Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
Luego frunció los labios. Aquella mañana había una pestaña en el doblez del papel. Ahora la pestaña había desaparecido.
Se dirigió hacia el lavabo y cogió una botella cuyo contenido, según indicaba inocentemente la etiqueta, era polvo gris.
Tuppence esparció con gran destreza un poco de polvo sobre la carta y sobre la superficie esmaltada de la caja.
En ninguna de las dos se veía huella digital alguna.
Hizo un nuevo signo afirmativo, como si sintiera cierta satisfacción amarga.
Porque allí debía haber huellas digitales... las suyas propias.
Una criada podía haber leído las cartas por mera curiosidad, aunque parecía poco probable, o mejor dicho, imposible, que se hubiera tomado la molestia de buscar una llave que pudiera abrir la caja.
Y además, una criada no hubiera pensado en borrar sus huellas digitales.
¿La señora Perenna? ¿Sheila? ¿Algún otro? Alguien, por lo menos, que estaba interesado en los movimientos de las fuerzas armadas británicas.
El plan de campaña de Tuppence había sido bien simple en su esquema. En primer lugar, una estimación general de probabilidades y posibilidades. Luego un experimento para determinar si entre los huéspedes de «Sans Souci» había alguien a quien interesaran los movimientos de tropas y tratara de ocultar tal hecho. Y, por último, averiguar quién era esa persona.
Y en relación con este tercer movimiento estaba recapacitando Tuppence, a la mañana siguiente, antes de levantarse de la cama.
Sus pensamientos se veían ligeramente turbados por la presencia de Betty Sprot, que había entrado en la habitación, a primera hora de la mañana, precediendo a la taza de líquido tibio y oscuro, conocido vulgarmente con el nombre de «Té matinal».
Betty demostraba tanta actividad como volubilidad. Se había aficionado a Tuppence. Trepó a la cama y puso bajo las narices de Tuppence un cuento infantil estropeado en extremo, mientras pedía lacónicamente:
—Lee.
Tuppence obedeció al punto.
«Oca, oca, ganso, ¿adonde irás?»
«Arriba, abajo, por la alcoba de mi ama.»
Betty rodó alegremente por encima de la cama, repitiendo entusiasmada:
—«Aíba»... «aíba»... «aíba» —y luego, con un repentino cambio—. Abajo...
Y se dejó caer de la cama, dándose un porrazo en el suelo.
Esta diversión se repitió varias veces, hasta que se cansó de ella. Después, Betty corrió a gatas por el suelo, jugando con los zapatos de Tuppence y murmurando trabajosamente para sí, en su propio idioma:
—«Yo bao»... «bao así»... «así é»...
Tuppence se olvidó de la chiquilla y volvió a pensar en sus problemas. Las palabras de la canción infantil parecían burlarse de ella.
«Oca, oca, ganso, ¿adonde irás?»
Era cierto, ¿adonde? La oca era ella y Tommy era el ganso. ¡Al fin y al cabo, eso parecían ser! A Tuppence le desagradaba en extremo la señora Blenkensop. El señor Meadowes, pensó, estaba un poco mejor; estólido, británico, nada imaginativo e increíblemente estúpido. Era de esperar que ambos no desentonarían en el ambiente de «Sans Souci». Eran dos tipos que podían encontrarse en lugares semejantes.
Pero de todas formas, no había que descuidarse. Y era fácil cometer un error. Ella misma había sufrido uno hacía pocos días; nada de particular, pero lo suficiente para advertirle que debía tener cuidado. El que una aficionada a hacer calceta pidiera consejo sobre una determinada clase de punto, constituía en sí una sencilla forma de aproximación para intimar y trabar buenas relaciones con otra persona. Pero una noche se olvidó de que era una aficionada y, sin darse cuenta, sus dedos emprendieron veloz y eficiente carrera, hija de la práctica, haciendo entrechocar diligentemente las agujas con esa nota que sólo consiguen hacer sonar las expertas calceteras. La señora O'Rourke se dio cuenta de ello y desde entonces Tuppence había tenido buen cuidado de tomar un camino intermedio; no tan torpe como pretendió ser al principio, ni tan rápida como en realidad podía ser.
—«¿Yo o bao?» —preguntó Betty, y al ver que no le contestaban, repitió la pregunta—: «¿Yo o bao?»
—Cariño, preciosa —dijo Tuppence distraídamente—. Bonita.
Satisfecha, al parecer, Betty volvió a murmurar para sí misma.
El próximo paso, pensó Tuppence, puede ser llevado a cabo fácilmente. Es decir, con la ayuda de Tommy. En el pensamiento veía con claridad cómo había que hacerlo...
Mientras forjaba sus planes, tendida en la cama, el tiempo pasaba rápidamente. La señora Sprot entró en la habitación, casi sin aliento, buscando a Betty.
—¡Oh! Aquí está. No sabía dónde podía haberse metido. ¡Betty, eres una niña muy traviesa...! ¡Dios mío!, señora Blenkensop, no sabe cuánto lo siento.
