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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (43 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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El cadáver era el de un hombre de edad avanzada y de porte grave y majestuoso. A juzgar por el aspecto ruinoso del cuerpo y de las ropas que vestía, llevaba mucho tiempo resucitado. Incitado por los divertidos jóvenes, el muerto bailaba una danza que, probablemente, había interpretado en su propia juventud.

Entre risas y rechiflas, los jóvenes se pusieron a bailar en torno al cadáver burlándose de sus pasos de danza pasados de moda. El muerto no les prestó atención y continuó girando sobre sus piernas descompuestas, con aire solemne y un garbo patético, siguiendo una música que sólo él podía escuchar.

—Aquí está, por fin lo he encontrado —dijo Tomás, agarrando a Alfred y ayudándolo a sostenerse cuando el sartán empezaba a derrumbarse—. ¡Por el magma y las cenizas, se va a desmayar!

—Ya lo tengo —intervino Jonathan, sujetando a Alfred por el brazo que colgaba, inerte, a su costado.

—¿Qué le sucede? —preguntó Jera—. ¿Te encuentras bien, Alfred?—¡Es... el calor! —jadeó Alfred con la esperanza de hacer pasar por sudor las lágrimas que le bañaban el rostro—. Y el alboroto... Lo..., lo siento profundamente.

—Ya nos han visto en el salón de baile lo suficiente como para que nadie sospeche. Jonathan, ve a buscar al chambelán y pregúntale si la Reina Madre recibe ya.

Jonathan se abrió paso entre la multitud. Tomás y Jera condujeron a Alfred a un rincón un poco más tranquilo, donde desalojaron de su asiento a un nigromante grueso y rezongón para colocar en él a su tembloroso compañero. Alfred cerró los ojos, se estremeció y deseó fervientemente que cesara la sensación de mareo.

Jonathan no tardó en regresar con la noticia de que la Reina Madre, en efecto, recibía y que tenían permiso para visitarla y presentarle sus respetos.

Entre los tres, pusieron en pie a Alfred y, abriéndose paso entre la multitud, atravesaron la concurrida estancia hasta salir a un largo pasadizo vacío que, después del calor y el bullicio del salón de baile, les resultó un remanso de paz, fresco y tranquilo.

—Señorías —el chambelán apareció ante ellos—, si queréis seguirme...

El hombre abrió la marcha por el pasadizo, precediéndoles unos pasos y golpeando su vara de ceremonia contra el suelo de roca con un sonido seco cada cinco pasos, más o menos. Alfred lo siguió, extraordinariamente confuso, preguntándose por qué restaban tiempo de su desesperado intento por liberar el cadáver de un príncipe encarcelado para dedicarlo a una visita real. Se lo habría preguntado a Jonathan, que no se movía de su lado, pero en el pasadizo parecía resonar hasta el menor murmullo y tuvo miedo de que el chambelán lo oyera.

Alfred estaba cada vez más desconcertado. Había creído que se dirigirían a los aposentos de la familia real, pero pronto dejaron atrás los salones suntuosos, bellamente decorados. El pasadizo que recorrieron era estrecho, sinuoso, y pronto empezó a descender progresivamente. Las lámparas de gas se hicieron más esporádicas, hasta desaparecer por completo; la oscuridad era intensa y pesada, impregnada de un profundo hedor a descomposición y a moho.

El chambelán pronunció una runa y en el extremo superior de la vara se encendió una luz, pero ésta sólo sirvió para marcar el camino y fue de poca ayuda para iluminar el suelo de roca que pisaban. Por fortuna, éste era liso y estaba libre de obstáculos y el grupo avanzó por él sin excesivas dificultades salvo Alfred, quien tropezó con una minúscula grieta en la roca y cayó de bruces.

—Estoy bien. No os molestéis, por favor —protestó. Con la nariz apretada contra el suelo, tuvo oportunidad de inspeccionar muy de cerca la base de las paredes de roca.

Marcas rúnicas. Alfred parpadeó y miró detenidamente los signos mágicos. Sus pensamientos rememoraron el mausoleo, el túnel construido por su pueblo muy por debajo de Drevlin, el reino de los gegs en Ariano, y las marcas rúnicas grabadas en el suelo del túnel que, al ser activadas mediante la magia pertinente, se convertían en pequeñas guías luminosas a través de la oscuridad. Allí, en Ariano, los túneles se habían mantenido en buen estado y las marcas rúnicas eran fáciles de ver para quienes sabían distinguirlas. En Abarrach, los signos mágicos estaban borrosos, muchos se hallaban cubiertos de barro y otros habían desaparecido por completo. Hacía mucho tiempo que nadie los había utilizado. Tal vez su uso había caído en un completo olvido, pensó.

—Mi querido señor, ¿te has hecho daño? —El chambelán retrocedió para comprobar su estado.

