El Mar De Fuego (50 page)

Read El Mar De Fuego Online

Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
3.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

La tristeza y el pesar no estaban cargados de amargura. Ésta invade a quienes han provocado su propia tragedia como consecuencia de sus malos actos, y Alfred previo un tiempo en que una profunda amargura se extendería entre todo su pueblo, a menos que pudiera curarse de su locura.

Suspiró otra vez. Apenas momentos antes, se había sentido radiante de alegría y la paz se había extendido como un bálsamo sobre el mar de magma en ebullición de sus dudas y temores. Pero tal sensación embriagadora de exaltación no podía durar en aquel mundo. Tenía que volver a afrontar sus problemas y peligros; y, con ello, la tristeza y la pesadumbre.

Una mano surgió de pronto y asió la suya. Era una mano firme, de piel fina y sin arrugas, que le apretaba los dedos con energía; la de Alfred, en cambio, envejecida y apergaminada, apenas tenía fuerza.

—Esperanza, hermano —dijo el joven en tono apacible—. Debemos tener esperanza.

Alfred se volvió a observar al hombre sentado a su lado. El joven tenía unas facciones atractivas, firmes y resueltas, como un buen acero templado en la forja. Ni la menor sombra de duda empañaba su brillante superficie; su hoja estaba esmerilada hasta formar un filo cortante como el de una navaja. El joven le resultaba familiar a Alfred. Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero no terminaba de salirle.

—Ya lo intento —contestó, reprimiendo con un parpadeo las lágrimas que, de pronto, le venían a los ojos—. Tal vez sea porque he visto muchas cosas durante mi larga existencia. Ya he conocido antes la esperanza, pero siempre he terminado viéndola marchitarse y morir como los mensch que habían puesto a nuestro cuidado. Nuestro pueblo se lanza de cabeza hacia el mal como locos de atar corriendo hacia el borde del precipicio con la intención de arrojarse al abismo. ¿Cómo podemos detenerlos? Somos demasiado pocos...

—Nos presentaremos ante ellos —apuntó el joven—. Les revelaremos la verdad...

«... Y nos arrojarán al precipicio con ellos», pensó Alfred. Pero guardó las palabras para sí; prefería que el joven siguiera sumido en sus sueños luminosos mientras fuera posible.

—¿Qué crees que sucedió para que todo saliera tan mal? —preguntó pues, con tristeza.

El joven tenía la respuesta. Los jóvenes siempre la tienen para todo.

—A lo largo de la historia, el hombre siempre ha temido las fuerzas del mundo que no podía controlar. Estaba solo en un universo inmenso en el cual se sentía desamparado. Por eso, en la antigüedad, cuando se descargaba el rayo y retumbaba el trueno, el hombre llamaba a gritos a los dioses para que lo salvaran.

»En un pasado más reciente, empezó a comprender el universo y sus leyes. A través de la ciencia y de la tecnología, desarrolló los medios para controlar el universo. Por desgracia, como el rabino que creó el gólem, el hombre descubrió que no podía controlar su propia creación. En lugar de hacerse con el control del universo, estuvo a punto de destruirlo.

»Después del holocausto, no le quedó nada en que creer; todos sus dioses lo habían abandonado. Entonces, se volvió hacia sí mismo, hacia las fuerzas que tenía dentro de sí. Y descubrió la magia. Con el paso del tiempo, esa magia nos proporcionó más poder del que habíamos obtenido en nuestros muchos milenios de existencia. Dejamos de necesitar a los dioses; nosotros mismos ocupamos su lugar.

—Es cierto, nos consideramos dioses —asintió Alfred, pensativo—. Y ser dioses era una tarea gravosa, una pesada responsabilidad... Al menos, eso era lo que nos decíamos. Era preciso gobernar y controlar la existencia de los más débiles que nosotros, privarlos de su libertad para determinar su camino en la vida, obligarlos a seguir el único camino que
nosotros
considerábamos conveniente...

