El Mar De Fuego (38 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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En la espesura virgen, los árboles de hargast crecían hasta alturas de cientos de palmos. El terreno por el que avanzaba Alfred estaba sembrado de ramas arrancadas por el viento que barría aquel extremo de la isla. El sartán observó las ramas y se fijó, con incredulidad, en sus bordes afilados como cuchillas. Los sonoros crujidos que retumbaban como truenos y los impactos en el suelo con el ruido del cristal haciéndose añicos llenaron su mente de espantosas imágenes de ramas gigantescas que le caían encima. Alfred se alegró de estar recorriendo un camino que seguía las márgenes del bosque cuando el asesino a sueldo, Hugh
la Mano,
se detuvo e hizo una señal.

—Por ahí —dijo, indicando el bosque.

—¿Meternos ahí? —Alfred no podía creerlo. Internarse en un bosque de hargast bajo una tormenta de viento era una locura suicida. Pero tal vez era eso lo que impulsaba a Hugh.

Hacía mucho tiempo que Alfred había empezado a sospechar que Hugh
la Mano
era incapaz de cumplir su «contrato» de matar a sangre fría a Bane, el chiquillo que viajaba con ellos. Alfred había observado la lucha interior del asesino consigo mismo. Casi podía oír las maldiciones que Hugh mascullaba en su mente, llamándose débil, estúpido y sentimental. Hugh
la Mano,
el hombre que había matado a tantos sin sentir jamás un escrúpulo, un momento de remordimiento.

Pero Bane era un niño tan hermoso, tan encantador..., con un alma pervertida y torcida por las palabras cuchicheadas en su mente por un padre hechicero a quien el pequeño jamás había visto ni conocido. Hugh no tenía modo de saber que él, la araña, estaba siendo atrapado en una tela mucho más artera de la que él podía soñar en urdir jamás.

Los tres —Bane, Hugh y Alfred— penetraron en el bosque de hargast y se vieron obligados a abrirse camino con grandes dificultades entre la tupida maleza. Por fin, llegaron a su sendero despejado. Bane estaba muy excitado, impaciente por ver el famoso barco volador de Hugh, y echó a correr por delante de sus compañeros. El viento soplaba con fuerza, las ramas de los árboles hargast entrechocaban y sus sonidos cristalinos resultaban ásperos y siniestros al oído de Alfred.

—¿No deberíamos detenerlo, señor? —preguntó el sartán.

—No le sucederá nada —respondió Hugh, y Alfred comprendió que el asesino estaba quitándose de encima su responsabilidad y dejando la muerte del pequeño al albur del destino o de cualquiera que fuese la deidad, si había alguna, que aquel hombre de espíritu sombrío creía que podía cargar con su peso.

Fuera lo que fuese, aceptó.

Alfred oyó el crujido, como el retumbar de la tormenta perpetua del Torbellino. Vio caer la rama, vio a Bane de pie debajo de ella, mirándola con paralizada sorpresa. El sartán corrió hacia él, pero era tarde. La rama cayó sobre el niño y se hizo añicos con un estrépito.

Le llegó un grito y, luego, el silencio.

Alfred continuó corriendo. La rama caída era enorme y cubría por completo el camino. Cuando llegó, no vio el cuerpo del pequeño por ninguna parte. Debía de estar enterrado bajo los fragmentos. El sartán contempló con desesperado abatimiento las ramas rotas, con los bordes afilados como lanzas.

«Déjalo —le dijo su mente—. No te entrometas. ¡Ya sabes lo que es ese niño! Ya conoces la maldad que lo ha engendrado. Deja que muera con él.»

«¡Pero es un niño! —objetó él—. No ha tenido elección en su destino. ¿Tiene que pagar por el pecado del padre? ¿No debería tener la oportunidad de ver por sí mismo, de comprender, de juzgar, de redimirse y, quizá, de redimir a otros?»

Alfred volvió la vista al camino. Hugh tenía que haber oído el crujido de la rama y el grito del chiquillo. El asesino se lo tomaba con calma, o tal vez estaba ofreciendo una plegaria de agradecimiento. Pero no tardaría en llegar.

Para mover la enorme rama habría sido precisa una cuadrilla de hombres con cabos y cuerdas... o un solo hombre dotado de una magia poderosa. Alfred se colocó ante los fragmentos cristalinos y empezó a cantar las runas. Estas se entretejieron y enroscaron en torno a la rama, separaron los fragmentos en dos mitades y las depositaron a ambos lados del sendero. Bajo la rama hecha añicos yacía Bane.

El chiquillo aún no había muerto, pero estaba agonizando, bañado en sangre. Las astillas de cristal habían atravesado su cuerpecillo y eran incontables los huesos que tenía rotos o aplastados.

