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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (44 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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Mirando hacia adelante y haciendo desesperados esfuerzos por recobrar el aliento, Alfred vio las siluetas de Jonathan y de Jera recortadas contra la luz, proporcionando blancos perfectos para los dardos.

—Jonathan! —exclamó Jera. Las dos siluetas convergieron en una sola forma confusa. Una lluvia de flechas cayó sobre ella.

Alfred se sintió una vez más a punto de perder el sentido, como si su mente tratara de sumirlo en aquella reconfortante inconsciencia. Luchó por vencer la sensación que lo envolvía y consiguió articular las runas, pero fue su subconsciente el que puso las palabras mágicas en unos labios que no tenían idea de lo que estaban diciendo.

Un gran peso cayó sobre el sartán, quien se preguntó confusamente si el conjuro habría derribado sobre él el techo de la caverna. Sin embargo, el olor y el contacto de la carne helada y de la fría coraza contra su piel le revelaron que, de nuevo, había conseguido llevar a cabo el conjuro mágico que había hecho poco antes en aquel mundo. Había vuelto a matar a un muerto.

—Jera! —La voz de Jonathan, incrédula y presa del pánico, se convirtió en un chillido—. Jera!

El cadáver del soldado se había derrumbado sobre las piernas de Alfred y éste salió de debajo a duras penas. Un fantasma flotó a su lado, adoptó la forma y las facciones que tenía en vida el cuerpo que había abandonado, y no tardó en alejarse, perdiéndose en la oscuridad. Alfred captó vagamente el ruido de unas pisadas —las pisadas de alguien vivo— que se retiraban con rapidez por el pasadizo y vio al conservador arrodillarse junto al soldado muerto y hablarle en tono imperioso, ordenándole que se pusiera en pie.

Alfred no tenía muy claro qué hacer o adonde ir. Se puso en pie y miró a su alrededor, confuso y aterrado. Unos sollozos entrecortados, desconsolados, lo impulsaron a avanzar en la oscuridad.

Jonathan, de rodillas en el suelo, sostenía a Jera en sus brazos.

Los duques casi habían llegado ante la puerta de la celda del príncipe. La luz de la lámpara de gas de la pared los bañaba y arrancó un reflejo del asta de una flecha, profundamente clavada en el pecho derecho de Jera. La mujer tenía los ojos fijos en el rostro de su esposo y, en el instante en que Alfred llegó junto a la pareja, sus labios se entreabrieron en un suspiro que se llevó su último aliento.

—Se ha puesto delante de mí de un salto —explicó Jonathan entre aturdidos sollozos—. La flecha estaba dirigida a mí... y ella se ha interpuesto de un salto. Jera!

El duque sacudió el cadáver como si intentara despertarlo de un profundo sueño. La mano sin vida de Jera se deslizó hasta el suelo. La cabeza se inclinó a un lado. La hermosa cabellera le cayó sobre el rostro, cubriéndolo como un sudario.

—Jera! —Jonathan la estrechó contra su pecho.

Alfred aún podía oír la voz del conservador intentando reanimar al soldado caído.

—Pero pronto se dará cuenta de que es inútil y llamará a otros guardias. Tal vez sea eso lo que ha ido a hacer ese traidor de Tomás. —El sartán se dio cuenta de que estaba hablando solo, pero no pudo evitarlo—. Tenemos que largarnos de aquí, pero ¿adonde vamos? ¿Y dónde está Haplo?

Como en respuesta al sonido de su nombre, un leve gemido llegó a oídos de Alfred por debajo de los lamentos de Jonathan y de los cánticos del conservador. Cuando miró a su alrededor apresuradamente, el sartán vio a Haplo tendido en el suelo cerca de la puerta de su celda.

Unas runas pronunciadas a toda prisa y acompañadas de unos garbosos gestos de las manos, todo ello efectuado por Alfred sin que interviniera su voluntad, redujeron los barrotes de hierro a pequeños montones de óxido apilados en una perfecta hilera.

El sartán tocó el cuello de Haplo sin encontrarle el pulso. La fuerza vital del patryn parecía haberse agotado y Alfred temió haber llegado demasiado tarde. Con mano temblorosa, volvió el rostro de Haplo hacia la luz y advirtió una vibración en sus párpados. También notó el levísimo roce de su aliento cálido sobre la piel de la mano, que sostenía al patryn muy cerca de sus labios cuarteados y entreabiertos. Haplo estaba vivo, pero por muy poco.