Tuppence se sentó en la cama. Betty, con cara de no haber roto un plato, estaba contemplando su obra.
Había quitado todos los cordones de los zapatos de Tuppence y los había sumergido en un vaso de agua que cogió del lavabo. Y entonces los estaba removiendo jubilosamente con el dedo.
Tuppence rió de buena gana y cortó las excusas de la señora Sprot.
—¡Qué cosa tan divertida! No se apure, señora Sprot, ya se secarán. La culpa es mía. Tuve que vigilarla y ver lo que hacía. Se ha estado muy quietecita.
—Ya lo sé —la señora Sprot suspiró—. Siempre que se están callados es mala señal. Ya le traeré otros cordones.
—No se preocupe —dijo Tuppence—. Cuando se sequen quedarán bien.
La señora Sprot se llevó a Betty y Tuppence se levantó para poner en obra su plan.
Tommy miró cuidadosamente el paquete que le entregó Tuppence.
—¿Es esto?
—Sí. Ten cuidado, no vayas a derramártelo encima.
Tommy olisqueó delicadamente el paquete y replicó:
—No te preocupes. ¿Y qué es esta terrible sustancia?
—Asafétida —dijo Tuppence—. Basta un pellizco de ella para que una se pregunte las causas de que su novio no sea tan galante como antes, igual que dicen los anuncios de los periódicos.
—¡Vaya idea! —murmuró Tommy.
Poco después de aquello, ocurrieron varios incidentes.
El primero fue un extraño olor que empezó de pronto a notarse en el cuarto del señor Meadowes.
El señor Meadowes, que no era hombre de condición dada a reclamaciones, se refirió a ello suavemente al principio, mas luego sus quejas crecieron en intensidad.
La señora Perenna fue llamada a cónclave y aunque estaba dispuesta a resistir todo lo que pudiera, no tuvo más remedio que admitir que se percibía cierto olor. Un olor fuerte y desagradable. Tal vez, sugirió, un escape de gas en la estufa.
Tommy se inclinó y olfateó con aire de duda, anunciando a continuación que no creía que el olor proviniera de allí. Más bien de debajo del entarimado. Estaba completamente seguro de que se trataba de una rata muerta.
La señora Perenna convino en que había oído hablar de cosas semejantes, pero que ella estaba convencida de que en «Sans Souci» no había ratas. Quizás algún ratón, aunque nunca había visto ninguno.
Por su parte, el señor Meadowes insistió con firmeza en que el olor denunciaba por lo menos a una rata, y añadió, todavía con más firmeza, que no estaba dispuesto a dormir ni una noche más en aquella habitación, hasta que la cosa se hubiera arreglado. Y, por lo tanto, rogaba a la señora Perenna que le cambiara a otro cuarto.
La mujer contestó que, desde luego, estaba a punto de sugerirle lo mismo, aunque temía que la única habitación vacía era muy pequeña y, por desgracia, no daba vista al mar. Pero si el señor Meadowes no tenía inconveniente...
El señor Meadowes no lo tenía. Su solo deseo era escapar de aquel olor.
La señora Perenna, por lo tanto, le acompañó hasta un pequeño dormitorio cuya puerta estaba situada justamente frente a la de la habitación de la señora Blenkensop. Luego llamó a la linfática y atontada Beatrice, para que trasladara las cosas del señor Meadowes, y anunció que haría venir a «un hombre» para que levantara el suelo y buscara el origen del olor.
Sobre estas condiciones, pues, las cosas quedaron arregladas satisfactoriamente.
El segundo incidente consistió en el fuerte romadizo que sufrió el señor Meadowes. Eso fue, por lo menos, lo que creyó al principio el propio interesado; pero luego admitió, aunque de una forma muy ambigua, que tal vez hubiera pescado un buen resfriado. Estornudaba con gran frecuencia y tenía los ojos llorosos. Y si hubo una ligera y alusiva traza de olor a cebolla en las proximidades del gran pañuelo de seda que utilizaba el señor Meadowes para sonarse, nadie se dio cuenta de ello; si bien había que tener en cuenta que el penetrante olor a cebolla quedaba bastante encubierto por la gran cantidad de agua de colonia vertida sobre el pañuelo.
Derrotado finalmente por los incesantes estornudos y cansado de sonarse la nariz, el señor Meadowes se metió en la cama.
Aquella misma mañana, la señora Blenkensop recibió una carta de su hijo Douglas. Tan excitada y emocionada estaba la buena mujer, que todos los habitantes de «Sans Souci» se enteraron de ello. La carta, según explicó, no había pasado por la censura, porque afortunadamente uno de los amigos de Douglas, que vino de permiso, la trajo consigo. Y así, por vez primera, el chico había podido escribirle sin cortapisas.
—Y ello viene a demostrar —declaró la señora Blenkensop moviendo juiciosamente la cabeza— cuan poco sabemos, en realidad, de lo que pasa por ahí.
Después del desayuno subió a su habitación, abrió la cajita japonesa y metió en ella la carta. Entre las hojas dobladas había unos imperceptibles granos de polvos de arroz. Luego cerró la caja, apretando fuertemente las yemas de los dedos sobre su superficie.