—¡Levántate! —susurró Tomás—. ¿Qué te sucede?

—¿Eh? ¡Nada, me encuentro bien! —Alfred se puso en pie—. Gracias.

El túnel serpenteaba, confluía con otros, era cruzado por otros más y avanzaba a través, por encima y por debajo de nuevos pasadizos. Cada uno parecía exactamente igual a los demás. Alfred se sentía absolutamente confuso y desorientado y se asombró del chambelán, quien se movía a través del laberinto sin titubeos.

Encontrar el camino habría sido fácil si su guía hubiera avanzado leyendo las marcas rúnicas del suelo, pero el chambelán ni siquiera dirigió la mirada hacia ellas en ningún momento. Alfred, por su parte, no podía verlas en la oscuridad y no se atrevió a atraer la atención sobre él activando su magia, de modo que continuó adelante a ciegas, trastabillando. Sólo sabía que el camino los conducía hacia abajo, siempre hacia abajo, y pensó que aquél era un lugar muy extraño para que la Reina Madre tuviera allí su salón de audiencias...

CAPÍTULO 32

LAS CATACUMBAS, ABARRACH

La pendiente se hizo más suave y reaparecieron las lámparas de gas, con su resplandor amarillo. Alfred escuchó la respiración de Jera, ligeramente acelerada de excitación, y notó la tensión de los músculos de Jonathan. Bajo la luz de una lámpara, Tomás parecía casi tan pálido como uno de los muertos vivientes, Alfred dedujo de estos indicios que ya estaban cerca de su objetivo. El corazón se le aceleró, las manos le temblaron y apartó con firmeza de su mente la consoladora idea de desmayarse.

El chambelán les indicó que se detuvieran con un gesto imperioso de su vara.

—Esperad aquí, por favor. Os anunciaré. —Se adelantó unos pasos y exclamó—: ¡Conservador! ¡Visitantes para la Reina Madre!

—¿Dónde estamos? —Alfred aprovechó aquel instante para cuchichearle las palabras a Jonathan.

—¡En las catacumbas! —respondió el duque, con un brillo de alegría y excitación en los ojos.

—¿Qué? —Alfred puso cara de asombro—. ¿Las catacumbas? ¿Donde Haplo y el príncipe...?

—Sí, sí —murmuró Jera.

—Ya te dijimos que sería sencillo —añadió Jonathan.

Alfred advirtió que Tomás no decía nada, sino que se quedaba a un lado, entre las sombras, lejos de la luz de las lámparas de gas.—Por supuesto, tendremos qué someternos a esa farsa de visitar a la Reina Madre —murmuró Jera, recorriendo las catacumbas con una mirada de impaciencia, en busca de algún rastro del desaparecido chambelán—. ¿Dónde se habrá metido nuestro guía?

—¿La Reina Madre, aquí abajo? —Alfred estaba totalmente perplejo—. ¿Acaso ha cometido algún crimen?

—¡No, claro que no! —Jonathan lo miró, sorprendido—. Fue una gran dama mientras vivió. Ha sido su cadáver el que ha resultado difícil de tratar.

—¿Su cadáver...? —repitió Alfred con un hilo de voz, apoyándose en la húmeda pared de roca.

—Se entrometía a cada momento —dijo Jera en voz baja—. Sencillamente, no podía comprender que ya no debía ocuparse de las obligaciones regias y su cadáver siempre se entrometía en los momentos más inoportunos. Finalmente, al dinasta no le quedó más remedio que encerrar el cadáver aquí abajo, donde no causara molestias. De todos modos, está muy bien visto acudir a visitarla. Al dinasta le satisface mucho pues, si no otra cosa, al menos ha sido siempre un buen hijo.

—¡Silencio! —intervino Tomás bruscamente—. Ya viene el chambelán.

—Por aquí, si sois tan amables —dijo éste con voz potente.

El estrecho pasadizo y los muros rezumantes de humedad les devolvieron el eco del roce de sus túnicas y de sus pisadas. Un hombre vestido de negro riguroso efectuó una reverencia y se hizo a un lado con gesto respetuoso. ¿Eran imaginaciones suyas, se dijo Alfred, o Tomás y el recién aparecido de la túnica negra intercambiaban una mirada de inteligencia? Alfred empezó a temblar de frío y aprensión.

Llegaron a una intersección en forma de cruz, de la que partían estrechos pasadizos en las cuatro direcciones. Alfred dirigió una breve mirada al corredor de la derecha. A ambos lados se abrían celdas envueltas en densas sombras. Intentó ver algún rastro del príncipe Edmund o, mejor aún, de Haplo. No descubrió nada y no se atrevió a dedicar tiempo a un examen más detenido, pues tuvo la extraña sensación de que los ojos del conservador estaban fijos en él.