Dar vida a los muertos. La Onda debía corregirse a sí misma. Dar vida a alguien significaba que otro moriría prematuramente.

Bane estaba inconsciente, no notaba ningún dolor. Y la vida se le iba rápidamente.

De haber sido médico, se dijo Alfred, habría intentado salvarle la vida. ¿Cómo podía estar mal, entonces, lo que él era capaz de hacer?

El sartán levantó del suelo un pequeño fragmento de cristal. Sus manos, habitualmente tan torpes, se movieron con delicadeza y precisión. El sartán hizo un corte en su propia carne y, arrodillándose junto a Bane, trazó un signo mágico con su sangre sobre el cuerpo destrozado del chiquillo. Después, cantó las runas y, con la otra mano, repitió los trazos en el aire.

Los huesos rotos del niño se volvieron a unir. La carne desgarrada se cerró. La respiración acelerada y superficial se normalizó. La piel grisácea recobró su tono rosado y enrojeció con el retorno de la vida.

Bane se incorporó hasta quedar sentado y contempló a Alfred con unos ojos azules más penetrantes que las astillas de cristal de los árboles hargast...

... Bane había vivido. Y Hugh había muerto. Había tenido una muerte prematura.

Alfred se llevó las manos a sus doloridas sienes. ¡Pero otros se habían salvado! ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía estar seguro de haber obrado bien? Lo único que sabía era que tenía el poder para salvar a aquel chiquillo y que lo había hecho. Había sido incapaz de soportar la idea de verlo morir.

Entonces, Alfred comprendió la causa de su miedo. Si abría aquel libro de nigromancia, vería en sus páginas la runa que había trazado sobre el cuerpo de Bane.

Había descendido el primer peldaño de aquel camino siniestro y tortuoso, y quién sabía si no bajaría un segundo y un tercero. ¿Acaso era más fuerte que sus congéneres sartán de aquel mundo?

No, se dijo Alfred, y se dejó caer en una silla, desesperado. No; era igual que ellos.

CAPÍTULO 28

NECRÓPOLIS, ABARRACH

Haplo se apoyó en un codo y contempló a través de los barrotes de la prisión el cuerpo del príncipe, que yacía en la celda contigua a la suya. El conservador había cumplido bien con su trabajo. No había dejado las extremidades grotescamente rígidas y los músculos del rostro del cadáver estaban relajados; Edmund podría estado sumido en un apacible sueño, de no ser por el boquete abierto y ensangrentado de su pecho. El conservador había recibido órdenes de dejar la herida como prueba visible de la terrible muerte que había tenido el príncipe, lo cual inflamaría los ánimos de los exiliados y los arrastraría a la guerra cuando su cuerpo fuera devuelto a su pueblo.

El patryn volvió a tumbarse de espaldas, se colocó lo más cómodo posible en el duro lecho de piedra y se preguntó cuánto tardaría el dinasta en hacerle una visita.

—Eres un tipo frío, ¿verdad? —El conservador, camino de su casa después de terminar el turno de trabajo, se detuvo al pasar ante la celda de Haplo y observó a éste—. He visto cadáveres más inquietos. Ese, por ejemplo —el nigromante señaló siniestramente hacia el príncipe—, será un puñado de nervios cuando resucite. Continuamente se les olvida que están encerrados y se estrellan contra los barrotes. Cuando consigo hacérselo entender, caminan: arriba y abajo, arriba y abajo... Luego, se les vuelve a olvidar y empiezan otra vez a lanzarse contra los barrotes. Tú, en cambio, te quedas acostado ahí como si no tuvieras una sola preocupación.

—Sería gastar energías en vano. —Haplo se encogió de hombros—. ¿Para qué cansarme?

El conservador movió la cabeza y se alejó, contento de volver a casa con la familia después de un turno largo y arduo. Si tenía la sospecha de que Haplo no le estaba diciendo todo lo que sabía, el nigromante acertaba. Una prisión sólo es tal para quien no puede escapar de ella. Y Haplo podría haber abandonado su celda cuando le pareciera.

De momento, le convenía quedarse.

Kleitus no tardó en llegar, acompañado de Pons. El canciller se encargaría de que nadie molestara al prisionero y al dinasta durante su conversación. Pons deslizó su brazo para enganchar el de la muy asombrada conservadora del turno de vigilia, a la que empezaba a rodarle la cabeza de tantas reverencias y alharacas, y se la llevó. Los únicos que pudieron escuchar la conversación del dinasta con el prisionero fueron los muertos.

El dinasta se detuvo ante la puerta de la celda de Haplo y miró con detalle al individuo del interior. El rostro de Kleitus quedaba oculto bajo la capucha de su túnica negra con reflejos púrpura. Haplo no podía ver sus facciones, pero se incorporó hasta quedar sentado, inmóvil, sosteniendo con toda calma la mirada del dinasta.

