El Mar De Fuego (54 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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Entre gritos de miedo, Tomás se volvió boca arriba y se llevó las manos a la cara.

—¡No, por favor! ¡No! ¡No! ¡Por favor! —balbució una y otra vez. Su cuerpo rodó y se agitó en el suelo, retorciéndose en un paroxismo de terror. El duque contempló al nigromante.

—¡Tomás! ¡No voy a hacerte daño! ¡Tomás!

Jonathan intentó agarrar al desgraciado y apaciguarlo, pero la visión de unas manos que se acercaban no hizo sino incrementar su pánico.

—¡Hazlo callar! —ordenó Haplo, colérico—. ¡Atraerá hacia aquí a todos los guardias de palacio!

—¡No puedo! —Jonathan lo miró con aire de impotencia—. ¡Se..., se ha vuelto loco!

Alfred hincó la rodilla junto a Tomás y empezó a mover las manos sobre él, entonando las runas.

—¡No lo duermas, sartán! Necesitamos información.

Alfred dirigió una severa mirada de reproche al patryn.

—¿Quieres que lo llevemos con nosotros por los túneles o prefieres dejarlo aquí, inconsciente? —preguntó Haplo.

Desconcertado, Alfred asintió. El movimiento de sus manos formó un velo invisible sobre el hombre. Los gritos de Tomás cesaron y empezó a respirar con más facilidad, pero continuó mirándolos con unos ojos desorbitados y un temblor incontenible en brazos y piernas. Haplo se puso en cuclillas en las proximidades del nigromante. El perro se acercó también, olisqueó la túnica de Tomás y la hurgó con la pata con gran interés. Haplo alargó la mano y tocó la tela. Estaba empapada. Alzó los dedos a la luz y los encontró manchados de sangre.

Alfred le remangó la túnica para observar la pierna. Tenía una contusión pero, salvo ésta, no se apreciaba herida alguna. La sangre no era suya. Alfred levantó la vista, mortalmente pálido.

—¿Conoces a este hombre? —preguntó Haplo a Jonathan.

—Sí.

—Háblale. Averigua qué sucede ahí arriba.

—¿Tomás? Soy yo, Jonathan. ¿No me reconoces? —El duque había olvidado su cólera, transformada en lástima. Alargó la mano con cautela. Los ojos de Tomás siguieron el gesto y, de pronto, su mirada se volvió hacia el rostro de Jonathan.

—¡Estás vivo! —exclamó. Agarró la mano del duque con un ademán espasmódico y la apretó con fuerza—. ¡Estás vivo! —repitió una y otra vez, y estalló en sollozos.

—Tomás, ¿qué es lo que te ha ocurrido? ¿Estás herido? Tienes sangre...

—¡La sangre! —El nigromante se estremeció con un jadeo—. ¡Está en el aire! ¡Noto su sabor! ¡La respiro! Forma charcos, quema como el magma... Rezuma y rezuma. La oigo gotear. Todo el ciclo. Gotea y gotea.

—Tomás... —le dijo el duque.

El hombre no hizo caso. Agarrado a las manos de Jonathan, volvió la mirada hacia las sombras.

—Ella vino... a buscar a su padre. La sangre del viejo rezumaba a través del suelo... Goteaba, goteaba...

Jonathan palideció. Se desasió de las manos contraídas de Tomás y, echándose atrás, se sentó sobre sus talones.

Haplo decidió que era momento de intervenir. Con gestos bruscos, apartó a un lado al duque, agarró por los hombros a Tomás y lo sacudió.

—¿Qué está pasando en la ciudad? ¿Qué sucede ahí arriba?

—Sólo uno vive. Sólo uno... —Empezó a ahogarse, los ojos le sobresalían de las órbitas y la lengua asomaba entre sus labios.

—¡Sartán! ¡Haz algo, maldita sea! ¡Tiene una especie de ataque! Tengo que averiguar...

Alfred se acercó para auxiliarlo, pero era demasiado tarde. Tomás puso los ojos en blanco y su cuerpo, tras unos espasmos, cayó en una completa flaccidez.

Haplo le buscó el pulso y movió la cabeza en gesto de negativa.

—¿Está...? ¿Está... muerto? —La voz de Jonathan era casi inaudible—. ¿Cómo...?

—Lo ha matado su propio miedo —respondió Alfred—. El terror a lo que ha visto ahí arriba, sea lo que sea.

—«Sólo uno vive»... —Haplo repitió lentamente las palabras.

—Oigo voces de los muertos —anunció el fantasma. El cadáver del príncipe Edmund se situó cerca de Jonathan y los ojos brillantes del fantasma contemplaron al muerto desapasionadamente—. Son muchos y están llenos de rabia. Ten paciencia, pobre espíritu —añadió el príncipe, hablándole a algo invisible—. Ya no tendrás que esperar mucho. El tiempo se acaba. La profecía está a punto de cumplirse.

¡La profecía! Haplo se había olvidado por completo del tema. Se incorporó y empezó a decir:

—¡Háblame de esa...!

El perro gruñó y bajó la cabeza.