—¡Y, sin embargo, cuánto nos gustaba nuestro papel! —exclamó el joven. Alfred replicó, con un suspiro:

—¡Vaya si nos gustaba! ¡Y cuánto nos gusta todavía, cuánto lo anhelamos! Por eso va a ser difícil, muy difícil...

—Hermanos —interrumpió una mujer, sentada a la cabecera de la mesa—. Ya vienen.

Nadie dijo una palabra más. Sólo los ojos se comunicaron. Con la cabeza vuelta, cada cual contempló inquisitivamente a quienes tenía a su alrededor, y recibió de ellos energía y confianza. Alfred vio un destello de decisión y de profunda alegría en los ojos del joven.

—¡Que vengan! —exclamó éste de pronto—. ¡No somos avaros decididos a atesorar el oro que hemos descubierto! ¡Que entren y lo compartiremos con ellos de buena gana!

Los demás jóvenes reunidos en torno a la mesa se enardecieron con la arenga del joven. Llenos de ardiente inspiración, asintieron a gritos. Los presentes de más edad reaccionaron con sonrisas de indulgencia y de pena. Muchos entornaron los párpados para que su amarga experiencia y su desafortunada sabiduría no sofocaran aquella llama luminosa.

Además, pensó Alfred, tal vez eran ellos los que andaban errados. Quizá los jóvenes tenían razón. Al fin y al cabo, ¿por qué les había sido revelado aquello, si no era para divulgarlo...?

Del otro lado de la cámara sellada les llegó un estruendo que indicaba la presencia de mucha gente. Y no era el sonido de unos pasos que avanzaran en orden, disciplinados, sino el estrépito confuso y desordenado de la indisciplina, del caos y el tumulto, de la multitud desenfrenada. Los sartán sentados en torno a la mesa cambiaron de nuevo unas miradas dubitativas.

Nadie podía entrar en la cámara a menos que ellos la abrieran. Sus ocupantes podían quedarse allí encerrados para siempre, recreándose en lo que sabían y guardándolo para ellos solos.

—Nuestro hermano tiene razón —intervino la sartán de más edad, una mujer cuyo cuerpo era menudo y frágil como el de un pajarillo, pero cuyo espíritu indómito y cuya poderosa magia los había conducido a su maravilloso descubrimiento—. Hemos sido unos avaros que ocultábamos nuestra riqueza bajo el colchón, que vivíamos en la pobreza durante el día y sacábamos nuestro oro en la oscuridad de la noche para contemplarlo con codicia antes de devolverlo a su escondite. Como el avaro, que no saca provecho de su oro, también nosotros nos marchitaremos y nos secaremos por dentro muy pronto. Compartir nuestra riqueza no es sólo nuestra responsabilidad, sino también nuestra alegría. Desactivemos las runas de protección.

Alfred bajó la cabeza. Sabía que aquello era lo que debían hacer, pero temía no ser lo bastante fuerte.

Notó que se cerraba sobre la suya una mano cálida y fuerte que intentaba transmitir la confianza de quien la guiaba.

—Nos escucharán —murmuró el joven con suavidad, exultante—. ¡Es preciso que lo hagan!

La luz blancoazulada, brillante y hermosa, perdió intensidad, se volvió mortecina y se apagó. El alboroto al otro lado de las puertas selladas se hizo de pronto más potente y mucho más siniestro, lleno de gritos y burlas, de cólera y de odio. A Alfred le dio un vuelco el corazón. Su mano, agarrada con fuerza a la del joven, temblaba.

«Tenemos razón. Lo que hacemos es lo correcto», se recordó a sí mismo una y otra vez. Pero ¡ay!, qué difícil resultaba.

Las puertas de roca se abrieron con un crujido. La multitud irrumpió en la estancia y los que venían detrás empujaron a quienes estaban delante para penetrar en su objetivo. Sin embargo, la vanguardia del grupo se detuvo, desconcertada ante la actitud de calma y los semblantes graves y solemnes de los congregados en torno a la mesa. Las multitudes se enardecen con el miedo. Frente a la calma y la razón, suelen empezar a perder parte de su energía.