—¡Haplo! —Alfred acercó la boca a su oído y le cuchicheó en tono urgente—. ¡Haplo! ¿Puedes escucharme? —Mirándolo con ansiedad, lo vio asentir en un débil gesto y experimentó una oleada de alivio—. ¡Haplo, dime! ¿Qué te ha sucedido? ¿Es una enfermedad? ¿Una herida? ¡Responde! Yo... —Tomó aire antes de continuar la frase, pero en su mente no había existido nunca la menor duda acerca de su decisión—, yo puedo curarte...—¡No! —Sus labios resecos apenas podían moverse pero Haplo consiguió articular la palabra; luego, logró juntar fuerzas para añadir en voz alta—: No quiero... deber mi vida... a un sartán.

Tras esto, enmudeció y cerró los ojos. Un espasmo convulsionó su cuerpo y le arrancó un grito agónico.

Alfred no había previsto aquella respuesta y no supo cómo reaccionar a ella.

—¡No, no, nada de eso! ¡Soy yo quien te la debo a ti! —No era un argumento de peso, pero fue lo único que se le ocurrió a la vista de las circunstancias—. ¡Tú me salvaste del dragón! En Ariano...

Haplo tomó aire con un jadeo, abrió los ojos, alargó la mano y asió por la ropa a Alfred.

—Calla y... escucha. Hay una cosa que..., que puedes hacer por mí, sartán. ¡Prométemelo! Júralo!

—Lo..., lo juro —respondió Alfred, sin saber qué más decir. El patryn estaba al borde de la muerte.

Haplo tuvo que hacer una pausa para hacer acopio de las escasas fuerzas que le quedaban. Se pasó la lengua, muy hinchada, por los labios cubiertos de una extraña sustancia negruzca.

—No permitas... que me resuciten. Quema... mi cuerpo. Destrúyelo. ¿Entendido?

Sus ojos se abrieron y miraron fijamente a Alfred. Este movió la cabeza lentamente, en gesto de negativa.

—No puedo dejarte morir.

—¡Maldito seas! —exclamó Haplo con un jadeo. Su mano, sin fuerza, soltó la túnica. Alfred trazó las runas en el aire e inició su cántico. Ahora, el único interrogante, el único temor que albergaba su corazón era si su magia funcionaría en un patryn.

Detrás de él, como un eco de sus propias palabras, oyó que una voz repetía en un murmullo la misma frase, «¡No puedo dejarte morir!», y entonaba unas runas. Concentrado en su magia, Alfred no prestó atención.

—¡Maldito seas! —repitió Haplo.

CAPÍTULO 33

LAS CATACUMBAS, ABARRACH

Después del primer encuentro de Alfred con Haplo en Ariano, el sartán se había dedicado en profundidad al estudio de los patryn, el enemigo ancestral. Los antiguos sartán habían sido meticulosos conservadores de documentos y Alfred había podido investigar la enorme cantidad de relatos históricos y tratados que se guardaban en los archivos del mausoleo bajo la isla de Drevlin. Allí había buscado, sobre todo, información sobre los propios patryn y su concepción de la magia. No había encontrado gran cosa, pues los patryn habían tenido gran cautela de no revelar sus secretos a sus enemigos.

Sin embargo, entre todos aquellos textos, uno le había llamado especialmente la atención y ahora, en las catacumbas de Abarrach, le vino a la mente de improviso. No lo había escrito un sartán, sino una hechicera elfa que había mantenido una fugaz relación sentimental con un patryn.

La clave para la comprensión de la magia patryn es el concepto del círculo. Este no sólo rige las runas que tatúan sus cuerpos y el modo en que dichas runas se estructuran, sino que se extiende a todos los aspectos de su vida: la relación entre mente y cuerpo, entre dos personas y entre el individuo y el resto de la sociedad. La ruptura del círculo, sea por heridas en el cuerpo, por la ruptura de una relación privada o por la falta de sintonía social, debe evitarse a cualquier coste. Los sartán y otros que han tenido encuentros con los patryn y son conocedores de sus personalidades ásperas, crueles y dictatoriales, siempre se sorprenden ante la profunda lealtad que sienten esos patryn hacia los de su propia raza (¡y sólo hacia ellos!). Sin embargo, para quienes entienden el concepto del círculo, tal lealtad no es sorprendente. El círculo preserva la fuerza de la comunidad aislándola de aquellos a quienes los patryn consideran inferiores. [Seguían en el texto unas consideraciones de la hechicera, que no vienen a cuento, respecto a su fracasada relación amorosa.]

