El misterio de Sans-Souci (22 page)

Read El misterio de Sans-Souci Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sans-Souci
9.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Así está bien —murmuró Tommy con voz torpe—. Y ahora dame de comer, Fritz... ¿o acaso te llamas Franz?

El otro replicó sosegadamente:

—Aquí me llamo Appledore.

Levantó el pan y el queso y Tommy empezó a comer con ansiedad.

Una vez terminada la comida y después de beber otro poco de agua, preguntó:

—¿Y qué viene ahora en el programa?

Por toda respuesta, Appledore volvió a coger la mordaza.

Tommy se apresuró a solicitar:

—Quiero ver al teniente de navío Haydock.

El criado sacudió la cabeza. Con gran destreza volvió a colocar la mordaza y luego salió del sótano.

Tommy quedó meditando en la oscuridad. Se despertó de un turbado sueño al oír el ruido de la puerta que se abría de nuevo. Esta vez Haydock acompañaba al criado. Le quitaron la mordaza y las ligaduras de los brazos, de modo que pudo sentarse y estirarlos.

Haydock llevaba en la mano una automática.

Y Tommy, sin mucha confianza en su interior, empezó a desempeñar su papel.

—Oiga, Haydock —dijo con indignación—. ¿Qué quiere decir todo esto? Primero me atacaron y luego me han secuestrado.

El marino hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No gaste el aliento —dijo—. No vale la pena.

—¿Acaso porque pertenece usted al Servicio Secreto se cree que...?

El otro volvió a sacudir la cabeza.

—No, no, Meadowes. Usted no se creyó esa historia. No hay necesidad de que siga pretendiéndolo.

Pero Tommy no mostró señales de desconcierto. Se dijo a sí mismo que el otro no podía estar seguro de ello. Si continuara desempeñando su papel...

—¿Quién diablos se cree usted qué es? —preguntó—. Por grandes que sean sus atribuciones, no tiene ningún derecho a comportarse así. Soy perfectamente capaz de callarme cuando se trata de un secreto tan vital para nosotros.

El marino replicó fríamente:

—Lo hace usted muy bien, pero debo decirle que me es completamente indiferente que sea usted del Servicio Secreto inglés, o simplemente un estúpido aficionado.

—¡Habráse visto semejante desfachatez...!

—Ya está bien, Meadowes.

—Le digo...

Haydock adelantó su cara con gesto feroz.

—¡Cállese! ¡Maldita sea! De haber ocurrido esto antes, hubiera sido necesario enterarse de quién era usted y quién le mandó aquí. Pero ahora ya no importa. No queda tiempo para ello. Y usted no ha tenido ocasión de informar a nadie sobre lo que descubrió.

—La policía empezará a buscarme tan pronto como se den cuenta de mi desaparición.

Haydock enseñó los dientes en un súbito destello.

—La policía ha estado aquí esta noche pasada. Buenos chicos; ambos son amigos míos. Me preguntaron acerca del señor Meadowes. Estaban muy preocupados por su desaparición. Quisieron saber qué aspecto tenía usted anteanoche y qué es lo que dijo. No podían sospechar, ni remotamente, que el hombre de que hablaban estaba literalmente bajo sus pies. Se dará cuenta de que no hay duda de que salió usted de esta casa vivo y sin haber sufrido ningún daño. Nunca pensarán en buscarle aquí.

—No puede retenerme para siempre —dijo Tommy con vehemencia.

Haydock replicó, asumiendo de nuevo sus mejores maneras británicas:

—No será necesario, mi querido amigo. Sólo hasta mañana por la noche. Espero un barco que atracará en mi ensenada y hemos pensado que le convendría hacer un pequeño viaje por motivos de salud. Aunque, ciertamente, no creo que esté usted vivo, ni que esté siquiera a bordo cuando ese barco llegue a su destino.

—Me extraña que no me dejaran tieso en el acto.