—¡Maldición! ¡Apartaos de la luz! —ordenó el patryn, refugiándose entre las sombras—. ¡Y no hagáis ruido!

Al fondo del pasadizo aparecieron unas siluetas confusas, con el rostro oculto bajo la capucha.

—El nigromante ha huido por aquí —dijo uno de los intrusos—. Estoy seguro. Percibo una fuente de calor... ¡Ahí delante hay algo vivo!

«... hay algo vivo...», repitió una voz lejana, en un susurro débil y siseante.

—Un lázaro... —murmuró Alfred y, tras un leve suspiro, cayó al suelo resbalando por la pared.

—¡Se ha desmayado! —susurró Jonathan.

Haplo soltó un juramento por lo bajo. ¡Tenía que desmayarse precisamente ahora, en el momento en que el sartán podía resultar de utilidad! Echó un vistazo hacia el pasadizo, en la dirección por la que habían venido. Recordó que habían dejado atrás otros pasadizos. Si huía solo, tal vez podría llegar a alguno de ellos. Si lo conseguía, tendría una buena oportunidad para escapar, sobre todo porque el lázaro estaría ocupado con el duque y con Alfred. Así era cómo uno escapaba de las fieras en el Laberinto. Se les arrojaba un cadáver recién muerto y las bestias se detenían a devorarlo, mientras uno ponía distancia de por medio.

El patryn miró a Alfred, que yacía en el suelo, y a Jonathan, inclinado sobre él. Los fuertes sobrevivían; los débiles, no.

—¡Perro! ¡Aquí, muchacho! —llamó en un susurro al animal—. ¡Vamos!

El perro permaneció junto a Alfred.

El lázaro se había detenido a inspeccionar otro pasadizo. Era el momento ideal.

—¡Perro! —Haplo repitió la orden.

El animal meneó el rabo y se puso a gimotear.

—¡Perro! ¡Ven aquí! —El patryn insistió, chasqueando los dedos.

El perro dio unos pasos hacia él, pero volvió enseguida junto a Alfred. El lázaro avanzaba de nuevo. Jonathan volvió la mirada hacia Haplo y le dijo en voz muy baja:

—Vete. Ya has hecho suficiente. No puedo decirte que entregues tu vida por nosotros. Estoy seguro de que tu amigo lo querría de esta manera.

«¡No es amigo mío! —estuvo a punto de exclamar a gritos—. ¡Es mi enemigo! ¡Y tú también lo eres! Vosotros, los sartán, asesinasteis a mis padres y abandonasteis a mi pueblo en su terrible prisión. Incontables miles de patryn han sufrido y han muerto por vuestra causa. ¡Por supuesto que no voy a entregar mi vida por vosotros! ¡Por fin estáis recibiendo vuestro merecido!»

—¡Perro! —exclamó, furioso, y alargó la mano para agarrar al animal.

El perro esquivó el contacto, dio media vuelta y se lanzó a la carrera contra el lázaro.

CAPÍTULO 42

LAS CATACUMBAS, ABARRACH

Era difícil contar el número de lázaros. Entrevistos en la penumbra, los cuerpos y espíritus que se fundían y se separaban constantemente engañaban a la vista y desconcertaban a la mente. Todos ellos iban vestidos con túnicas negras; eran nigromantes, dotados del poder para convertir a otros recién muertos en seres como ellos, que no eran vivos ni difuntos.

Haplo sólo tuvo un consuelo. Sus perseguidores no se interesarían por su piel: se limitarían a hacerlo pedazos. El patryn supuso que debía sentirse contento.

Los lázaros se detuvieron y sus fuertes manos se levantaron para capturar al molesto perro, para retorcerle el cuello y estrangularlo.

Haplo trazó un signo mágico en el aire. La runa se encendió, salió disparada de sus manos con el fulgor de una centella y cayó sobre el perro. Una llama roja y azul envolvió al animal y éste creció de tamaño y siguió aumentando a cada tranco. Su cabeza enorme rozó el techo y sus patas gigantescas sacudieron el suelo. Sus ojos eran ascuas; su aliento, humo ardiente.

El perro saltó sobre los lázaros y aplastó sus cuerpos bajo las zarpas monstruosas. Los dientes del animal se hundieron en la carne muerta y no se limitaron a desgarrar gargantas, sino que arrancaron cabezas de cuajo.

—¡Esto los detendrá, pero no por mucho tiempo! —gritó Haplo para hacerse oír por encima de los roncos gruñidos del perro—. ¡Poned en pie a Alfred y empecemos a movernos! Jonathan apartó a duras penas su mirada horrorizada de la carnicería que estaba teniendo lugar al fondo del pasadizo. Asiendo entre los dos a un Alfred tambaleante, que apenas empezaba a recobrar la conciencia, el duque y el cadáver del príncipe consiguieron ponerlo en pie.

Haplo dedicó unos momentos a estudiar su estrategia. Retroceder quedaba descartado. Su única esperanza era alcanzar la ciudad y unirse al resto de los vivos. Y, para llegar a la ciudad, había que abrirse paso entre los lázaros.

