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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (33 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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Edmund se retiró de la silla. Tenía las yemas de los dedos ensangrentadas debido a las agudas astillas que se le habían clavado en la carne al hundir los dedos en la hierba de kairn, pero el príncipe no parecía advertirlo. Dando la vuelta en torno a la mesa de juego, hincó la rodilla y extendió las manos.

—Acepta a mi pueblo, Majestad, y te doy mi palabra de honor de que mantendré en secreto la verdad. Acoge a mi pueblo y yo trabajaré con los demás, codo con codo. Admite a mi pueblo, señor, y me arrodillaré ante ti, como pides.

«Aunque, en mi corazón, te desprecie.» Esto último no lo dijo en voz alta. No había necesidad. Las palabras sisearon en el aire como el gas que ardía en las lámparas.

—¿Lo ves, Pons? Yo tenía razón —dijo Kleitus—. Un mendigo.

El canciller no pudo reprimir un suspiro. El príncipe, joven y atractivo, agraciado por la compasión que mostraba hacia su pueblo, tenía un aire majestuoso que lo elevaba en estatura y en rango por encima de la mayoría de reyes, y mucho más de los mendigos.

El dinasta se inclinó hacia adelante y juntó las manos por las yemas de los dedos.

—No encontrarás auxilio en Necrópolis, príncipe de los mendigos.

Edmund se incorporó y la rabia contenida dejó manchas de helada palidez en el carmesí enfebrecido de su piel.

—Entonces, no hay más que discutir. Volveré con los míos.

—Lamento dejar la partida, pero me voy con él —intervino Haplo, poniéndose en pie.

—Sí, claro —murmuró el dinasta con una voz grave y amenazadora que sólo llegó a oídos de Pons—. Supongo que esto significa la guerra, ¿verdad, Alteza?

El príncipe no se detuvo. Ya estaba cerca de la puerta, con Haplo a su lado, cuando replicó:

—Ya he dicho, señor, que mi pueblo no quiere luchar. Continuaremos el viaje; quizá sigamos la costa del mar de Fuego. Si tuviéramos barcos...

—¡Barcos! —exclamó Kleitus—. ¡Por fin aparece la verdad! ¡Eso es lo que has venido a buscar! ¡Barcos para encontrar la Puerta de la Muerte! ¡Estúpido! ¡No encontrarás otra cosa que la muerte!

El dinasta hizo una señal a uno de los guardias armados, quien respondió con un gesto de asentimiento. El cadáver alzó su lanza, apuntó y la arrojó.

Edmund presintió la amenaza, se volvió rápidamente y levantó la mano para protegerse del ataque, pero su intento fue inútil. Vio venir la muerte. La lanza le acertó de lleno en el pecho con tal fuerza que la punta le traspasó el esternón y, asomando por la espalda del príncipe, lo clavó en el suelo. Edmund murió en el mismo instante de recibir el impacto, sin un grito. El afilado metal le atravesó el corazón.

A juzgar por la expresión de tristeza de su rostro, sus últimos pensamientos no fueron de lástima por su propia vida, por su joven existencia trágicamente cortada en flor, sino de pena por haber fallado a su pueblo de aquella manera.

Kleitus hizo una nueva señal, indicando esta vez a Haplo. Otro cadáver preparó su lanza.

—¡Detenlo! —dijo el patryn con voz tensa y apresurada—. ¡Hazlo, o nunca sabrás nada sobre la Puerta de la Muerte!

—¡La Puerta de la Muerte! —repitió Kleitus en un susurro, con la vista fija en Haplo—. ¡Alto!

El cadáver, detenido en el momento en que lanzaba su arma, dejó que ésta le resbalara de sus dedos muertos. La lanza cayó al suelo con un estruendo. Fue el único sonido que rompió el tenso silencio.

—Dime —lo urgió el dinasta por fin—, ¿qué es lo que sabes de la Puerta de la Muerte?

—Que nunca podrás cruzarla si me matas —replicó Haplo.

CAPÍTULO 24

NECRÓPOLIS,ABARRACH

Sacar a colación el tema de la Puerta de la Muerte había sido una jugada arriesgada. El dinasta podría haberse limitado a parpadear, encogerse de hombros y ordenar al cadáver que recogiera la lanza del suelo y volviera a arrojarla.

No era la vida lo que arriesgaba Haplo. A diferencia del desgraciado príncipe que yacía en el suelo a los pies del patryn, su magia lo protegía de la punta mortífera de la lanza. Lo que pretendía evitar era poner al descubierto sus poderes mágicos. Por eso había fingido quedar sin sentido cuando el cadáver lo había atacado en el camino. Haplo había aprendido que siempre era mejor inducir al enemigo a subestimarlo a uno, que a sobreestimarlo. Así, uno tenía muchas más posibilidades de pillarlo desprevenido.

