Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
Esforzándose para que su voz pareciera tranquila, como si el asunto no le concerniera, Tuppence observó:
—No hay razón para suponer que la haya pasado algo.
—Ninguna en absoluto. Pero supongamos que sí la hay.
—¿Qué?
—Decía que... suponiendo que la haya, ¿qué hará usted?
—¡Oh! Ya entiendo... pues yo... continuaré, desde luego.
—Eso es. «Ya habrá tiempo de llorar después de la batalla.» Y ahora estamos en lo más reñido de ella. Tenemos poco tiempo. Uno de los informes que nos proporcionó usted ha resultado ser cierto. Lo que oyó respecto al «cuarto». Se trata del día cuatro del mes próximo. Es la fecha fijada para el ataque contra nuestro país.
—¿Está seguro?
—Bastante. Nuestros enemigos son muy metódicos y todos sus planes están trazados con gran detalle. Desearía poder decir lo mismo de nosotros. No estamos muy duchos en estas cosas. Sí, el día cuatro es el día «D». Todos esos ataques aéreos no son más que simples reconocimientos. Están comprobando nuestras defensas y nuestras reacciones ante los bombardeos. El día cuatro es cuando se lanzarán a fondo.
—Pero sabiendo eso...
—Sabemos que ya han fijado el día, y conocemos, o por lo menos así lo creemos, aproximadamente dónde será... aunque podamos estar equivocados. Dentro de lo que cabe, estamos preparados. Pero es la vieja historia del sitio de Troya. Sabemos cuáles son las fuerzas con que van a atacar. Pero lo que nos interesa conocer son los efectivos de que disponen aquí. Los hombres que tienen dentro del caballo de madera. Porque son ellos los que pueden darles las llaves de la fortaleza. Una docena de hombres, situados en altos cargos, con mandos en puntos vitales, pueden dar órdenes contradictorias y con ello situar al país en un estado de confusión tal, que el plan de los alemanes sea llevado a cabo sin tropiezo. Por eso tenemos que conseguir esa información sin pérdida de tiempo.
Tuppence exclamó con acento desanimado:
—Pero yo me siento tan inútil... con tan poca experiencia que...
—No tiene por qué preocuparse de ello. Tenemos trabajando en este asunto a gente con mucha experiencia. A todos los mejores de que disponemos. Pero cuando se trata de una traición interior no podemos saber de quién hemos de fiarnos. Usted y Beresford constituyen las fuerzas irregulares. Nadie les conoce y por eso tienen una oportunidad de triunfar, como así lo han conseguido hasta cierto punto.
—¿Podría hacer que alguno de los suyos se ocupara de la señora Perenna? Tiene que haber alguien del que pueda fiarse por completo.
—Ya lo hemos hecho. Pero con la excusa de que la señora Perenna pertenece al I. R. A.
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. Eso, además es cierto; pero no hemos podido conseguir ninguna prueba más. Así es que debe usted continuar, señora Beresford. Adelante y hágalo lo mejor que pueda.
—El día cuatro —dijo Tuppence—. Nos queda poco más de una semana.
—Una semana exactamente.
Tuppence se estrujó las manos.
—¡Tenemos que conseguir algo! Y digo tenemos, porque creo que Tommy averiguó alguna cosa y ésa es la razón de que haya desaparecido. Está siguiendo una pista. ¿Y si...?
Frunció el ceño, mientras planeaba un nuevo método de ataque.
—Ya ves, Alberto; es una posibilidad.
—Comprendo lo que quiere decir, señora; desde luego. Pero no me gusta mucho la idea, he de reconocerlo.
—Pues yo creo que dará resultado.
—Sí, señora. Aunque se expone usted demasiado, y eso es lo que no me gusta. Estoy seguro de que al señorito tampoco le agradaría.
—Ya lo hemos intentado todo por los métodos normales. Es decir, hemos hecho lo que hemos podido sin descubrirnos. Me parece que ahora, la única probabilidad que tenemos es salir al campo abierto.
—¿Se da cuenta, señora, de que con ello sacrificaría su ventaja?
—Hablas esta tarde como si fueras un locutor de la B.B.C., Albert —replicó Tuppence con perceptible irritación.
Albert quedó algo desconcertado y volvió a adoptar una forma de hablar más normal en él.
—Anoche estuve escuchando una emisión muy interesante, acerca de la vida en una balsa —dijo.
—No tenemos tiempo ahora para hablar de cómo se vive en una balsa —observó Tuppence.
—Lo que me gustaría saber es dónde está el capitán Beresford.
—Y a mí también —convino ella.
—No parece natural que desapareciera sin decir ni una palabra. Ya tenía que haberse puesto en comunicación con usted. Por eso...
—Sigue, Albert.
—Lo que quiero decir es que, si él se ha descubierto, tal vez sea mejor que usted no lo haga.
Hizo una pausa para coordinar sus ideas y luego prosiguió tranquilamente:
—Me refiero a que los otros se han enterado de quién es, pero no saben nada de usted. Y por ello no debe descubrirse todavía.
—Desearía poder hacerme el ánimo —suspiró Tuppence.