Los gritos enfurecidos se redujeron a murmullos, rotos en ocasiones por la exclamación de alguien, desde las últimas filas de intrusos, exigiendo saber qué sucedía. Los que habían penetrado en la sala con intenciones violentas parecían perplejos, como si buscaran entre ellos a algún líder, a alguien que reavivara la reconfortante llama de la rabia.

Un individuo se adelantó al grupo. El ánimo de Alfred, reavivado por un pálpito de esperanza, volvió a hundirse en la desesperación. El hombre iba vestido de negro. Era, por tanto, uno de los practicantes de las artes nigrománticas, recién descubiertas y hasta entonces prohibidas. El individuo era poderoso, carismático, y se rumoreaba que aspiraba a proclamarse rey.

Abrió la boca pero, antes de que pudiera decir nada, la anciana le preguntó con ligero tono de reproche, contemplándolo como se mira a un chiquillo revoltoso que acaba de interrumpir a sus mayores:

—¿Por qué has venido con tus seguidores a perturbarnos en nuestro trabajo, Kleitus?

—Porque vuestro trabajo es cosa de herejes y hemos venido para ponerle fin —respondió el nigromante.

—Nuestro trabajo aquí fue determinado por el consejo...

—¡... que ahora lamenta profundamente su decisión! —la cortó Kleitus en tono sarcástico.

Detrás de él sonaron unas voces de aprobación. Ahora, el nigromante sabía que él movía los hilos. O tal vez... Alfred comprendió entonces, en un súbito destello de aterradora lucidez, que Kleitus había estado detrás de todo lo sucedido. Suya era la chispa que había prendido el fuego. Ahora, sólo tenía que soplar sobre los carbones para crear un infierno.

—El consejo os encargó la tarea de establecer contacto con los otros mundos, de explicarles nuestra situación desesperada, el peligro que corremos, y rogarles que nos envíen la ayuda que nos prometieron antes de la Separación. ¿Y cuál ha sido el resultado? Durante meses, no hicisteis nada. Luego, de pronto, os presentáis diciendo tonterías que ni un niño creería...

—Si son tonterías —lo interrumpió la anciana en una voz calmada y armoniosa que contrastaba con el tono estridente y excitado de su acusador—, ¿por qué nos detienes? Déjanos continuar con...

—¡Porque son tonterías peligrosas! —gritó Kleitus. Luego, guardó silencio por unos instantes, tratando de dominarse. Hombre inteligente, sabía que descargar golpes furiosos a diestro y siniestro era tan poco práctico en el duelo verbal como en el combate con espadas de verdad. Su voz, cuando volvió a oírse, había recuperado la compostura—. Porque, por desgracia, algunos entre nuestro pueblo tienen la candidez de un niño. Y porque otros, como ése —la mirada de Kleitus se volvió hacia el joven y los ojos del nigromante se nublaron de ira—, son jóvenes que se han visto atraídos a vuestra trampa por los brillantes señuelos que habéis agitado delante de ellos.

El joven no dijo nada, pero la mano que agarraba la de Alfred aumentó su presión y sus atractivas facciones se hicieron más serenas. ¿Qué relación había entre el joven y Kleitus? No podía ser su hijo, pues Kleitus no tenía edad suficiente para haberlo engendrado. ¿Un hermano menor, tal vez, que había mostrado adoración por el mayor hasta que había descubierto la verdad? ¿El discípulo de un maestro en otro tiempo venerado? Alfred cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre del joven. Los nombres no habían tenido nunca importancia para los reunidos en torno a la mesa. Muy adentro, algo le dijo a Alfred que nunca llegaría a conocerlo. Y que ello, por alguna causa, no tendría importancia.

Se sintió más fuerte y consiguió responder a la presión del joven sobre su mano. El joven lo miró con una sonrisa.