El chambelán tomó hacia la izquierda y el grupo avanzó tras él. Doblaron una esquina y se hallaron bajo un charco de luz resplandeciente que casi los cegó después de la penumbra de los pasadizos. Suntuosamente adornada y amueblada, parecía como si la estancia hubiera sido trasladada intacta desde las cámaras reales, salvo los barrotes de hierro de la celda, que echaban a perder el efecto. Tras los barrotes, rodeado de todos los lujos posibles, se hallaba un cadáver de mujer bien conservado, sentado en un trono de respaldo alto y bebiendo aire de una taza de té vacía. El cadáver iba vestido con ropas de hilo de oro y en sus dedos cerúleos brillaban el oro y las joyas. Sus cabellos plateados estaban perfectamente cuidados y peinados.

Una mujer joven, vestida con una sencilla túnica negra, estaba sentada junto al cadáver y mantenía con éste una conversación ficticia. Alfred advirtió con desconcierto que la segunda mujer estaba viva; allí, la viva estaba al servicio de la muerta.

—Es la nigromante privada de la Reina Madre —le indicó Jera.

A la nigromante se le iluminó la mirada cuando los vio. Con rostro expresivo, se apresuró a ponerse en pie respetuosamente. El cadáver de la Reina Madre miró hacia el grupo e hizo un ademán majestuoso con su mano marchita invitándolos a pasar.

—Esperaré para acompañaros de vuelta, Señorías —dijo el chambelán—. Por favor, no os quedéis mucho tiempo. Su Muy Graciosa Majestad se fatiga con facilidad.

—No queremos distraerte de tus obligaciones —protestó Jera con suavidad—. No te molestes por nosotros. Conocemos el camino de salida.

Al principio, el chambelán no quiso ni oír hablar de ello, pero la duquesa era convincente y el duque se mostró descuidado con una bolsa de monedas de oro que, casualmente, fue a caer en las manos del chambelán. Éste los dejó y desanduvo el camino por el pasadizo acompañado de los golpes del bastón de ceremonia. Alfred lo observó alejarse y se fijó en que el chambelán hacía un breve gesto de asentimiento al conservador. El sartán notó un sudor frío. Cada fibra de su cuerpo lo urgía a huir o a desmayarse, o tal vez ambas cosas a la vez.

La mujer joven se había acercado para abrir la puerta de la celda.

—No, querida, no es necesario —le dijo Jera con suavidad.

Los conspiradores permanecieron quietos, esperando a que el sonido de la vara del chambelán desapareciera en la distancia. Cuando dejaron de oírlo, el conservador les hizo una seña.

—¡Por aquí! —susurró, indicándoles que se acercaran.

El grupo avanzó rápidamente, Alfred volvió la vista y advirtió una expresión de amarga decepción en el rostro de la mujer; luego, la vio hundirse de nuevo en su asiento y la oyó reanudar la conversación con el cadáver con voz apagada y sin vida.

El conservador los condujo por el pasadizo opuesto a aquel en que estaba recluida la Reina Madre. El nuevo corredor estaba mucho más a oscuras que el que acababan de dejar atrás. Estaba mucho más oscuro que cualquiera de los que habían recorrido. Alfred apretó el paso junto a Tomás y observó numerosas lámparas de gas en la pared pero, por alguna razón, la mayoría de ellas estaba a oscuras. O bien se habían apagado solas... o bien lo había hecho alguien voluntariamente.

Sólo permanecía encendida una lámpara en el pasadizo. Brillaba a cierta distancia, haciendo aún más densas las sombras, en contraste. Cuando se acercaron, Alfred vio que la luz brillaba encima de un cadáver sentado sobre una losa de piedra. Sus ojos miraban al frente y los brazos le colgaban entre los muslos, fláccidos.

—¡Ésa es la celda del príncipe! —dijo Tomás con voz áspera y tensa—. La que está iluminada. Y tu amigo está en la celda contigua —añadió, mirando a Alfred.

Jera, impaciente, se lanzó adelante. Jonathan siguió de cerca a su esposa. Alfred se vio obligado a concentrarse en mantener ambos pies en la misma dirección. Pronto se encontró cerrando el grupo y, de pronto, se dio cuenta de que el conservador, quien momentos antes encabezaba la marcha, se había rezagado inexplicablemente. También Tomás había desaparecido de la vista.

Desde la oscuridad les llegó el rechinar metálico de una armadura. Alfred vio el peligro; lo vio con claridad en su mente, ya que no con los ojos. Tomó aire para lanzar una advertencia, pero se olvidó de vigilar dónde pisaba y los dedos de uno de sus pies tropezaron con el talón del otro. El torpe sartán cayó hacia adelante, se estrelló contra la superficie de piedra y la fuerza del impacto lo dejó sin resuello. El grito que pretendía dar se convirtió en apenas un jadeo, al que siguió un zumbido detrás de él. Una flecha pasó sobre su cabeza, cortando el aire donde Alfred había estado momentos antes.

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