —dijo Haydock—. Lo que pasa es que no hay ninguna que le guste. Todas son de las que por lo general se encuentran en las casas de huéspedes. No hacen más que calceta y dedicarse al chismorreo.
—Se olvida usted de la señorita Perenna —dijo Bletchley atento.
—¡Ah, Sheila...! Es una chica atractiva, desde luego. Bonita a su manera, si he de decir la verdad.
—Estoy un poco preocupado por ella —observó Bletchley, inquieto.
—¿A qué se refiere? ¿Quiere una copa, Meadowes? ¿Y usted, mayor?
Una vez tomaron las bebidas y tomaron asiento en el porche del club, Haydock repitió la pregunta.
El mayor Bletchley contestó con cierta violencia:
—Es ese tipo alemán. Sale demasiado con él.
—¿Quiere decir que le gusta? ¡Hum! Eso está peor. Desde luego, él es un joven de buena presencia. Pero no está bien eso. No está bien, Bletchley. No debemos permitir tales cosas. Viene a ser como si tuviéramos tratos con el enemigo. Esas chicas... ¿dónde tendrán el sentido común? ¡Con tantos muchachos ingleses como hay disponibles y apetecibles por ahí!
—Sheila es una joven extraña —observó Bletchley—. A veces se vuelve intratable y raramente habla con nadie.
—Es la sangre española —dijo el teniente de navío—. Su padre era medio español, ¿verdad?
—No lo sé. Yo diría que el apellido es de origen español.
Haydock miró su reloj.
—Van a radiar el boletín de noticias. Será mejor que entremos a oírlas.
Aquel día radiaron pocas noticias más de las que ya habían leído en los periódicos de la mañana. Después de comentar favorablemente los últimos éxitos de las Fuerzas Aéreas (unos chicos magníficos y bravos como leones) el teniente de navío siguió desarrollando su teoría predilecta. La de que, tarde o temprano, los alemanes intentarían un desembarco en el propio Leahampton, puesto que se trataba de un sitio tan retirado.
—¡Ni siquiera tenemos un solo cañón antiaéreo! ¡Vergonzoso!
No siguieron discutiendo, ya que Tommy y el mayor Bletchley tenían que darse prisa si querían llegar a tiempo de almorzar en «Sans Souci». Haydock invitó cordialmente a Tommy para que fuera a visitar su finca, «El descanso del contrabandista».
—Se disfruta desde allí de una vista maravillosa. Tengo hasta una ensenada particular y la casa está equipada con los últimos adelantos modernos. Tráigalo con usted, amigo Bletchley.
Se convino en que Tommy y el mayor pasarían a tomar unas copas al atardecer del día siguiente.
Después del almuerzo se disfrutaba en «Sans Souci» de unas horas de paz. El señor Cayley, como de costumbre, subió a su habitación, seguido por su mujer, para hacer su «reposo». Y la señorita Minton se llevó a la señora Blenkensop a uno de los centros de asistencia para hacer y poner direcciones en los paquetes que se mandaban al frente.
El señor Meadowes fue paseando hasta Leahampton y dio una vuelta por el puerto. Compró unos pocos cigarrillos y el último número del
Punch
. Luego, al cabo de unos momentos de aparente indecisión, tomó un autobús que iba hasta el «Embarcadero viejo», según rezaba el indicador.
El embarcadero viejo estaba situado en el extremo más alejado de la explanada. Aquella parte de Leahampton estaba considerada por las agencias de viajes como la menos recomendable del pueblo. No parecía muy bien cuidada, por cierto. Tommy pagó dos peniques y se adentró en el embarcadero, que tenía un aspecto deslucido y gastado por el tiempo. Sólo había en él unas moribundas máquinas tragaperras colocadas a grandes trechos unas de otras. No se veía a nadie por allí, salvo unos cuantos chiquillos que corrían y gritaban, confundiendo su voz con la de las gaviotas. Al extremo del embarcadero un hombre solitario estaba pescando.
El señor Meadowes caminó hacia él y se quedó mirando el agua. Al cabo de unos momentos preguntó sosegadamente :
—¿Ha cogido algo?
El pescador sacudió la cabeza.
—No quieren picar.
El señor Grant enrolló un poco de sedal y sin volver la cabeza preguntó:
—¿Qué me cuenta, Meadowes?
—No hay mucho de qué informarle todavía, señor —respondió Tommy—. Estoy empezando a profundizar.
—Muy bien. Cuénteme.
Tommy se sentó en un amarradero, de manera que podía ver toda la extensión del embarcadero.
—Creo que mi llegada no ha despertado sospecha alguna —dijo—. Supongo que tendrá usted una lista de la gente que se hospeda allí —Grant asintió—. Todavía no tengo nada de que informar. Entablé amistad con el mayor Bletchley. Hemos estado jugando al golf esta mañana. Parece ser un típico oficial retirado. En todo caso, demasiado típico. Cayley da la impresión de ser un auténtico enfermo hipocondríaco, aunque ése es un papel fácil de desempeñar. Según ha manifestado él mismo, estuvo mucho tiempo en Alemania durante los últimos años y la conoce bien.
