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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (46 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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—¿Cómo puede preguntarse nada? Está muerto.

—El cuerpo lo está —respondió el lázaro—. Pero el espíritu sigue vivo. El fantasma del príncipe es consciente de lo que sucede a su alrededor. Hasta este momento no podía hablar, ni actuar. ¡Ésa es la razón de que esta muerte-vida en la que estamos atrapados sea tan horrible!

«... horrible...»

—Pero ahora —continuó el lázaro con una fría expresión de orgullo en sus horrendas facciones— le he concedido, hasta donde soy capaz, el poder de hablar, de comunicarse. Lo he dotado de la facultad de actuar con el cuerpo y el espíritu a la vez.

—Pero... seguimos sin oírlo —apuntó Alfred con un hilo de voz.

—En efecto. Eso se debe a que su cuerpo y su espíritu han estado separados demasiado tiempo. Han vuelto a unirse, pero la unión es dolorosa, como puedes observar. No durará mucho tiempo. Lo contrario que la mía. ¡Mi tormento es eterno!

«... eterno...»

Jonathan exhaló un gemido y se retorció de dolor como el lázaro de su esposa. Alfred pestañeó, incrédulo, y abrió la boca para decir algo. Haplo le dio otro enérgico codazo, advirtiéndole que guardara silencio.

—Su Alteza insiste en la pregunta: ¿por qué le prestas ayuda?

Haplo se volvió hacia el cadáver del príncipe y le respondió lentamente, midiendo con cuidado cada palabra:

—Verás, Alteza: ayudándote a ti, me estoy ayudando a mí mismo. Mi nave... ¿Recuerdas mi nave, príncipe?

El cadáver dio la impresión de asentir.

—Pues bien —continuó Haplo—, mi nave está en la orilla opuesta del mar de Fuego, en el muelle de Puerto Seguro que tu pueblo controla ahora. Yo te conduciré al otro lado del mar de Fuego, si tú evitas que tu pueblo me ataque y si me garantizas paso franco hasta la nave.

El cadáver permaneció inmóvil. Solamente sus ojos muertos respondieron con un leve destello. La forma cambiante de Jera pareció prestar atención y luego, con un ademán algo despectivo, dijo:

—Su Alteza entiende tu propuesta y accede al trato.

Haplo dijo adiós a sus planes de abandonar al lázaro de la duquesa y al traumatizado esposo de ésta. Jera, o aquel extraño ser en que se había convertido, podía resultarle de extraordinaria utilidad. El patryn alargó la mano y tiró de la túnica de Alfred.

—¿Has descubierto algo? ¿Sabes ya adonde nos conducen las runas?

—Me..., me parece que sí. —Alfred bajó la voz y volvió la vista hacia el lázaro—. Pero ¿te das cuenta? ¡Puede comunicarse con los muertos!

—¡Sí, claro que me doy cuenta! ¡Y Kleitus también lo advertirá, si consigue apoderarse de ella! —Haplo se frotó los brazos. Notaba un escozor, una sensación de ardor, en las runas de su piel—. Esto no me gusta. Se acerca alguien. Nos siguen. Y, sea quien sea, no estoy en condiciones de luchar. Ahora, nuestra salvación depende de ti, sartán.

—Y yo también te entiendo ahora —continuó diciendo el lázaro. Alfred y Haplo no supieron si se dirigía al príncipe o a la otra mitad de su torturado ser—. Oigo tus palabras de amargura y pesar. Comparto tus lamentaciones, tu desesperación, tu frustración... —El lázaro retorció las manos y alzó más la voz—: ¡Deseas desesperadamente hacerte oír, pero no pueden oírte! ¡El dolor es peor que esta flecha en mi corazón!

La mano de la duquesa agarró el asta de la flecha, la extrajo de su cuerpo de un tirón y la arrojó al suelo. Luego, añadió:

—El dolor que me produjo ésta pasó enseguida. ¡Pero el dolor que me atenaza ahora durará eternamente, no tendrá fin! ¡Ay, esposo mío, deberías haberme dejado morir!

«... deberías haberme dejado morir...», susurró el eco apesadumbrado antes de desvanecerse en el silencio del pasadizo.

—Sé cómo se siente la duquesa —apuntó Haplo con aire sombrío—. Ahora, sartán, préstame atención. Ya habrá tiempo luego para las lágrimas... si tenemos suerte. ¡Las runas, maldita sea!

Alfred apartó a duras penas la mirada del lázaro.

—Sí, las runas —dijo, tragando saliva—. Los signos mágicos nos conducen en una dirección determinada, siguiendo un camino trazado. Si te has fijado, hemos pasado frente a otros pasadizos que se ramifican a partir de éste y las runas iluminadas no nos han llevado por ninguno de ellos. Cuando he invocado las runas, tenía en mente que quería salir de las catacumbas y creo que los símbolos mágicos me conducen hacia el exterior, pero... —Alfred titubeó, con un gesto de inquietud.

—¿Pero...?

