El Mar De Fuego (55 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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—No necesitarás esa arma —dijo el príncipe—. Los lázaros ya no nos persiguen. Kleitus los ha llamado para otro asunto más urgente.

—Gracias por el consejo, pero me siento mejor con ella, si no te molesta.

Sin dejar de andar, mientras se ocupaba de mantener junto al grupo, el patryn dibujó con sangre varios signos mágicos en la hoja de acero. Cuando levantó la vista, encontró la mirada horrorizada de Alfred.

—Muy toscas, lo reconozco —le dijo Haplo—, pero no tengo tiempo para delicadezas.

Alfred abrió la boca para protestar.

—Este hechizo puede cortar la vida mágica que sostiene a esos lázaros, que mantiene juntos sus cuerpos —continuó el patryn con frialdad—. A menos que creas poder recordar ese hechizo que formulaste para dar muerte al soldado...

Alfred cerró la boca y desvió la mirada. El sartán parecía enfermo, demacrado. Tenía la piel amoratada, las manos temblorosas y los hombros hundidos bajo un peso insoportable. Sufría agudos dolores y Haplo debería haberse sentido exultante, debería haberse complacido con el tormento de su enemigo. Pero no pudo.

No pudo, y su impotencia lo irritó. Trazó un signo mágico en la sangre de su enemigo ancestral y sólo notó un dolor que le retorcía las entrañas. Le gustara o no, Alfred y él procedían de la misma fuente. Eran ramas muy lejanas, una en la copa y otra cerca del suelo, una que se extendía hacia la luz y la otra que se resguardaba en las sombras, pero salidas ambas del mismo tronco. El filo de un hacha se hundía en el tronco, dispuesto a derribar el árbol entero. En el destino del sartán, Haplo podía ver también el suyo.

¿Debía llevar el conocimiento de la nigromancia a su Señor? ¿O era mejor ocultar tal descubrimiento? Eso sería mentir a su Señor, al hombre que le había salvado la vida.

Pero ¿qué estaba pensando? ¡Pues claro que le llevaría la información a su Señor! Le llevaría a Jonathan. ¿Qué era aquello? ¡Se estaba volviendo débil, sentimental! Y toda la culpa era de aquel condenado Alfred. El sartán también lo acompañaría. Su Señor se encargaría de él.

«Y yo contemplaré el espectáculo y disfrutaré cada instante...»

El único vivo.

Llegaron a la antecámara, junto al salón del trono. Los cortesanos que habían servido a Kleitus buscando su favor, esperando una simple mirada del dinasta, yacían muertos en el suelo. Ninguno de ellos iba armado; ninguno había sido capaz de luchar por su vida, aunque parecía que unos pocos habían hecho un intento desesperado por escapar. Todos ellos habían sido acuchillados por la espalda.

—Han conseguido lo que querían —sentenció Jonathan, contemplando los cuerpos desapasionadamente—. Por fin, Kleitus les ha prestado atención a todos, uno por uno.

Haplo observó al joven duque. Alfred sufría en su propio ser la terrible agonía que habían experimentado los muertos. Jonathan, por el contrario, podría haber sido uno de los cadáveres. El duque y el cadáver del príncipe Edmund guardaban un misterioso parecido. Los dos se mostraban tranquilos, solemnes, insensibles a la tragedia.

—¿Y dónde está Kleitus? —le preguntó Haplo en voz alta—. ¿Por qué ha dejado tras él a estos muertos? ¿Por qué no los ha convertido en lázaros?

—Observarás que no hay nigromantes entre los cuerpos —respondió Alfred en voz baja y temblorosa—. Kleitus tiene que mantener el control. Dentro de unos ciclos, regresará y resucitará estos cuerpos como ha hecho en el pasado.

—Con la diferencia —añadió Jonathan— de que ahora Kleitus puede comunicarse con los muertos directamente. Gracias a la intervención del lázaro, los muertos han obtenido inteligencia.

Ejércitos de muertos avanzando con determinación, resueltamente, decididos a matar a aquellos a quienes envidiaban y odiaban: a los vivos.

—Por eso no hemos encontrado a nadie en el palacio —señaló el príncipe—. Kleitus y Jera, con su ejército, han partido. Se disponen a cruzar el mar de Fuego, para atacar y destruir al último pueblo que queda con vida en este mundo.

—A tu pueblo —señaló Haplo.

—Ya no son mi pueblo —replicó el príncipe—. Ahora, mi pueblo son éstos.

El fantasma blanquecino y brillante se cernió sobre los cadáveres tendidos en el suelo y bañó sus rostros helados con el leve resplandor de su luz fría. Los susurros de los desgraciados espíritus llenaban el aire como si le respondieran.

O le suplicaran.

—Tenemos que poner sobre aviso a Baltazar. ¿Y qué hay de tu nave? —preguntó Alfred de pronto, volviéndose hacia el patryn—. ¿Estará a salvo? ¿Podremos marcharnos?