—Es un detalle —dijo Grant lacónicamente.
—Luego tenemos a Von Deinim.
—Sí. No es necesario que le diga, Meadowes, que Von Deinim es el que más me interesa.
—¿Cree usted que es «N»?
Grant sacudió la cabeza.
—No; no lo creo. Tal como se presenta este asunto, «N» no puede hacerse pasar por alemán.
—¿Ni siquiera como un refugiado de la persecución nazi?
—Ni eso. Ellos saben que estamos vigilando a todos los extranjeros que provienen de países enemigos. Además y esto, Beresford, es absolutamente confidencial, muy pronto serán internados todos estos extranjeros, comprendidos entre los dieciséis y los sesenta años de edad. Tanto si nuestros adversarios lo saben, como si no, deben haber supuesto que un hecho de tal categoría tenía que producirse. Nunca se arriesgarán a que el cabecilla de su organización sea internado. Y por lo tanto, «N» tiene que hacerse pasar por ciudadano de un país neutral, o tal vez como inglés. Desde luego, lo mismo puede decirse de «M». En cuanto a Von Deinim, quizá sea un eslabón de la cadena. Posiblemente «N» o «M» no estén entre los huéspedes de «Sans Souci» y tal vez por medio de Von Deinim lleguemos a conseguir lo que nos proponemos. Y esto me parece factible, tanto más cuanto no veo que alguno de los demás huéspedes sea la persona que andamos buscando.
—Supongo que, poco más o menos, habrá investigado los antecedentes de todos ellos, señor.
Grant suspiró. Fue un signo agudo y rápido de fastidio.
—No; eso es precisamente lo que me resulta realmente imposible. Podría ordenar que el Departamento hiciera esas indagaciones... pero no puedo arriesgarme a ello, Beresford, porque incluso entre nosotros hay elementos subversivos. Si llegaran a darse cuenta de que, por cualquier razón, me interesaba por «Sans Souci», su organización estaría enterada de ello inmediatamente. Ahí es precisamente donde entra usted, que es un desconocido. Por eso tiene que trabajar en la oscuridad, sin que le podamos ayudar. Es nuestra única oportunidad y no me atrevo a que, por mi culpa, se pongan sobre aviso nuestros enemigos. Sólo hay una persona sobre la que puedo investigar abiertamente.
—¿Quién es, señor?
—Carl von Deinim. Resulta fácil. Un trabajo rutinario. Se puede hacer una investigación sobre él, no desde el punto de vista de «Sans Souci», sino con el pretexto de ser natural de un país enemigo.
Tommy preguntó con curiosidad:
—¿Y qué resultado han obtenido?
Una peculiar sonrisa se extendió sobre la cara del otro.
—El amigo de Carl es exactamente lo que parece. Su padre no fue bastante discreto; lo arrestaron y murió en un campo de concentración. Los hermanos mayores de Carl también están internados en otros campos. Y hace poco más de un año murió su madre a causa de los disgustos. El joven escapó a Inglaterra un mes antes de que estallara la guerra. Von Deinim ha declarado su decidido propósito de ayudar al país que le ha prestado refugio. Su trabajo, en un laboratorio de investigaciones químicas, ha sido excelente y de gran utilidad para resolver aspectos de la inmunización contra determinados gases, así como en experimentos hechos para evitar contaminaciones en general.
—Entonces —dijo Tommy—, ¿es de confianza?
—No del todo. Nuestros amigos, los alemanes, tienen fama de concienzudos. Si Von Deinim fue enviado a Inglaterra como agente, habrán tenido buen cuidado de que sus antecedentes coincidan exactamente con la descripción que el joven dé sobre los mismos. Hay dos posibilidades. La de que la familia Deinim sea cómplice del asunto, lo cual no es improbable en un régimen tan esmerado en los detalles como el de los nazis. O puede ser que ese chico no sea Carl Deinim, sino otro que desempeñe su papel bajo tal nombre.
Tommy comentó lentamente:
—Ya comprendo —y añadió incongruente—: Parece un buen chico.
Grant dio un suspiro.
—Todos lo son... o casi todos —dijo—. Nuestro servicio nos hace llevar una vida bastante extraña. Apreciamos a nuestros enemigos y ellos nos aprecian. Por lo general sentimos afecto por el que tenemos enfrente, aun cuando estamos haciendo todo lo posible para cazarlo.
Se produjo un silencio, durante el cual Tommy recapacitó sobre las extravagantes anomalías de la guerra. La voz de Grant lo sacó de su absorción.