Cuando salió de la habitación tosió ligeramente y desde la puerta de enfrente llegó el estrépito de un estornudo altamente teatral.
Tuppence sonrió y siguió su camino.
Previamente había anunciado su propósito de ir aquel día a Londres, para visitar a su abogado y hacer algunas compras.
Las demás huéspedes le tributaron una buena despedida y algunas le hicieron varios encargos... «sólo si dispone de tiempo, desde luego».
El mayor Bletchley se mantuvo apartado de todo aquel parloteo femenino. Estaba leyendo el periódico y lanzaba, de cuando en cuando, apropiados comentarios en alta voz respecto a algunos de los artículos.
—Esos malditos cerdos alemanes... Ametrallan en las carreteras a los refugiados... Malditos bestias... Si yo fuera uno de los que luchan...
Tuppence le dejó bosquejando todavía lo que haría él si estuviera al mando de las operaciones.
Dio una vuelta por el jardín para preguntarle a Betty Sprot qué le gustaría que le trajera de Londres.
La chiquilla tenía en las manos un caracol y gorjeó alegremente al ver a Tuppence. En respuesta a las sugerencias de ésta sobre un gatito, un libro de cuentos o algunos lápices de colores, Betty replicó:
—Betty «pinta».
Y, por lo tanto, los lápices de colores quedaron anotados en la lista de Tuppence.
Cuando se marchaba, intentando salir a la carretera por la senda que había al extremo del jardín, se topó inopinadamente con Carl von Deinim. El joven estaba apoyado contra la pared y tenía los puños fuertemente cerrados. Cuando ella se acercó, dio la vuelta. Su cara, que usualmente era de facciones impasibles, estaba crispada por la emoción.
Tuppence, casi sin quererlo, se detuvo y preguntó:
—¿Le ocurre algo?
—¡Ah! Sí; me pasan muchas cosas —su voz era ronca y forzada—. Tienen ustedes un dicho que se refiere a que hay cosas que no son pescado, carne, gallina ni buen arenque ahumado
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, ¿verdad? Tuppence asintió con la cabeza.
Carl prosiguió con amargura.
—Eso es lo que soy yo. Esto no puede seguir así. No puede seguir. Creo que sería mejor acabar de una vez.
—¿Qué quiere decir?
—Usted siempre fue amable conmigo —replicó el joven—. Tal vez comprenderá. Salí de mi patria a causa de las injusticias y de la crueldad. Vine aquí buscando libertad. Odio a la Alemania nazi. Pero, por desgracia, soy alemán. Nada puede alterar este hecho.
Tuppence murmuró:
—Ya sé que puede encontrar dificultades...
—No es eso. Como le he dicho soy alemán. En mi corazón, en mis sentimientos, Alemania todavía es mi patria. Cuando veo que derriban aviones alemanes, que mueren soldados alemanes, pienso que son compatriotas míos los que mueren. Y cuando ese viejo mayor lee el periódico y dice «esos cerdos...» me embarga la cólera... no lo puedo soportar.
Y añadió suavemente:
—En consecuencia, creo que lo mejor será acabar con todo. Sí; acabar de una vez.
Tuppence le cogió fuertemente por el brazo.
—Tonterías —dijo con firmeza—. Es lógico que tenga esos sentimientos. Cualquiera los tendría. Pero ha de resistirlo.
—Desearía que me internaran. Así sería más fácil.
—Sí; probablemente lo sería. Pero ahora está usted haciendo un trabajo provechoso... o al menos eso es lo que me han dicho. Provechoso no sólo para Inglaterra sino para la humanidad. Está investigando ciertos aspectos de la inmunización contra gases, ¿no es así?
La cara de él se animó un poco.
—Sí. Y empiezo a tener mucho éxito. Es un proceso muy simple; fácil de hacer y nada complicado de aplicar.
—Bien —dijo Tuppence—, eso vale la pena. Cualquier cosa que mitigue el dolor vale la pena. Cualquier cosa que no sea destructiva. Como es lógico, nosotros tenemos que lanzar improperios contra nuestros enemigos. Y en Alemania están haciendo exactamente igual. Hay centenares de mayores Bletchley que están echando espuma por la boca. Yo misma odio a los alemanes. «Los alemanes» digo y siento que la aversión me hace estremecer. Pero cuando pienso en los alemanes como individuos; en madres que esperan ansiosas recibir noticias de sus hijos; en campesinos que recogen su cosecha; en pequeños tenderos y en tanta gente amable y agradable que conozco en Alemania, mis sentimientos son diferentes por completo. Me doy cuenta entonces de que ellos no son más que seres humanos y que nuestros sentimientos son la máscara guerrera que se pone sobre todo. Es una parte de la guerra; probablemente necesaria, pero efímera.
Mientras hablaba iba pensando como había hecho Tommy no hacía mucho tiempo en las palabras de la enfermera Cavell: «El patriotismo no es bastante. No debo albergar el odio en mi corazón.»