Haplo se dispuso a contestar que sí, por supuesto; la nave estaba a salvo, perfectamente protegida. Sin embargo, las palabras murieron en sus labios. Ignoraba qué poderes tenían aquellos lázaros. Si destruían su nave, se encontraría atrapado en aquel mundo hasta que pudiera encontrar otra embarcación. Se encontraría atrapado, combatiendo contra ejércitos de muertos, contra tropas que no podían ser detenidas ni derrotadas. A Haplo se le aceleró la respiración. El pánico del sartán era contagioso.

—¿Qué hace ahora? ¿Dónde está Kleitus en este momento? ¿Lo sabes?

—Sí —respondió el cadáver del príncipe—. Oigo las voces de los muertos. Está movilizando sus fuerzas, reuniendo a su ejército y preparándolo para mandarlo a la lucha. Las naves se encuentran ancladas, a la espera. Pero le llevará algún tiempo embarcar a todas las tropas —Haplo habría jurado que el fantasma sonreía—. Ahora, los muertos no pueden ser conducidos como rebaños de ovejas. Ahora son inteligentes, y la inteligencia produce independencia de pensamiento y de acción, lo cual conduce inevitablemente a la confusión.

—De modo que tenemos tiempo —sacó en conclusión Haplo—. Pero tenemos que cruzar el mar de Fuego.

—Conozco un camino —apuntó el príncipe—, si tenéis valor para seguirlo.

Pero ya no era cuestión de valor. Una vez más, Alfred puso voz a los pensamientos de Haplo.

—No tenemos alternativa.

CAPÍTULO 43

NECRÓPOLIS, ABARRACH

Necrópolis había cumplido el terrible presagio de su nombre. Cuerpos mutilados se apilaban en los quicios de las puertas, abatidos antes de poder encontrar refugio. Aunque ni siquiera así se habrían salvado, pues las puertas habían sido reventadas, hechas astillas por los muertos en sus esfuerzos por quitar la vida a los vivos. Lo habían logrado. El agua que corría por las cunetas estaba teñida de sangre.

El fantasma del príncipe Edmund los condujo a través de los sinuosos túneles de la Ciudad de los Muertos. Para evitar la puerta principal, que tal vez encontraran vigilada, escaparon de la ciudad a través de uno de los agujeros de rata. Una vez fuera de las murallas, escucharon a lo lejos un ruido sordo y atronador que resonaba en el elevado techo de la caverna y hacía vibrar el suelo sobre el que estaban. Eran los ejércitos de los muertos, preparándose para la guerra.

Numerosas paukas, aún enganchadas a los carromatos, vagaban por los alrededores de Necrópolis. Los animales estaban perplejos, asustados por el olor de la sangre. Sus propietarios y jinetes estaban muertos; ahora eran cadáveres abandonados donde habían caído abatidos o cuerpos resucitados y conducidos junto a los demás para participar en la contienda. Haplo y Jonathan requisaron un carruaje y desalojaron de él los cuerpos de un hombre, una mujer y dos niños. Alfred montó en el vehículo sin apenas darse cuenta de lo que hacía, dejándose llevar en todo momento, casi siempre por Jonathan pero a veces —ásperamente— por Haplo.

El carruaje se puso en marcha con un traqueteo. La pauka pareció aliviada de que alguien tomara el control de su vida otra vez. Conducía Jonathan y Haplo iba sentado a su lado, vigilando. El cadáver del príncipe Edmund, muy erguido, ocupaba el asiento de los pasajeros, al lado de Alfred. El fantasma del príncipe hacía de guía y dirigió la marcha hacia el este durante varios kilómetros, en dirección a los Cerros de la Grieta. Al llegar a una intersección, el vehículo tomó rumbo al sur, hacia el mar de Fuego. El perro corría junto al carruaje, ladrando de vez en cuando a la pauka para gran desconcierto de la bestia.

Jonathan conducía lo más deprisa que se atrevía. El vehículo se bamboleaba y botaba sobre el camino salpicado de guijarros. A ambos lados, vieron pasar a toda velocidad unos campos de hierba de kairn como manchas borrosas, vertiginosas, de color pardo verdusco. Alfred se agarró al costado del carruaje bamboleante, esperando verse arrojado de él o atrapado bajo sus restos volcados. Continuó la loca carrera temiendo por su vida, algo que el patryn no podía entender pues su existencia tenía ahora muy poco sentido.

Alfred, con amargura, se preguntó en silencio qué instinto animal básico los impulsaba, los obligaba a continuar viviendo cuando habría sido mucho más sencillo detenerse y esperar la muerte sentados.

Al tomar una curva muy cerrada, el carruaje se inclinó, con dos ruedas en el aire. Alfred se vio arrojado violentamente contra el cuerpo helado del cadáver. Cuando el vehículo se enderezó, Alfred hizo lo propio, auxiliado por el príncipe con su habitual aire digno.