Por desgracia, no había contado con que Alfred acudiera al rescate. ¡Maldito fuera el sartán! La única vez que hubiera sido conveniente que se desmayara, el muy condenado urdía un hechizo inexplicablemente complejo y poderoso que erizaba el vello a todos los testigos.

En cualquier caso, la jugada con el dinasta había dado resultado, aparentemente. Kleitus no se había limitado a parpadear y encogerse de hombros. El dinasta conocía la existencia de la Puerta de la Muerte; era casi imposible que no la conociese. Hombre de evidente inteligencia y poderoso nigromante, no cabía duda de que Su Majestad debía de haber buscado y encontrado los antiguos documentos dejados por los primeros sartán.

Haplo se decidió por la estrategia de poner las cartas boca arriba mientras la sangre salpicada de la herida mortal del príncipe Edmund aún estaba caliente sobre su piel cubierta de runas.

El dinasta había recobrado la compostura y fingía indiferencia.

—Tu cadáver me proporcionará toda la información que necesite. Me dirá incluso todo lo que puedas saber de esa llamada Puerta de la Muerte.

—Tal vez sí —replicó Haplo—, o tal vez no. Mi magia está emparentada con la vuestra, ciertamente, pero es distinta. Muy distinta. Entre los míos no se ha practicado nunca la nigromancia, y ello podría deberse a alguna razón. Una vez que muere el cerebro que controla estas runas —el patryn levantó el brazo—, muere la magia. Si separas ambas cosas, es probable que te encuentres con un cadáver incapaz de recordar ni siquiera su nombre, y mucho menos cualquier otra cosa.

—¿Qué te hace pensar que me importa lo que recuerdes?

—«Barcos para encontrar la Puerta de la Muerte.» Estas son las palabras que has utilizado. Casi las últimas que ha podido escuchar ese pobre estúpido —Haplo indicó con un gesto el cuerpo exánime de Edmund—. Vuestro mundo está agonizando, pero tú sabes que no es el fin definitivo. Tú conoces la existencia de otros mundos. Tienes razón: esos mundos existen, yo los he visitado. Y puedo llevarte a ellos.

El soldado cadáver había recogido la lanza del suelo y volvía a estar en posición de lanzarla, apuntando al corazón de Haplo. El dinasta hizo un gesto brusco y el cadáver bajó el arma, apoyó el extremo del asta en el suelo con la punta metálica hacia el techo y se plantó de nuevo en posición de firmes.

—No le hagas daño. Condúcelo a las mazmorras —ordenó Kleitus—. Pons, llévalos a ambos a las mazmorras. Tengo que reflexionar acerca de todo esto.

—¿Y el cuerpo del príncipe, señor? ¿Lo mandamos al olvido?

—¿Dónde tienes la cabeza, Pons? —exclamó el dinasta, irritado—. ¡Claro que no! Su pueblo nos declarará la guerra y el cadáver del príncipe nos dirá todo lo que necesitamos saber para preparar nuestra defensa. Esos mendigos de Kairn Telest tienen que ser destruidos por completo, desde luego. Cuando hayamos terminado con ellos, podrás enviar al olvido al príncipe junto con el resto de su clan. Mantén en secreto la muerte del príncipe hasta que hayan transcurrido los días de espera necesarios para resucitarlo sin riesgos. No quiero que esa chusma nos ataque antes de que estemos preparados.

—¿Y cuánto tiempo cree Su Majestad que debemos esperar?

Kleitus hizo una valoración profesional del cuerpo de Edmund.

—Para un hombre de su juventud y vigor, con tanta vitalidad, será preciso un reposo de tres días para estar seguros de que su fantasma es tratable. Llevaré a cabo el ritual de resurrección yo mismo, por supuesto. Podría resultar un poco complicado. Que uno de los nigromantes de las mazmorras realice los ritos de conservación.

El dinasta abandonó la habitación con paso rápido. El borde de la túnica se agitó en torno a sus tobillos con las prisas.

Probablemente, pensó Haplo sonriendo para sí, iría derecho a la biblioteca o dondequiera que guardaran los antiguos códices.

A una orden de Pons, los cadáveres se pusieron en acción. Dos guardias extrajeron la lanza del cuerpo del príncipe, alzaron a éste entre ambos y se lo llevaron. Unos criados, también muertos, acudieron con agua y jabón para limpiar la sangre del suelo y las paredes. Haplo permaneció en un rincón, contemplando los trabajos con aire paciente. Advirtió que el canciller seguía rehuyendo su mirada. Pons cruzó la estancia, se lamentó con grandes exclamaciones ante las manchas de sangre que habían salpicado uno de los tapices de las paredes y se apresuró a despachar a varios criados en busca de aserrín de hierba de kairn para aplicarlo al tapiz.

—Bien, supongo que esto es todo lo que se puede hacer —dijo a continuación con un suspiro—. ¡No sé qué voy a decirle a la reina cuando vea esto!

—Podrías sugerirle a su esposo que hay formas menos violentas de matar a un hombre —apuntó Haplo.