Echó a correr por el pasadizo sin mirar atrás. Si los demás lo seguían, bien; si no lo hacían, a él le daba igual.

El perro se encontraba en medio de un espeluznante campo de batalla lleno de cuerpos descuartizados y túnicas negras hechas trizas. El suelo de roca estaba resbaladizo de sangre. Haplo se mantuvo pegado a la pared, atento a dónde ponía el pie. Detrás de él, oyó cómo al joven duque se le aceleraba la respiración y le vacilaba el paso.

—¡Haplo! —exclamó con voz atenazada por el miedo.

Uno de los cadáveres destrozados empezó a moverse. Un brazo se arrastró hacia el tronco, una pierna se deslizó para unirse a éste. El fantasma del lázaro, que brillaba tenuemente en la oscuridad, había puesto en acción sus poderes mágicos para recomponer el cuerpo hecho pedazos.

—¡Corre! —gritó el patryn.

—¡No..., no puedo! —replicó Jonathan entrecortadamente. El duque estaba paralizado de terror.

Alfred, tambaleándose, miró a su alrededor con expresión aturdida. El cadáver del príncipe Edmund permaneció quieto, sin pestañear, impertérrito ante aquel horror.

Haplo emitió un silbido grave y penetrante. Las llamas en torno al perro decrecieron, parpadearon y se apagaron. El animal se encogió hasta recuperar su tamaño normal, saltó ágilmente por encima de los cuerpos en proceso de reensamblaje, corrió unos trancos y dio un mordisco a Alfred en el tobillo huesudo y desnudo.

El dolor hizo que el sartán volviera en sí. Advirtió el peligro y comprendió la reacción de Jonathan. Agarrando al duque por los hombros, lo arrastró hasta dejar atrás a los lázaros. El perro corrió alrededor de ellos y se plantó ante los pedazos espasmódicos de los cuerpos, ladrando amenazadoramente. El cadáver de Edmund avanzó en retaguardia, con aire grave y solemne.

Una de las manos amputadas se agarró a él. Sin inmutarse, el príncipe se la quitó de encima.

—Estoy bien —murmuró Jonathan con los labios tensos—. Ya me puedes soltar.

Alfred lo miró, dubitativo.

—De verdad —le aseguró el duque, pero empezó a volver la cabeza, atraído por una horrible fascinación—. Sólo..., sólo ha sido la conmoción de ver...

—¡No mires atrás! —Haplo, agarró al duque y lo obligó a mirar adelante—. No te importa lo que sucede ahí. ¿Sabes dónde estamos?

Las catacumbas habían terminado. Estaban junto a la entrada de unos corredores bien iluminados y suntuosamente decorados.

—El palacio... —dijo Jonathan.

—¿Puedes llevarnos fuera, a la ciudad?

Al principio, el patryn temió que todo lo sucedido hubiera sido demasiado para Jonathan y que ahora fuera a fallarle, pero el duque recurrió a unas reservas de energía que, sin duda, nunca había sabido que poseía. Sus pálidas mejillas adquirieron un leve color.

—Sí —contestó Jonathan con voz baja pero firme—. Puedo llevaros. Seguidme.

Abrió la marcha con Alfred a su lado y el príncipe tras ellos. Haplo echó un último vistazo a los lázaros. Debería tratar de hacerse con algún arma, se dijo. Una espada no mataría a aquellos seres, pero los dejaría fuera de combate el tiempo suficiente para escapar...

Un hocico helado se apretó contra su mano.

—No te quedes aquí conmigo —exclamó Haplo, apartando al animal de un empujón y dando un paso adelante—. Ya que tanto te gusta el sartán, ve y sé su perro. Ya no te quiero.

El animal sonrió. Meneando el rabo, avanzó al trote junto a su amo.

El único vivo.

Haplo había visto muchas escenas terribles en su vida. El Laberinto mataba sin piedad ni compasión, pero lo que presenció aquel día en el palacio de Necrópolis lo perseguiría el resto de su vida.

Jonathan conocía a fondo el palacio y los condujo con rapidez por los serpenteantes corredores y el confuso laberinto de estancias. Al principio, avanzaron con suma cautela, protegiéndose en las sombras, ocultándose en los quicios de las puertas y temiendo a cada recodo toparse con más lázaros en busca de nuevas víctimas.

«Los vivos nos tienen prisioneros. Somos sus esclavos. Cuando no quede nadie vivo, seremos libres.»

El eco de la voz de Jera persistía en las salas y en los pasillos, pero no había rastro de ella ni de ningún otro ser, tanto vivo como semimuerto.

En cambio, todo estaba sembrado de muertos.

Los cuerpos yacían por los pasillos donde habían caído asesinados. Ninguno de ellos había sido resucitado, ni tratado con la menor ceremonia. Una mujer abatida por una flecha sostenía aún en sus brazos a un niño de pecho degollado. Un hombre a quien habían hundido una espada entre los omóplatos a traición, miraba hacia ellos sin verlos, con una expresión de sorpresa casi cómica en su rostro muerto. Haplo le arrancó el arma del cuerpo y se la apropió para utilizarla.

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