—Pero tal vez la salida a la que nos llevan esté justo frente a la entrada principal del palacio —terminó la frase Alfred, abatido.

Haplo exhaló un suspiro y reprimió el intenso deseo de hacerse un ovillo y abandonarse al dolor del veneno. El ardor de las runas de su piel se intensificó. Se puso en pie lenta y penosamente y llamó al perro con un sordo silbido.

—No tenemos más remedio que seguir adelante —proclamó.

—Haplo... —Alfred se incorporó también y tomó del brazo al patryn, con gesto inseguro—. ¿Qué has querido decir con eso de que sabes cómo se siente la duquesa? ¿Te refieres a que debería haberte dejado morir?

Haplo apartó el brazo, rechazando el contacto.

—Si lo que quieres es que te agradezca que me hayas salvado la vida, sartán, andas muy equivocado. Al hacerlo, tal vez hayas puesto en peligro a mi pueblo, al tuyo y a todos esos estúpidos mensch que tanto parecen preocuparte. ¡Sí, sartán, deberías haberme dejado morir! ¡Y, a continuación, deberías haber hecho lo que te pedí y destruir mi cuerpo!

Alfred lo miró, perplejo y asustado.

—¿En peligro? No entiendo...

El patryn alzó uno de sus brazos tatuados, lo colocó ante las narices de Alfred e indicó los signos mágicos que le cubrían la piel.

—¿Por qué crees que Kleitus ha optado por el veneno para acabar conmigo, en lugar de utilizar una lanza o una flecha? ¿Por qué el veneno? ¡Para no emplear armas que pudieran
cau
sar daños en mi piel!

—¡Sartán bendito! —musitó Alfred, palidísimo.

Haplo soltó una breve carcajada.

—¿Sartán bendito? ¡Ja! ¡Maldita sea tu raza! ¡Vámonos de una vez! ¡Salgamos de aquí lo antes posible!

Alfred reemprendió la marcha, túnel adelante. Los signos mágicos de las paredes se iluminaron a su paso con su suave resplandor azulado. El cadáver del príncipe aguardó al lázaro de la duquesa y le ofreció su mano con aire regio, a pesar del boquete que le atravesaba el pecho.

El lázaro contempló al príncipe muerto y volvió luego la mirada hacia su esposo.

Jonathan tenía la cabeza hundida y se mesaba su larga melena, tirándose de los cabellos con gesto de amarga aflicción.

El ser que había sido su esposa lo miró sin el menor asomo de conmiseración. Su expresión era fría, impasible, helada como una máscara mortuoria. El fantasma atrapado dentro de aquel cuerpo le infundía vida; una vida terrible que se reflejaba en los ojos muertos del lázaro con un destello amenazador, brusco y espeluznante.

—Son los vivos quienes nos han hecho esto —susurró.

«... nos han hecho esto...», susurró el eco.

El duque alzó el rostro con expresión desolada y los ojos muy abiertos. El lázaro dio un paso hacia él pero Jonathan, encogiéndose, rehuyó la proximidad de aquel extraño ser en que se había convertido su esposa.

Jera lo contempló en silencio. Las dos mitades de su ser se agitaron, separándose, en un intento inútil del espíritu por liberarse de la prisión que significaba su cuerpo. Sin una palabra, el lázaro dio media vuelta y volvió junto al cadáver del príncipe. Sus pies pisaron descuidadamente la flecha ensangrentada que había arrojado al suelo.

Con la mirada desencajada, Jonathan extrajo un objeto de debajo de la túnica y un reflejo metálico centelleó bajo la luz mortecina de las runas.

—¡Perro! ¡Detenlo! —gritó Haplo.

El animal dio un salto, dejando los dientes al descubierto. Jonathan soltó una exclamación de dolor y desconcierto. El puñal que sostenía cayó al suelo con un tintineo. El duque hizo ademán de agacharse a recogerlo, pero el can fue más rápido. Plantado ante el arma, enseñó de nuevo los colmillos con un ronco gruñido. Jonathan dio un paso atrás y se sujetó la muñeca, ensangrentada, de la mano que había empuñado el arma.

Haplo tomó del brazo al duque y lo guió pasadizo adelante, tras los pasos de Alfred. Con un silbido, ordenó al perro que lo siguiera.

—¿Por qué me has detenido? —preguntó Jonathan con voz sorda. Echó a andar tras el patryn, arrastrando los pies y avanzando a ciegas—. ¡Quiero morir!

—¡Precisamente lo que me hace falta: otro muerto! —replicó Haplo con un gruñido—. ¡Apresura el paso!

