Read El misterio de Sans-Souci Online
Authors: Agatha Christie
—¿Qué haré? —preguntó Sheila.
Aquella simple y desesperada pregunta hizo que Tuppence diera un respingo. Sólo pudo decir con acento desconsolado:
—¡Oh, pobrecita!
La voz de la joven sonaba como un canto fúnebre cuando explicó:
—Se lo han llevado. No lo volveré a ver jamás.
Y luego exclamó:
—¿Qué haré? ¿Qué haré?
Se dejó caer de rodillas junto a la cama y empezó a sollozar desgarradamente.
Tuppence acarició aquella negra cabellera. Al cabo de un rato, dijo con voz ahogada:
—No... no puede ser eso. Tal vez sólo se proponen internarlo. Al fin y al cabo, ya sabe que es ciudadano de un país enemigo.
—No es eso lo que han dicho. Ahora están registrando su habitación.
Tuppence replicó lentamente:
—Bueno; si no encuentran nada...
—¡Claro que no encontrarán nada! ¿Qué podrían encontrar?
—No lo sé. Pero creo que usted tal vez sí.
—¿Yo?
Su desdén y sorpresa eran demasiado reales para ser fingidos. Cualquier sospecha que Tuppence abrigara sobre la complicidad de Sheila Perenna, murió en aquel instante. Aquella joven nunca supo nada.
—Si es inocente... —siguió Tuppence.
Sheila la interrumpió:
—¿Y qué importa eso? La policía lo acusará de cualquier cosa, aunque no sea verdad.
Tuppence replicó vivamente:
—Tonterías, chiquilla. Eso no es cierto.
—La policía inglesa es capaz de cualquier cosa. Eso dice mi madre.
—Su madre puede decir lo que quiera; pero está equivocada. Le aseguro que eso no es verdad.
Sheila la miró durante unos instantes, como dudando, y luego dijo:
—Muy bien. Si dice eso, me fío de usted.
Tuppence se sintió incómoda y se apresuró a objetar:
—Es usted demasiado confiada, Sheila. Tal vez no estuvo muy acertada al fiarse de Carl.
—¿También está contra él? Pensé que usted le apreciaba. Y él también lo creía así.
Eran conmovedores aquellos jóvenes, al depositar su fe en quien les apreciaba. Y era verdad. Tuppence apreciaba a Carl y todavía le seguía gustando.
Con acento cansado, observó:
—Oiga, Sheila. El que le aprecie o no nada tiene que ver con los hechos. Este país y Alemania están en guerra. Hay muchas maneras de servir a la patria y una de ellas es recoger información, trabajando detrás de las líneas de combate. Es una cosa para la que se necesita valor, porque si te cogen... —su voz se quebró ligeramente—, es el final.
—¿Cree que Carl...? —preguntó Sheila.
—¿Si creo que puede estar trabajando de esa forma para su patria? Es una posibilidad, ¿no le parece?
—No —replicó la joven.
—Tal vez su misión consista en desempeñar el papel de refugiado y hacer ver que es un violento enemigo de los nazis, para así poder conseguir informes.
Sheila replicó, sin alterarse:
—Eso no es cierto. Conozco a Carl y sé lo que siente y lo que piensa. Su máxima preocupación es la ciencia, su trabajo; la verdad y el saber que en ello se encierra. Siente gratitud hacia Inglaterra por haberle dejado trabajar aquí. Algunas veces, cuando la gente dice alguna cosa cruel de su patria, se siente amargado como buen alemán. Pero siempre odió a los nazis y a lo que representan... la negación de la libertad.
—Eso es lo que él dirá, desde luego —opinó Tuppence.
Sheila le dirigió una mirada de reproche.
—¿Cree usted entonces que es un espía?
—Creo que es... —Tuppence vaciló— posible.
La joven se encaminó hacia la puerta.
—Comprendo. Siento haber venido a pedirle ayuda.
—¿Pero qué cree usted que puedo hacer yo?