—Hace demasiado calor, amigo mío. Nuestras comunicaciones marítimas estaban interrumpidas de momento y si lo hubiéramos hecho como usted dice... bueno, un cuerpo muerto dentro de casa es capaz de denunciarse por sí mismo.

—Comprendo —dijo Tommy.

Lo comprendía perfectamente. El asunto estaba claro. Le dejarían vivir hasta que llegara el barco. Luego le matarían o le narcotizarían, llevando su cuerpo hasta alta mar. Y cuando le encontraran nadie hallaría relación alguna entre él y «El descanso del contrabandista».

—Sólo he venido —continuó hablando Haydock con el tono más natural del mundo— para preguntarle si... ejem... podemos hacer algo por usted... después...

—Gracias... no voy a pedirle que lleve un mechón de mi pelo a la mujer que me espera en Saint John's Wood, ni nada que se le parezca. Me echará de menos cuando llegue el día de la paga, pero estoy seguro de que pronto encontrará otro amigo en cualquier lado.

Era preciso que, a toda costa, creara la impresión de que actuaba solo. Con tal de que ninguna sospecha recayera sobre Tuppence, todavía podía ganarse la partida, aunque él no estuviese presente para ver el final.

—Como guste —dijo Haydock—. Si quiere mandar un mensaje a su... amiga... nos ocuparemos de que llegue a tu poder.

Por lo visto, Haydock estaba interesado en conseguir una información más completa sobre el desconocido señor Meadowes. Pues bien, Tommy estaba dispuesto a que siguiera sin enterarse.

—No hay nada que hacer —dijo.

—Perfectamente.

Y con aspecto indiferente por completo, Haydock le hizo una seña a Appledore, quien volvió a colocar en su sitio las ligaduras y la mordaza. Después, los dos hombres salieron del sótano, cerrando la puerta tras de sí.

Al quedar solo con sus pensamientos, Tommy se sintió embargado por todas las emociones, menos por la alegría. No sólo se enfrentaba con la perspectiva de una muerte cercana, sino que carecía de medios para dejar una pista sobre lo que había descubierto.

No podía confiar en su cuerpo, y su cerebro parecía estar particularmente inactivo. Se preguntó si podía haberse aprovechado del ofrecimiento hecho por Haydock respecto a un mensaje. Tal vez, si su cerebro hubiera funcionado mejor... Pero no pudo pensar entonces en nada provechoso.

Todavía quedaba Tuppence, desde luego. Pero ¿qué podía hacer ella? Tal como Haydock había dicho, la desaparición de Tommy no podía relacionarse con él. Tommy habla salido sano y salvo de «El descanso del contrabandista». Eso lo probarían dos testigos ajenos por completo a la cuestión. Si Tuppence sospechaba de alguien, no sería de Haydock. Y seguramente no sospecharía de nadie, pues tal vez creyera que estaba siguiendo una pista.

¡Maldita sea! Si hubiera estado más sobre aviso...

Había un poco de luz en el sótano, a donde llegaba por la pequeña reja situada casi junto al lecho, en un rincón. Si tuviera la boca libre, podría gritar y quizás alguien le oyera, aunque era muy improbable.

Durante la siguiente media hora estuvo muy ocupado forzando las cuerdas que le ataban y tratando de sacudirse la mordaza. Pero todo fue en vano. El que llevó a cabo aquella tarea sabía lo que se hacía.

Juzgó que debían ser las últimas horas de la tarde. Supuso que Haydock se había marchado, pues no se oía ruido alguno.

Y el muy hipócrita estaría seguramente jugando al golf y especulando en el club sobre lo que le podía haber pasado a Meadowes.

Tommy se retorció de rabia. ¡Aquellos modales tan ingleses! ¿Estaban todos ciegos para no darse cuenta de aquel cuadrado cráneo prusiano? Hasta él mismo no se había fijado. Era extraordinario lo que un actor de primera categoría podía conseguir.