Kleitus abrió la puerta de la celda con un gesto de la mano y pronunciando una runa. Todos los demás utilizaban la llave. Haplo se preguntó si aquella exhibición de magia tenía como intención impresionarlo. El patryn, que podría haber disuelto los barrotes de la puerta con un gesto y una runa, sonrió para sí.

El dinasta se deslizó al interior de la celda y miró a su alrededor con una mueca de desagrado. No tenía dónde sentarse. Haplo se corrió a un lado y dio unas palmaditas sobre el lecho de piedra. Kleitus se puso tieso, como si pensara que el patryn estaba de broma. Haplo se encogió de hombros.

—Nadie permanece sentado mientras yo estoy de pie —dijo Kleitus fríamente.

Acudieron a la boca de Haplo muchas réplicas adecuadas, pero se las tragó. No servía de nada pelearse con aquel individuo. Al fin y al cabo, iban a ser compañeros de viaje. Haplo se puso en pie lentamente.

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Kleitus al tiempo que alzaba unas manos delicadas, de largos dedos, y echaba hacia atrás la capucha dejando al descubierto el rostro.

—Tus soldados me trajeron —respondió Haplo.

El dinasta, con una débil sonrisa, se cogió las manos a la espalda y empezó a caminar por la celda. Dio una vuelta completa a ella —lo cual no le llevó mucho tiempo, pues sus dimensiones eran muy reducidas— y, deteniéndose, miró de nuevo a Haplo.

—Me refiero a por qué has venido a este mundo a través de la Puerta de la Muerte.

La pregunta sorprendió a Haplo. El patryn esperaba algo así como «¿Dónde está la Puerta de la Muerte?», o tal vez «¿Cómo la has atravesado?», pero no había previsto que le preguntara por la razón del viaje. Para responder, se vería forzado a revelar la verdad o, al menos, parte de ella. Aunque, probablemente, el dinasta la descubriría de todos modos, porque cada palabra que él pronunciaba parecía crear nubes de imágenes en las mentes de aquellos sartán.

—Me ha enviado mi Señor, Majestad —respondió, pues.

Kleitus abrió los ojos como platos. Tal vez había captado una breve imagen del Señor del Nexo procedente de la mente de Haplo. No importaba, se dijo él. Así, reconocería a su Señor cuando lo tuviera delante.

—¿Para qué? ¿Por qué te ha enviado tu Señor?

—Para inspeccionar, para ver cómo están las cosas.

—¿Has viajado a los otros mundos?

Haplo no pudo evitar que aparecieran en su recuerdo las imágenes de Ariano y de Pryan, y tuvo la certeza que desde su mente pasarían a la de Kleitus.

—Sí.

—¿Y qué hay en esos otros mundos?

—Guerras. Caos. Agitación. Lo que cabría esperar, estando bajo el control de los mensch.

—Bajo el control de los mensch... —Kleitus sonrió de nuevo, esta vez con cortesía, como si Haplo hubiera contado un chiste sin gracia—. Con ello quieres dar a entender, naturalmente, que las gentes de Abarrach, con nuestras guerras y nuestra agitación, no somos mejores que los mensch... —Ladeó la cabeza y contempló a Haplo con los párpados entrecerrados—. Pons me ha comentado que no te gustan los sartán de Abarrach. ¿Qué es lo que dijiste: «Nosotros no matamos a los de nuestra propia raza»?

La mirada del dinasta se desvió rápidamente al cuerpo del príncipe, que yacía sobre la piedra en la celda de al lado. Después, miró de nuevo a Haplo, quien no tuvo tiempo de borrar de sus labios la risilla sarcástica.

Kleitus frunció el entrecejo, pálido.

—¡Tú, el antiguo enemigo, vástago de una raza bárbara y cruel, cuya codicia y ambición llevaron a la destrucción de nuestro mundo, te atreves a juzgarnos! Sí, ya ves que sé quién eres. He estudiado, he encontrado referencias a ti, a tu pueblo, en los textos antiguos.

Haplo no dijo nada y esperó. El dinasta alzó una ceja.

—Te lo repito, ¿por qué has venido a nuestro mundo?

—Y yo te lo repito a ti —el patryn se estaba impacientando, decidido a ir al grano—. Me ha enviado mi Señor. Si quieres preguntarle a él por qué me ha mandado, puedes hacerlo tú mismo. Te llevaré ante él. Precisamente iba a proponerte hacer ese viaje.

—¿De veras? ¿Me llevarías contigo a través de la Puerta de la Muerte?

—No sólo eso, sino que te enseñaré a cruzarla en una dirección y en otra. Te presentaré a mi Señor, te enseñaré mi mundo...

—¿Y qué quieres a cambio? Por lo que he leído de tu pueblo, supongo que no me prestarás todos esos servicios por tu buen corazón.

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