—Usted conoce a mucha gente. Sus hijos están en el ejército y en la marina de guerra, y me he enterado de que usted dijo en más de una ocasión que conoce a gente influyente. Pensé que quizás usted lograría que... que hicieran algo.
Tuppence pensó en aquellos fabulosos personajes: Douglas, Raymond y Cyril.
—Temo que no puedan hacer nada —dijo.
Sheila irguió la cabeza y apasionadamente exclamó:
—Así, pues, no podemos albergar esperanza alguna. Se lo llevarán, lo encerrarán y algún día, al despuntar el alba, lo pondrán ante un paredón y lo fusilarán... y eso será el final.
Salió de la habitación cerrando la puerta tras ella.
«¡Malditos sean mil veces estos irlandeses! —pensó Tuppence, mientras le asaltaba una confusión de furiosos sentimientos—. ¿Por qué tendrán esa terrible facultad de retorcer las cosas de manera que no sabe una a qué atenerse? Si Carl von Deinim es un espía, merece que le fusilen. Debo seguir opinando así, y no dejar que esa muchacha, con su acento irlandés, me fascine y me haga creer que en realidad se trata de un héroe trágico o un mártir.»
So acordó de la voz de una famosa actriz declamando una frase de
Jinetes del mar
:
«Es esa tranquila vida que han llevado...»
Y pensó:
«Si no fuera cierto. ¡Oh!, si no fuera cierto...»
Mas, sabiendo todo lo que sabía, ¿cómo podía dudar?
Al final del embarcadero viejo, el pescador lanzó el anzuelo y después recogió cautelosamente un poco de sedal.
—Temo que no hay duda alguna —dijo.
—Pues no sabe cuánto lo siento —expuso Tommy—. Porque... bueno; porque sé que es buen chico.
—Todos lo son, mi querido amigo; todos lo son, por regla general. Los golfos y los sinvergüenzas de un país no se ofrecen como voluntarios para ir a operar en territorio enemigo. Sólo lo hacen los valientes. Eso lo sabemos bastante bien. Pero en esta ocasión el caso está probado.
—¿Ha dicho que no hay duda alguna?
—Ninguna. Entre sus papeles se encontró una lista de gente que trabaja en la factoría, con los que debía ponerse en contacto, como posibles simpatizantes del régimen nazi. También se descubrió en su poder un plan de sabotaje muy bien trazado, así como un proceso químico que, aplicado a los fertilizantes, habría devastado grandes áreas de terreno dedicado a la producción de alimentos. Todo ello, como verá, cae dentro de la especialidad de Von Deinim.
Con patente desgana y maldiciendo en su fuero interno a Tuppence, que le hizo prometer que no dejaría de preguntarlo, Tommy dijo:
—Supongo que no habrá duda de que todo esto no ha sido tramado por otros para perjudicar al muchacho, ¿verdad, señor?
—¡Oh! —dijo el señor Grant, mientras sonreía con aspecto mefistofélico—. Eso es idea de su mujer, estoy completamente seguro.
—Bueno... ejem... pues sí. Así es.
—Es un chico muy atractivo —observó el señor Grant con tolerancia.
Luego prosiguió:
—No. Hablando en serio, no creo que podamos tomar en cuenta tal sugestión. Sepa usted que también se le encontró en su poder cierta cantidad de tinta secreta. Y no estaba bien a la vista de todos, como hubiera ocurrido de haber sido puesta allí por otros. No se trataba de la botellita de aspecto inocente mezclada con las que tenía en el estante del lavabo. En realidad, empleó un sistema muy ingenioso. Sólo en una ocasión me tropecé con un método parecido, pero entonces eran los botones del chaleco. La tinta estaba impregnada en ellos. Cuando se necesitaba utilizarla, se ponía a remojo un botón. Pero los de Carl von Deinim no eran botones. Eran los cordones de los zapatos. Muy esmerado.