El canciller dio un respingo genuino y se volvió con temor hacia el patryn.

—¡Ah, eres tú! —Casi parecía aliviado—. No me había dado cuenta... Disculpa, pero hay tan pocos prisioneros vivos que me había olvidado por completo de que no eres un cadáver. Vamos, te llevaré abajo yo mismo. ¡Guardias!

Pons hizo una señal. Dos cadáveres se apresuraron a colocarse al lado de Haplo y los cuatro, el canciller y Haplo y los dos guardias detrás, salieron de la sala de juegos.

—Pareces un hombre de acción —comentó el canciller, dirigiendo una breve mirada a Haplo—. No vacilaste en atacar al soldado que mató a tu perro. ¿Te ha molestado la muerte del príncipe?

¿Molestarle? ¿Que un sartán matara a otro a sangre fría? Sorprenderlo, tal vez, pero molestarle... Haplo se dijo a sí mismo que así era como debía sentirse, pero contempló con desagrado la sangre que le salpicaba la ropa y se la restregó con el revés de la mano.

—El príncipe sólo hacía lo que consideraba correcto. No se merecía que lo asesinaran.

—No ha sido un asesinato —replicó Pons, tajante—. La vida del príncipe Edmund pertenecía al dinasta, como la de cualquier otro súbdito de Su Majestad. Y el dinasta ha decidido que el joven le sería más valioso muerto que vivo.

—Debería haber permitido al joven expresar su opinión al respecto —apuntó Haplo en tono seco.

El patryn intentaba prestar cuidadosa atención al lugar donde se encontraba, pero muy pronto se sintió perdido en el laberinto de túneles interconectados idénticos. Sólo apreció que descendía por la pendiente del suelo liso de la caverna. Pronto quedaron atrás las lámparas de gas, reemplazadas por toscas antorchas que ardían en candelabros colgados de paredes húmedas. A la luz de sus llamas, Haplo advirtió leves trazas de runas que recorrían las paredes a la altura del suelo. Delante de él, escuchó el eco de unos pies que avanzaban pesadamente, arrastrándose por los túneles como si transportaran una gran carga. El cuerpo del príncipe, se dijo, camino de su lugar de descanso no tan eterno.

El Gran Canciller lo miró y frunció el entrecejo.

—Me cuesta mucho entenderte, extranjero. Tus palabras llegan a mí desde una nube de oscuridad erizada de relámpagos. Veo en ti violencia, una violencia que me causa escalofríos, que me hiela la sangre. Veo una ambición orgullosa, un deseo de obtener poder por cualquier medio. La muerte no te es extraña. Y, a pesar de todo ello, noto que estás profundamente perturbado por lo que, en realidad, no ha sido sino la ejecución de un rebelde y traidor.

—Nosotros no matamos a los nuestros —respondió Haplo en un susurro.

—¿Qué? —Pons se acercó más a él—. ¿Cómo has dicho?

—Digo que nosotros no matamos a los nuestros —repitió Haplo. De inmediato, cerró la boca. Estaba molesto; e irritado de estarlo. No le gustaba la manera en que cualquiera en aquel lugar parecía capaz de ver hasta el fondo del corazón y del alma de los demás.

Se iba a sentir a gusto en la prisión, se dijo. Sería un placer la oscuridad, confortadora y relajante; sería un placer el silencio. Necesitaba la oscuridad, la quietud. Necesitaba tiempo para reflexionar y decidir qué hacer, para revisar y dominar aquellos pensamientos confusos y perturbadores.

Lo cual le recordó una cosa. Necesitaba una respuesta.

—¿Qué es eso que oí de una profecía?

—¿Profecía? —Pons miró por el rabillo del ojo a Haplo, pero apartó la vista rápidamente—. ¿Cuándo has oído hablar de una profecía?

—Justo después de que tu guardia intentara matarme.

—¡Ah!, pero si entonces apenas acababas de recobrar el conocimiento. Sufriste una buena conmoción...

—Pero no me afectó en absoluto al oído. La duquesa dijo algo de una profecía. ¿A qué se refería?

—Una profecía... Veamos si me acuerdo. —El canciller se llevó un dedo al mentón y se dio unos golpecitos, pensativo—. Ahora que lo pienso, debo reconocer que me dejó algo perplejo que la duquesa dijera algo así. No acierto a imaginar a qué se refería. Ha habido tantísimas profecías entre nuestro pueblo durante los siglos pasados... Las usamos para distraer a los niños.

Haplo había visto la expresión del canciller cuando Jera había hecho mención a la profecía. Pons no había puesto cara de distraído.

Antes de que el patryn pudiera continuar con el tema, el canciller empezó a hablar con aparente inocencia sobre las runas de las fichas, en un claro intento de sonsacarle información. Esta vez le tocó a Haplo eludir las preguntas de Pons. Por fin, el canciller abandonó el tema y los dos continuaron caminando por los pasadizos en silencio.

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