—¿De qué forma piensa usted abordar este asunto, señora?
Tuppence murmuró pensativamente:
—Creo que debo perder una carta escrita por mí, organizando un buen revuelo acerca de ello y demostrando un gran trastorno. Luego la encontrarán en el vestíbulo y Beatrice la pondrá, posiblemente, sobre la mesa. Y entonces, la persona que me interesa le dará una ojeada.
—¿Y qué pondrá en la carta?
—Pues, en términos generales, que he tenido éxito al descubrir a «la persona en cuestión» y que mañana informaré con más amplitud. Después, como comprenderás, «N» o «M» tendrán que descubrirse cuando intenten eliminarme.
—Sí y además, posiblemente lo consigan.
—No ocurrirá tal cosa si estoy prevenida. Me figuro que me atraerán con engaños a cualquier sitio alejado y solitario. Y ahí es precisamente donde entras tú; porque ellos no saben ni que existes.
—Tengo que seguirlos y cogerlos con las manos en la masa, ¿no es eso?
Tuppence asintió.
—Ése es mi propósito. Tengo que pensarlo todo con mucho cuidado, y ya te veré mañana.
Salía Tuppence de una librería del pueblo en que alquilaban novelas, llevando bajo el brazo lo que le había sido recomendado como «un libro muy interesante», cuando se sobresaltó al oír una voz que decía:
—Señora Beresford.
Dio la vuelta rápidamente y vio a un joven alto y moreno que le sonreía agradablemente, aunque con un ligero aire de embarazo.
—Ejem... —carraspeó el muchacho—. Temo que no se acordará de mí.
Tuppence estaba acostumbrada a este procedimiento. Hubiera predicho con absoluta exactitud las palabras que seguirían.
—Yo... ejem... estuve un día en su casa, con Deborah.
¡Los amigos de Deborah! Demasiados y, según opinaba Tuppence, todos singularmente iguales. Algunos morenos, como aquel joven; otros rubios y algunas veces pelirrojos; pero todos fundidos en el mismo molde. Agradables, de buenas maneras y con el pelo demasiado largo, bajo el punto de vista de Tuppence. Aunque cuando ella resaltaba tal punto, Deborah solía contestarle: «Pero mamá; no vivas todavía a la moda de mil novecientos dieciséis. No aguanto el pelo corto».
Era un fastidio el haberse tropezado con un amigo de Deborah y que éste la hubiera reconocido, precisamente entonces. Sin embargo, esperaba poder sacudírselo de encima pronto.
—Soy Anthony Mardson —explicó el joven.
—Claro que sí —admitió Tuppence.
Y le estrechó la mano.
Tony Mardson prosiguió:
—No sabe cuánto me alegro de haberla encontrado, señora Beresford. Estoy trabajando con Deborah y resulta que ha ocurrido una cosa algo delicada.
—¿Sí? —dijo Tuppence—. ¿Y qué ha sido ello?
—Bueno; pues verá. Deborah se ha enterado de que no está usted en Cornwall, como ella creía. Y eso la pone a usted en una situación bastante embarazosa, ¿verdad?
—¡Qué fastidio! —exclamó Tuppence con inquietud—. ¿Cómo se enteró?
Tony se lo explicó y luego prosiguió con alguna timidez:
—Deborah, desde luego, no sabe lo que está usted haciendo.
Hizo una discreta pausa y a continuación dijo:
—Creo que es muy conveniente que ella no se entere. Mi trabajo, en realidad, es semejante al de usted. Paso por ser un principiante en el Departamento de Claves; pero lo cierto es que tengo instrucciones de demostrar una ligera simpatía hacia los nazis. Admiración hacia su sistema, insinuaciones de que no estarla mal una alianza con Hitler y cosas por el estilo. Todo ello para ver cómo respiran los otros. Ya sabe usted que hay mucha porquería en los departamentos ministeriales y necesitamos saber quién está detrás de todo ello.
«Porquería por todos lados», pensó Tuppence.
—Pero tan pronto como Deb me contó lo de usted —continuó el joven— pensé que lo mejor era venir inmediatamente y prevenirla, al objeto de que pudiera usted preparar una historia convincente. He de confesarle que estoy enterado de lo que está usted haciendo aquí, lo cual es de vital importancia. Sería desastroso que trasluciera por ahí su verdadera personalidad. Creo que, tal vez, le será posible hacer ver que ha ido a reunirse con su marido en Escocia o donde esté. Debe decir que le han permitido trabajar con él.
—Eso debo hacer, desde luego —convino Tuppence con aire abstraído.
Tony Mardson preguntó con ansiedad:
—No creerá usted que me estoy metiendo donde no me llaman, ¿verdad?
—No, no. Le estoy muy agradecida.
El joven prosiguió incongruentemente:
—Yo... bueno... aprecio mucho a Deborah.
Tuppence le dirigió una rápida y divertida mirada.
Qué lejos parecía aquel mundo de jóvenes atentos, en el que Deb, a pesar de sus brusquedades, no parecía poder quitárselos de encima. Aquel joven, pensó, era un ejemplar muy atractivo.