—¡Oh!... —exclamó Tommy, aturdido ante lo dicho por el señor Grant.
Algo se agitó en su mente; un pensamiento vago, nebuloso...
Tuppence fue más rápida. Tan pronto como él le relató la conversación que había sostenido con Grant, se dio cuenta de aquel punto esencial.
—¿Los cordones de los zapatos? ¡Tommy, eso lo explica todo!
—¿Qué?
—¡Betty, idiota! ¿No te acuerdas de aquello tan divertido que hizo en mi habitación, cuando me quitó los cordones de los zapatos y los metió en un vaso de agua? Entonces me pareció una travesura de Betty. Pero, al parecer, la chiquilla había visto cómo lo hacía Carl y lo imitó. El joven no podía exponerse a que la niña lo fuera repitiendo a la vista de todos y se puso de acuerdo con la polaca para que la raptara.
—Entonces, ya está aclarado ese punto —dijo Tommy.
—Sí. Da gusto ver cómo las cosas van encajando en su sitio. De esa forma se puede dejar de pensar en ellas y seguir adelante.
—Sí. Necesitamos adelantar más en este punto.
Tuppence asintió.
Verdaderamente, las circunstancias presentaban un sombrío aspecto. Francia acababa de capitular, con gran sorpresa de todos y ante el aturdimiento y consternación de los propios franceses.
Existían dudas acerca de lo que se haría con la flota de guerra francesa.
Era acerbo... dejarse llevar por una ola de sentimientos...
Ahora, todas las costas de Francia estaban en poder de Alemania, y la invasión, sobre la cual no había habido hasta entonces más que rumores, no podía considerarse por más tiempo como una contingencia remota.
—Carl von Deinim era sólo un eslabón de la cadena —observó Tommy—. La señora Perenna es la cabeza principal.
—Sí. Tenemos que desenmascararla. Pero no será fácil.
—No. Si ella es el cerebro que rige todo el asunto, no hay que esperar que nos sea fácil.
—Entonces, ¿la señora Perenna es «M»?
Tommy suponía que así debía ser. Y añadió lentamente:
—¿Crees realmente que su hija no tiene nada que ver con esto?
—Estoy completamente segura de ello.
Tommy suspiró.
—Bueno; tú lo sabrás mejor. Pero si es así, la pobre ha tenido muy mala suerte. Primero el hombre a quien quiere y luego su propia madre. Va a quedarse sola, ¿verdad?
—No podemos hacer nada para evitarlo.
—Sí; pero suponiendo que estuviéramos equivocados... que «M» o «N» fuera cualquier otro...
Tuppence replicó con cierta indiferencia:
—¿Todavía sigues con las mismas? ¿Estás seguro de que no se trata más que de tus propios deseos?
—¿Qué quieres decir?
—Sheila Perenna... eso es lo que quiero decir.
—¿No crees que eres algo absurda, Tuppence?
—No; no lo soy. Te ha trastornado, Tommy, como a cualquier otro hombre...
Tommy replicó con enfado:
—Nada de eso. Lo que pasa es que yo tengo mis propias ideas sobre el caso.
—¿Cuáles son?
—Creo que será mejor que me las reserve por ahora. Veremos quién de los dos tiene razón.
—Bueno; pues yo estimo que debemos dedicarnos por completo a la señora Perenna. Averiguar dónde va, con quién se encuentra... todo, en fin. Debe existir un punto de contacto en cualquier sitio. Será mejor que esta misma tarde le digas a Albert que la siga.
—Hazlo tú. Yo tengo trabajo.
—¡Vaya! ¿Qué tienes que hacer?
—Tengo que jugar al golf —contestó Tommy.
—Parece como si volviéramos a vivir tiempos pasados, ¿verdad, señora? —dijo Albert.
Su cara resplandecía con aspecto satisfecho. Pues ahora, aunque ya entrado en años y tendiendo ligeramente a engordar, Albert seguía poseyendo aquel joven y romántico corazón que fue el motivo de que se asociara a Tommy y Tuppence cuando éstos vivían su juventud aventurera.