Por desgracia, aquella sonrisa fue como arrojar aceite a las ascuas humeantes de Kleitus.

—¡Se os acusa de corromper la mente de nuestros jóvenes! ¡Y ahí está la prueba! —declaró, señalando al joven con dedo acusador.

La multitud se abalanzó hacia adelante. Su cólera rugía como el estruendo de la lava en el mar de Fuego filtrándose por las grietas del terreno.

La anciana apartó con gesto enérgico la mano de aquellos de sus hermanos que, respetuosamente, intentaron ayudarla y se puso en pie por sus propias fuerzas.

—¡Llévanos ante el consejo, pues! —respondió con una voz que apaciguó la feroz oleada—. ¡Allí responderemos de las acusaciones que se nos formulen!

—El consejo es un hatajo de estúpidos babosos que, en sus desencaminados esfuerzos por preservar la paz, han tolerado vuestras divagaciones durante demasiado tiempo. ¡El consejo me ha entregado el mando!

La multitud lo vitoreó. Kleitus envalentonado, volvió su dedo acusador del joven a la anciana.

—¡Vuestras mentiras heréticas no harán más daño a los incautos!

Los vítores aumentaron de intensidad y se hicieron más siniestros. La multitud volvió a empujar. Las hojas de puñales y espadas brillaron en la sala.

—¡Quien empuñe el acero en esta cámara sagrada verá cómo la punta de su arma se vuelve contra su propio pecho! —amenazó la anciana.

Esta vez fue Kleitus quien alzó la mano y detuvo el avance de sus secuaces. El clamor dio paso a un mar de murmullos. Pero si el nigromante detuvo la amenaza no fue por miedo o por compasión; lo hizo para demostrar su dominio, para dejar claro que podía soltar a su jauría en el momento que quisiera.

—No queremos haceros ningún daño —dijo con aire congraciador—. Acceded a presentaros públicamente y confesar que habéis mentido al pueblo. Decidles... —Kleitus hizo una pausa, urdiendo su tela de araña—, decidles que, en realidad, sí os comunicasteis con los otros mundos y que pensabais apropiaros de sus riquezas. En realidad, ahora que lo pienso, es probable que no ande muy desencaminado...

—¡Mentiroso! —exclamó el joven, poniéndose en pie de un salto—. ¡Sabes muy bien lo que hemos hecho! ¡Yo te lo conté! ¡Te lo expliqué todo! Sólo quería compartir contigo... —El joven abrió los brazos y, vuelto hacia los reunidos en torno a la mesa, añadió—: Os ruego que me perdonéis. Yo he provocado todo esto.

—Habría sucedido de todos modos —le contestó la anciana con dulzura—. Sí, habría sucedido de todos modos. Llegamos demasiado pronto... o demasiado tarde. Ocupa otra vez tu lugar en la mesa.

Abatido, el joven se derrumbó en su asiento. Esta vez le tocaba a Alfred ofrecerle consuelo, todo el consuelo que pudiera. Posó la mano en el antebrazo del joven.

«Domínate —le dijo en silencio—. Prepárate para lo que se avecina. Demasiado pronto..., demasiado tarde. ¡Por favor, que no sea demasiado tarde! Lo único que nos queda es la esperanza.»

Kleitus estaba diciendo algo:

—... aparecer en público y denunciaros vosotros mismos como charlatanes. Entonces se determinará el castigo adecuado. ¡Y, ahora, poneos en pie y apartaos de esa mesa! —ordenó con voz fría y chirriante como la puerta de piedra. Varios de sus secuaces avanzaron unos pasos empuñando cinceles y martillos de hierro.

—¿Qué te propones hacer, Kleitus?

Other books

The Sealed Letter by Emma Donoghue
Crossing Over by Ruth Irene Garrett
Triumph by Jack Ludlow
A Will to Survive by Franklin W. Dixon
Disruptor by Sonya Clark
Guardian Angel by Davis, John
Pigs Have Wings by P G Wodehouse