Desechó lo que ella llamaba «pensamientos del tiempo de la paz» y se concentró en la actual situación.
Al cabo de unos instantes observó lentamente:
—Mi marido no está en Escocia.
—¿De veras?
—No. Está aquí, conmigo. Mejor dicho, estaba. Ahora... ha desaparecido.
—Eso sí que está mal... o tal vez no. ¿Había averiguado algo?
Tuppence asintió.
—Eso creo. Por ello me figuro que su desaparición no es una mala señal. Tarde o temprano se pondrá en comunicación conmigo..., según tenemos convenido.
—Supongo que sabrá usted bien lo que debe hacer. Pero ha de tener cuidado.
Tuppence inclinó la cabeza asintiendo.
—Sé a qué se refiere. A las hermosas heroínas de los libros siempre se les engaña con facilidad. Pero Tommy y yo tenemos nuestros métodos y nuestro lema —sonrió—. «Un penique sin adornos y dos peniques pintados.»
—¿Qué?
El joven la miró como si se hubiera vuelto loca.
—Debo aclararle a usted, que mi apodo familiar es «Tuppence».
—¡Oh! Ya comprendo —la frente del muchacho se despejó—. Es ingenioso..., ¿verdad?
—Así lo espero.
—No quisiera entrometerme... pero, ¿puedo ayudarla en algún modo?
—Sí —respondió Tuppence pensativamente—. Creo que quizá pueda hacerlo.
Tras un largo período de inconsciencia, Tommy empezó a darse cuenta de una ígnea esfera que navegaba por el espacio. Y en el centro de ella había un núcleo de dolor. El universo se estremeció y la esfera se movió más lentamente, hasta que de pronto descubrió que el núcleo era su propia y dolorosa cabeza.
Poco a poco fue dándose cuenta de otras cosas; de sus piernas frías y entumecidas, del hambre que sentía y de la imposibilidad de mover los labios.
La bola de fuego se movía cada vez más despacio. Era ahora la cabeza de Tommy Beresford y descansaba sobre tierra firme. Muy firme. En realidad, sobre algo que se parecía extraordinariamente a piedra.
Sí; estaba tendido sobre un duro suelo de piedra. Le dolía todo el cuerpo; no se podía mover y se sentía extremadamente hambriento, helado e incómodo.
Seguramente, aunque las camas de la señora Perenna nunca se distinguieran por su blandura, aquello no podía ser...
¡Claro que sí!... ¡Haydock! ¡La emisora de radio! ¡El criado alemán! Cuando entró por la cancela de «Sans Souci» alguien, detrás de él, le había abatido de un golpe. Y ésa era la razón de su dolorida cabeza.
¡Y pensar que había creído poder escapar con todo lo que sabía! Por lo visto, Haydock no era tan tonto como supuso.
¿Haydock? Haydock había entrado en «El descanso del contrabandista» y había cerrado la puerta. ¿Cómo se las había arreglado para bajar la colina y esperarlo en la entrada de «Sans Souci»?
No podía haberlo hecho, pues Tommy lo hubiera visto.
¿El criado, entonces? ¿Lo había enviado para que le esperara? Pero Tommy recordó que mientras cruzaba el vestíbulo había visto a Appledore en la cocina, cuya puerta estaba entreabierta. ¿Acaso se imaginó que vio al criado allí? Tal vez esto fuera la explicación.
De todas formas, nada importaba ahora. Lo que debía hacer era enterarse de dónde se encontraba.
Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, se fijaron en un rectángulo de luz tenue. Una ventana o una pequeña reja. El aire era frío y olía a moho. Dedujo que le habían encerrado en un sótano. Estaba atado de pies y manos, y en la boca le habían introducido una mordaza que aseguraron con un pañuelo.
«Parece como si ya estuviera listo», pensó Tommy.
Trató cuidadosamente de mover el cuerpo y las piernas, pero no tuvo éxito.
En aquel momento se oyó un ligero crujido y se abrió una puerta situada a sus espaldas. Entró un hombre con una vela en la mano. Puso la vela en el suelo y Tommy reconoció entonces a Appledore. El criado volvió a salir y al cabo de un momento regresó con una bandeja sobre la que llevaba un jarro de agua, un vaso y un poco de pan y queso.
Se inclinó y comprobó el estado de las ligaduras que sujetaban las piernas de Tommy. Luego hizo lo mismo con la mordaza.
—Voy a quitársela —dijo con voz tranquila y monótona—. Para que pueda comer y beber. Sin embargo, si hace el menor ruido, se la volveré a poner inmediatamente.
Tommy trató de asentir con la cabeza y como esto le resultó absolutamente imposible, abrió y cerró los ojos repetidas veces.
Appledore tomó aquello como un asentimiento y con gran cuidado desató el pañuelo.
Una vez tuvo la boca libre, Tommy empleó un buen rato ejercitando la mandíbula. El criado le acercó el vaso de agua a los labios y al principio tragó con dificultad, pero luego ya lo hizo más fácilmente. El agua le hizo sentirse mucho mejor.