—¿Recuerda cómo me conoció? —preguntó Albert—. Estaba yo limpiando los dorados en aquella casa de apartamentos de lujo. ¡Y que no era mala pieza el portero! Siempre estaba detrás de mí. ¡Vaya cuento que me contó usted aquel día! ¡Menuda sarta de mentiras me soltó acerca de una bribona llamada Rita «La Rápida»! Aunque algo de lo que me dijo luego resultó ser cierto. Y desde entonces no he vuelto la vista atrás, como vulgarmente se dice. Muchas aventuras hemos corrido juntos antes de que sentáramos la cabeza.
Albert suspiró y Tuppence, siguiendo una natural asociación de ideas, preguntó por la salud de la señora Batt.
—¡Oh!, mi mujer está muy bien; pero dice que no acaba de acostumbrarse a los galeses. Cree que primero debían aprender a hablar bien el inglés. Y por lo que toca a los bombardeos, pues ya han tenido dos de ellos y dice que han hecho unos hoyos tan grandes en el suelo, que cabe un automóvil en cada uno de ellos. De esa forma, ¿qué clase de tranquilidad puede tener allí? Para eso bien se estaba en Kennington, dice ella, donde no tendría que estar viendo todos los días aquellos árboles tan tristes, y podría conseguir buena leche embotellada, cosa que allá no se ve.
—No sé si debíamos haberte metido en esto, Albert —dijo Tuppence, a quien se le ocurrió de pronto esta idea.
—Tonterías, señora —contestó él—. ¿Pues no fui a presentarme voluntario y fueron tan soberbios que ni se dignaron mirarme? Espere a que llamen su quinta, me dijeron. Y yo, entretanto, disfruto de una salud estupenda y no deseo otra cosa más que vérmelas con esos malditos alemanes, y usted perdone la expresión. Dígame tan sólo cómo puedo meterme con ellos y estropearles el juego. Aquí me tiene a su disposición. Debemos luchar contra la Quinta Columna, tal como dicen los periódicos, aunque sobre las otras cuatro nada indican. Pero, en resumidas cuentas, estoy dispuesto a servir a usted y al capitán Beresford en lo que ustedes gusten mandar.
—Bien. Pues ahora te diré lo que queremos que hagas.
—¿Hace mucho tiempo que conoce a Bletchley? —preguntó Tommy, mientras bajaba del «tee»
[7]
y miraba con satisfacción cómo la pelota rebotaba por el centro justo de la pista.
El teniente de navío Haydock, que también había lanzado un buen tiro, tenía reflejada en la cara una expresión complacida cuando se colgó al hombro la bolsa de los palos y replicó:
—¿Bletchley? Déjeme recordar. Pues hará cosa de unos nueve meses. Vino el otoño pasado.
—¿Dijo usted que era amigo de unos amigos suyos? —insinuó Tommy mendazmente.
—¿Eso dije? —el marino pareció sorprenderse—. No; no lo creo. Más bien me parece que le conocí aquí en el club.
—Tengo para mí que es un hombre bastante misterioso.
Haydock pareció sorprenderse todavía más en esta ocasión.
—¿Un hombre misterioso? ¿El viejo Bletchley? —dijo con tono francamente incrédulo.
Tommy suspiró para sus adentros. Tal vez estaba imaginándose demasiadas cosas.
Hizo su siguiente jugada y se excedió en el tiro. Haydock lanzó a su vez un buen golpe que quedó corto por poco. Cuando se reunió con el otro dijo:
—¿Qué es lo que le hace pensar que Bletchley es un hombre misterioso? Yo diría que es un tipo de lo más prosaico; un típico oficial retirado. Muy aferrado a sus ideas y todo lo demás, por haber vivido siempre dentro de unos rígidos principios en el ejército. ¡Pero misterioso...!