«¿Por qué me agarro así a la vida?», se preguntó el sartán. ¿Qué era lo que le aguardaba, al fin y al cabo? Aunque lograra salir de aquel mundo, no podría escapar nunca del recuerdo de lo que había visto, del conocimiento de lo que había sido de su pueblo. ¿Por qué tenía que correr a advertir a Baltazar? Si éste conseguía sobrevivir, seguiría buscando la Puerta de la Muerte y terminaría por descubrir el modo de cruzarla y de llevar el contagio de la nigromancia a los otros mundos. El propio Haplo había amenazado con llevar estas artes oscuras al conocimiento de su amo y señor.

Sin embargo, siguió diciéndose Alfred, el patryn no había vuelto a hacer mención del asunto desde que había descubierto estas prácticas. ¡A saber qué pensaría ahora al respecto! Alfred creía haber visto reflejado en los ojos del patryn, en ocasiones, el mismo horror que él había sentido en su alma. ¡Y, en la Cámara de los Condenados, Haplo era el joven sentado a su lado en la mesa! Los dos habían presenciado la misma escena...

—Él se resiste a aceptarlo, igual que tú... —dijo el príncipe, interrumpiendo las meditaciones de Alfred. Este, desconcertado, intentó decir algo, iniciar una protesta, pero las palabras le salieron de la boca entrecortadas por el traqueteo de la marcha y estuvo a punto de morderse la lengua. Pese a todo, el príncipe Edmund le entendió.

—Sólo uno de vosotros tres ha abierto su corazón a la verdad. Jonathan no lo entiende por completo todavía, pero está más cerca, mucho más cerca que vosotros.

—¡Quiero... conocer... la verdad! —consiguió articular Alfred, escupiendo las palabras entre dientes, con las mandíbulas apretadas para no volver a morderse la lengua.

—¿De veras? —inquirió el fantasma, y a Alfred le pareció advertir en él una fría sonrisa—. ¿Acaso no te has pasado la vida negándola?

Se refería a sus desmayos, empleados conscientemente al principio para evitar revelar sus facultades mágicas, y que luego se habían vuelto incontrolables. Y a su torpeza, tanto física como de espíritu. Y a su incapacidad (o era rechazo) para invocar un hechizo que le habría dado un poder excesivo, indeseado; un poder que otros podían intentar usurparle. Y a su permanente postura de observador, negándose a intervenir tanto para bien como para mal.

—¿Qué otra cosa podría hacer, si no? —preguntó al fantasma, en tono defensivo—. Si, en cierta ocasión, los mensch hubieran sabido que tenía el poder de un dios, me habrían obligado a emplearlo para intervenir en sus vidas.

—¿Obligado? ¿O más bien tentado?

—Tienes razón —reconoció Alfred—. Sé que soy débil. La tentación habría sido demasiado fuerte; lo fue, en realidad, y cedí ante ella salvando la vida del pequeño Bane cuando su muerte habría evitado las tragedias que siguieron.

—¿Por qué lo salvaste? ¿Y por qué salvaste a ése, a tu enemigo? —añadió, volviendo su mirada fantasmal hacia Haplo—.

Un enemigo que ha jurado matarte. Busca la respuesta, la auténtica respuesta, en tu corazón.

—Te llevarás una decepción —respondió Alfred tras un suspiro—. Ojalá pudiera decir que lo hice movido por algún noble ideal, por un quijotesco sentido del honor, por un valor altruista y abnegado, pero no fue así. En el caso de Bane, me impulsó la lástima, la compasión por un chiquillo criado sin amor que iba a morir sin haber conocido un solo instante de felicidad. ¿Y Haplo? Durante unos breves instantes, he vivido en su piel y lo comprendo. —Alfred volvió la vista hacia el perro—. Creo que lo entiendo mejor que él mismo.

—Lástima, piedad, compasión...

—Eso es todo, me temo —asintió Alfred.

—Es lo que cuenta —añadió el fantasma.

El camino que tomaron estaba desierto, aunque lo habían hollado muchos pies. Parte del ejército de los muertos había pasado por allí, dejando atrás la ciudad por las numerosas calzadas que conducían al mar de Fuego. Tras el paso de las tropas, el camino había quedado sembrado de cascos, escudos, piezas de armadura, huesos y, aquí y allá, algún esqueleto caído, con los huesos hechos astillas. El grupo descubrió abandonados gran número de carretas de carga y carruajes, cuyos pasajeros habían sido asesinados o habían huido ante el rumor de la llegada del ejército de los muertos.

Al principio, Alfred pensó que Tomás había dicho la verdad. Desde que habían salido de las catacumbas, no habían visto a nadie con vida y el sartán llegó a temer que todos, en Necrópolis y en sus alrededores, hubieran caído víctimas de la furia de los muertos. Sin embargo, en el trayecto hacia el mar de Fuego, más de una vez creyó captar un movimiento furtivo entre la alta hierba de kairn, le pareció ver alzarse una cabeza o intuyó unos ojos —los ojos de un ser vivo— observándolos con temor. Y, aunque el carruaje pasaba demasiado deprisa como para poder estar seguro de lo que había visto y Alfred decidió no comentarlo con los demás, aquello abrió un pequeño resquicio a la esperanza, rasgando las sombras como la luz que se cuela por debajo de la puerta en una habitación a oscuras.

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