—Pero existen otros a los que no debemos guardar consideración ni respeto. Son los traidores emboscados en nuestras propias filas; los hombres que están deseando traicionar a su país para aceptar un empleo o un ascenso del enemigo que lo conquiste.
Tommy exclamó con ardor:
—¡Estoy completamente de acuerdo con usted, señor! Es un juego nauseabundo.
—Y como tal debe acabar.
—¿Y es verdad que pueden existir tales... tales cerdos?
—Como le he dicho antes, los hay por todos los sitios. En nuestro propio departamento. En las fuerzas armadas. En los bancos del Parlamento. En los altos cargos ministeriales. Tenemos que desenmascararlos... tenemos que hacerlo. Y hacerlo pronto. No podemos empezar por el fondo, por la gente menuda que habla en los parques y vende asquerosos boletines de noticias. Ésos no saben quiénes son los peces gordos. Y esos peces gordos son los que necesitamos atrapar. Son los que pueden hacer daño sin cuenta, y lo harán si no los cogemos a tiempo.
—Los cogeremos, señor —replicó Tommy con firmeza.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Grant.
—Usted mismo lo acaba de decir. Porque tenemos que hacerlo.
El pescador volvió la cabeza y miró detenidamente a su subordinado durante un momento, contemplando la resuelta línea de su barbilla. Lo miraba ahora bajo un aspecto diferente, que le gustó más.
—Buen muchacho —dijo. Y luego prosiguió—: ¿Qué me dice de las mujeres? ¿Ha encontrado algo sospechoso en ese sentido?
—Creo que la patrona es una mujer bastante rara.
—¿La señora Perenna?
—Sí. ¿No sabe usted... nada acerca de ella?
Grant contestó lentamente:
—Veré si puedo hacer algo en cuanto a una investigación sobre sus antecedentes. Pero como le dije, eso resulta peligroso.
—Sí. Es mejor no correr ningún riesgo. Ella es la única que me parece sospechosa. También hay una mamá joven, una solterona remilgada, la atontada mujer del hipocondríaco y una vieja irlandesa de aspecto terrorífico. A primera vista, todas parecen inofensivas.
—¿No hay nadie más?
—Sí. También está la señora Blenkensop. Llegó hace tres días.
—¿Y qué me dice de ella?
—La señora Blenkensop es mi mujer.
—¿Qué?
Ante lo inesperado de esta noticia, Grant levantó la voz. Dio la vuelta y en su mirada demostró la indignación que sentía.
—Creo que le dije, Beresford, que su mujer no debía saber ni una palabra de todo esto.
—Es cierto, señor. Nada le dije. Si quiere escucharme durante un momento...
Tommy narró sucintamente lo ocurrido. Evitó mirar a su interlocutor y tuvo buen cuidado de eliminar de su tono la indignación que sentía.
Se produjo un silencio cuando acabó la historia. Luego Grant dejó escapar un ruido extraño. Estaba riendo y así continuó durante un rato.
—¡Me descubro ante esa mujer! Es única —dijo al fin.
—Convengo en ello —observó Tommy.
—Easthampton va a morirse de risa cuando se lo cuente. Ya me aconsejó que ella no se metiera en esto. Dijo que si la dejaba intervenir me haría desesperar, pero no quise creerle. Y esto viene a demostrar que nunca pone uno bastante cuidado en lo que hace. Creí que había tomado todas las precauciones posibles para no ser oído. Procuré asegurarme de que en el piso no había nadie más que usted y su esposa. Luego oí una voz por teléfono que rogaba a su mujer que se fuera en seguida, y así fue cómo me engañó con el simple procedimiento de dar un portazo. Sí; su esposa es una mujer muy lista.
Calló durante unos instantes y luego dijo:
—¿Quiere usted decirle de mi parte que me ha hecho morder el polvo?
—Entonces, ¿he de interpretar que consiente en que ella siga en el asunto?
El señor Grant hizo una expresiva mueca.
—Seguirá, tanto si queremos como si no. Dígale que el Departamento se considerará muy honrado si ella consiente en trabajar con nosotros.
—Se lo diré —convino Tommy mientras sonreía ligeramente.
Grant observó con súbita seriedad:
—Supongo que no podrá persuadirla para que se vaya a casa y se quede allí.
Tommy sacudió la cabeza.
—No conoce usted a Tuppence.
—Creo que empiezo a conocerla. Le he dicho eso porque... bueno; porque es un asunto peligroso. Si le descubren a usted o a ella...
Dejó la frase sin terminar.
—Lo comprendo, señor —dijo Tommy con gravedad.
—Creo, además, que ni siquiera conseguirá usted convencerla para que se mantenga apartada del peligro.
Tommy replicó lentamente:
—Tampoco creo, por mi parte, que esté yo dispuesto a hacer tal cosa. Tuppence y yo no hemos llegado todavía a ese extremo. Los asuntos los emprendemos y los acabamos juntos.