CAPÍTULO 35

LAS CATACUMBAS, ABARRACH

El pasadizo continuó descendiendo en suave pendiente y las runas iluminaron un camino liso y despejado que parecía conducir directamente a las entrañas de aquel mundo. Haplo recelaba de cualquier iniciativa que tomara Alfred, pero se vio obligado a aceptar que el túnel, aunque antiguo, era ancho y seco y se mantenía en buen estado. El patryn esperó no equivocarse al deducir de ello que había sido diseñado para acoger un tráfico considerable de personas. ¿Para qué, se dijo, podía servir un pasadizo semejante sino para conducir a un grupo numeroso de gente hacia un lugar concreto? ¿Y qué lugar más probable que una salida al exterior? Era una conclusión lógica, pero Haplo se recordó a sí mismo, sombríamente, que con los sartán nunca se sabía...

En cualquier caso, llevara donde los llevase el camino, estaban obligados a seguirlo. No había posible vuelta atrás. El patryn se detenía con frecuencia a escuchar y, últimamente, estaba seguro de reconocer unas pisadas, el estruendo de las corazas y el rechinar de las lanzas y las espadas. Echó un vistazo a sus compañeros de huida. Los muertos estaban en mejores condiciones que los vivos. El lázaro de Jera y el cadáver del príncipe avanzaban por el túnel con paso sereno y decidido. Tras ellos, Jonathan caminaba tambaleándose, sin apenas prestar atención a lo que sucedía a su alrededor y con la mirada fija, llena de horror y confusión, en la figura torturada de su amada esposa. Haplo tampoco se sentía muy bien. Aún tenía el veneno en el organismo y sólo terminaría de curarlo un largo sueño reparador. El fulgor de las runas de su piel era débil, enfermizo. La tarea de poner un pie delante del otro requería de todas sus fuerzas mágicas. Si tenía que hacer frente a algún reto más exigente, las runas parpadearían y se apagarían por completo. Silencioso y vigilante, el perro acompañó a su amo, pegado a sus talones.

El patryn apretó el paso por el túnel y dejó atrás al trío hasta llegar a la altura de Alfred. El sartán cantaba las runas en un murmullo casi inaudible y contemplaba cómo los signos mágicos cobraban vida, flameantes, e iluminaban el camino.

—Vienen tras nosotros —anunció Haplo en voz baja.

El sartán, concentrado en sus runas, no se había percatado de la cercanía del patryn. Al oírlo, dio un respingo, tropezó y estuvo a punto de caer. Lo evitó apoyándose en la pared lisa y seca y dirigió una mirada nerviosa a su espalda. Haplo movió la cabeza.

—No creo que estén muy cerca, aunque no puedo estar totalmente seguro —dijo—. Estos malditos túneles perturban el sonido. Pero ellos tampoco podrán estar seguros de cuál seguimos. Supongo que tienen que detenerse a investigar cada intersección y a mandar patrullas por cada uno de los túneles para asegurarse de que no nos pierden el rastro. —Indicando las runas azules de la pared, añadió—: Esos signos mágicos... ¿no volverán a encenderse para mostrarles el camino, verdad?

Alfred hizo una pausa, meditó la respuesta y, con expresión desconsolada, murmuró:

—Es posible. Si el dinasta conoce los hechizos adecuados...

Haplo también se detuvo y masculló una sarta de juramentos.

—¡Esa maldita flecha!

—¿Qué flecha? —Alfred se pegó a la pared, pensando que se le venía encima una lluvia de dardos puntiagudos.

—¡La que Su Señoría se ha arrancado del pecho! —Haplo se volvió hacia el oscuro túnel por el que habían llegado hasta allí—. ¡Cuando la encuentren, sabrán que están en el buen camino!

Casi sin saber lo que hacía, dio un paso en aquella dirección.

—¡No estarás pensando en volver atrás! —exclamó Alfred, presa del pánico—. ¡No encontrarías el camino de vuelta!

De pronto, una idea cosquilleó en la mente de Haplo y éste se preguntó si no sería aquello lo que se proponía, inconscientemente. Lo de ir a recuperar la flecha podía ser una excusa para dar esquinazo al grupo. Los soldados seguirían tras éste, sin duda, El sólo tendría que esconderse hasta que hubieran pasado y, luego, podrían seguir su camino dejando a los sartán a expensas de su merecido destino.

La idea era muy tentadora. Sin embargo, dejaba en pie el problema de regresar a la nave, que se hallaba amarrada en territorio hostil.

Por último, Haplo reanudó la marcha junto a Alfred.

—Yo sí que encontraría el camino de vuelta —afirmó con acritud—. Lo que has querido decir con eso es que

no encontrarías el modo..., el modo de cruzar de nuevo la Puerta de la Muerte. Ésa ha sido la razón de que me hayas salvado la vida, ¿no, sartán?

—Por supuesto —respondió Alfred en un susurro cargado de tristeza—. ¿Por qué iba a hacerlo, si no?

—Sí, ¿por qué ibas a hacerlo, si no?

Alfred parecía profundamente absorto en su cántico. Haplo no captaba las palabras, pero vio cómo el sartán movía los labios y las runas iban encendiéndose. La pendiente se había suavizado de forma considerable y el suelo era ahora casi plano, lo cual debía de indicar que estaban llegando a alguna parte. Haplo no estuvo seguro de si aquello era bueno o malo.

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