Y allí estaba él. Un fracasado. Fracasado ignominiosamente. Atado como un capón, sin que nadie se imaginara dónde estaba.

Si Tuppence tuviera doble vista... podía sospechar. Algunas veces demostró poseer una misteriosa perspicacia... ¿Qué era aquello?

Aguzó el oído, escuchando un sonido lejano. Era tan sólo un hombre que canturreaba.

Y le era imposible hacer ningún ruido que atrajera la atención.

El canturreo se aproximó. Era un sonido desafinado por completo. Pero la tonadilla, aunque destrozada, todavía podía reconocerse. Había estado de moda durante la última guerra, y ahora se cantaba otra vez.

«Si tú fueras la única chica del mundo, y yo el único chico.»

¡Cuántas veces la había tarareado en 1917!

Pero ¿qué hacía aquel tipo? ¿No podía cantar con un poco más de afinación?

De pronto el cuerpo de Tommy se puso tenso y rígido. Todos aquellos errores del que canturreaba le eran extrañamente familiares. Estaba seguro de que sólo una persona se equivocaba siempre en aquel pasaje y de aquella forma.

«¡Es Albert!», pensó Tommy.

Albert rondando por los alrededores de «El descanso del contrabandista». Albert al alcance de la mano; y mientras tanto, allí estaba él, atado, incapaz de mover pie ni mano y sin poder hacer ruido alguno...

¡Un momento! ¿No podía hacer ningún ruido?

Sí podía hacerlo. Uno tan sólo, y aunque no tan fácil de hacer con la boca cerrada como con la boca abierta, podía intentarlo.

Tommy empezó a roncar desesperadamente. Mantuvo los ojos cerrados, dispuesto a fingir un profundo sueño si entraba Appledore. Y roncó, roncó...

Un ronquido corto, otro corto y otro corto... pausa... Un ronquido largo, otro largo y otro largo... pausa... Un ronquido corto, otro corto y otro corto...

2

Cuando le dejó Tuppence, Albert quedó profundamente agitado.

Con el transcurso de los años se había convertido en una persona de lentos procesos mentales; pero aquellos procesos eran tenaces.

El estado de los asuntos en general le parecía equivocado. La misma guerra, en sí, era errónea.

«Esos alemanes —pensaba lúgubremente Albert, casi sin sentimientos rencorosos— vitorean a Hitler, hacen el paso de la oca, atropellan a todo el mundo, bombardean, ametrallan y, en fin, se hacen aborrecer de todos. Tienen que pararles los pies, de eso no hay duda, aunque hasta ahora no parece que nadie haya sido capaz de hacerlo.»

Y luego estaba la señora Beresford, una buena señora como había pocas, que se hallaba metida en un lío y que andaba buscando todavía más. ¿Cómo iba a disuadirla de ello? No parecía posible que lo lograra. Nada menos que se las estaba viendo con los de la Quinta Columna, que debían ser una pandilla bastante desagradable. ¡Y algunos de ellos eran ingleses, además! ¡Era deshonra, ni más ni menos!

Y el señorito, el único que podía contener algo el carácter impetuoso de la señora, había desaparecido.

A Albert no le gustaba el asunto en absoluto. Le daba en la nariz que «aquellos alemanes» tenían la culpa de todo.

Sí; las cosas no tenían buen aspecto. Parecía como si el señorito se hubiera encontrado con alguno de ellos.

Albert no estaba acostumbrado al ejercicio de razonar profundamente. Como la mayoría de los ingleses, era capaz de sentir una cosa con gran intensidad, y luego darle vueltas al asunto hasta que lo aclaraba de una forma u otra. Y como decidió que debía encontrar al señorito, Albert, a la manera de un perro fiel, se dispuso a buscarlo.

No siguió ningún plan determinado, pero procedió al igual que hubiera hecho si hubiera tenido necesidad de buscar el bolso de su mujer o sus gafas, cuando alguno de estos esenciales artículos se extraviaba. Es decir, fue al sitio donde por última vez se vio el objeto, y empezó desde allí sus pesquisas.

En este caso, lo último que se sabía de Tommy era que había cenado con el teniente de navío Haydock en «El descanso del contrabandista» y que al volver a «Sans Souci» se le había visto entrar por la cancela.

Por lo tanto, Albert subió por la carretera y se detuvo delante de «Sans Souci», donde empleó cinco minutos contemplando dicha cancela, como si esperara encontrar algo. Y como nada de carácter brillante se le ocurriera, dio un suspiro y siguió subiendo lentamente la cuesta hacia «El descanso del contrabandista».

Albert también había estado en el cine aquella semana y quedó profundamente impresionado por el argumento de
La doncella errante
. ¡Qué romántico! No podía menos que asombrarse por la similitud con su propio apuro. Al igual que el héroe de la pantalla, Larry Cooper, él era como el leal Blondel buscando a su cautivo señor. Como Blondel, había luchado al lado de su amo en otros tiempos. Ahora su señor había sido traicionado y sólo quedaba Blondel para buscarlo y devolverlo a los amantes brazos de la reina Berengaria.

Albert lanzó un profundo suspiro al recordar los melifluos acordes de «Ricardo, mi rey», que el leal trovador había cantado con tanto sentimiento bajo tantos torreones.

Era una lástima que a él le costara tanto aprender una tonada.

Le llevaba mucho tiempo el llegar a sabérsela.

Frunció los labios y lanzó un tentativo silbido.

Últimamente se habían puesto de moda otra vez las canciones de la otra guerra.

«Si tú fueras la única chica del mundo y yo el único chico.»

Albert se detuvo para contemplar la pulcra cancela pintada de blanco de «El descanso del contrabandista». Allí era adonde el señorito había ido a cenar.

Siguió subiendo la cuesta, hasta que llegó al final. No vio nada más que hierba y unas cuantas ovejas.

La cancela de «El descanso del contrabandista» se abrió en aquel momento y salió un coche. Al volante iba un hombre corpulento, vestido con pantalones de golf. A su lado llevaba la bolsa de los palos. El coche enfiló la cuesta y desapareció.

«Ése debe ser el teniente de navío Haydock», dedujo Albert.

Deambuló hacia abajo otra vez y contempló detenidamente la casa. Era un sitio muy bonito, con un jardín muy bien cuidado y una vista espléndida.

Miró benignamente todo aquello y canturreó:

«Te diría tantas cosas maravillosas.»

De una puerta lateral de la casa salió un hombre con un azadón en la mano y desapareció por una pequeña cancela.

Albert, que criaba berros y lechugas en el jardinillo de la parte posterior de su casa, se sintió inmediatamente interesado.

Se acercó y entró por la cancela. Sí; era un sitio muy bonito y cuidado.

Dio la vuelta lentamente a la casa. Algo más abajo, en un trozo de terreno llano, al que se llegaba por unos cuantos peldaños, había unos cuadros de hortalizas. El hombre que salió de la casa estaba trabajando allí.

Albert lo estuvo contemplando durante unos momentos y luego volvió a mirar la casa.

Un sitio muy bonito, pensó por tercera vez. Justo lo que desearía tener un oficial retirado de la Marina. Allí era donde el señorito había cenado la otra noche.

Lentamente, Albert siguió dando la vuelta a la casa. La miraba igual que hizo con la cancela de «Sans Souci», como si esperara que le dijera algo.

Other books

The Deepest Blue by Kim Williams Justesen
Sold into Slavery by Claire Thompson
Harmony In Flesh and Black by Nicholas Kilmer
Swans Are Fat Too by Michelle Granas
Edward's Dilemma by Paul Adan
Some Wildflower In My Heart by Jamie Langston Turner