Toda enfermedad o herida que sufre un patryn se considera una ruptura en el círculo establecido entre cuerpo y mente. En las prácticas curativas de los patryn, lo más importante es restablecer el círculo. Esto puede llevarlo a cabo el propio herido o enfermo, o puede encargarse de ello otro patryn. Cabe la posibilidad de que un sartán que entendiese el concepto pudiera llevar a efecto este círculo curativo pero, aun así, parece muy improbable: a) que el patryn lo permitiese y b) que hubiese ningún sartán dispuesto a mostrar tal piedad y compasión hacia un enemigo capaz de revolverse y matarlo sin el menor escrúpulo.

La hechicera mensch no sentía demasiadas simpatías por los patryn ni por los sartán. Cuando había leído el texto por primera vez, Alfred se había sentido un tanto indignado ante el tono de la mujer, convencido de que los sartán eran objeto de una burda e injusta calumnia. Ahora, no estaba tan seguro.

Piedad y compasión... con un enemigo que no mostraría ninguna hacia uno. La primera vez, Alfred había leído aquellas palabras apresuradamente, sin reflexionar. Ahora, tampoco tenía tiempo para meditar sobre ellas, pero se le ocurrió que la respuesta se hallaba en algún rincón de aquella frase.

El círculo del ser de Haplo estaba roto, resquebrajado. Mediante un veneno, imaginó Alfred al advertir la sustancia negruzca entre sus labios, la lengua hinchada y la evidencia palpable de que el patryn había padecido unos vómitos terribles.

—Tengo que recomponer el círculo, y entonces podré curar al patryn.

Alfred cogió las manos cubiertas de runas de Haplo, la zurda del patryn en la diestra del sartán, la diestra del sartán en la zurda del patryn. El círculo quedó formado. Alfred cerró los

ojos, hizo oídos sordos a todos los sonidos que lo envolvían, apartó de su mente la certeza de que pronto llegarían más guardianes y de que aún estaban en peligro de muerte y, en voz baja, empezó a entonar las runas.

Un intenso calor se adueñó de él; la sangre latió con gran fuerza en sus venas y notó que su interior rebosaba de vitalidad. Las runas transportaron toda aquella energía vital desde su mente y su corazón hasta su brazo izquierdo, hasta la mano, y la notó pasar por sus dedos hasta la mano de Haplo. La piel helada del patryn agonizante recobró el calor al instante. Alfred advirtió, o creyó advertir, que la respiración de Haplo se hacía más firme.

Los patryn poseen la facultad de obstaculizar los hechizos sartán para contrarrestar su poder. Al principio, Alfred temía que ésta fuera la reacción de Haplo. No obstante, o bien el patryn estaba demasiado débil para resistirse a la telaraña de runas que el sartán tejió a su alrededor, o bien su instinto de supervivencia era demasiado poderoso.

Haplo se estaba recuperando pero, de repente, fue Alfred quien se vio atenazado por el dolor. El veneno entraba en su organismo, fluyendo del patryn al sartán, atravesándole las entrañas con cuchillas de fuego. Alfred jadeó, gimió y se dobló por la cintura mientras las náuseas le retorcían el estómago y los intestinos como si fueran a desgarrarlos.

«Un enemigo capaz de revolverse y matarlo a uno sin el menor escrúpulo.»

Una sospecha aterradora descendió sobre Alfred. ¡Haplo lo estaba matando! Al patryn no le importaba morir y estaba dispuesto a aprovechar la oportunidad de llevarse con él a su enemigo.

Pero la sospecha desapareció al instante. Las manos de Haplo, cada vez más cálidas y fuertes, asieron las del sartán con energía, devolviéndole a Alfred toda la vida que podía proporcionarle. El círculo entre los dos quedó definitivamente forjado, auténticamente completado.

Y Alfred supo, con una sensación de abrumadora tristeza, que Haplo no lo perdonaría jamás.

—¡Basta! ¡No! ¿Qué estás haciendo? —gritaba alguien, con voz llena de espanto.

Alfred volvió en sí, despertó de nuevo a su peligrosa situación con un sobresalto. Haplo estaba sentado muy erguido y, aunque pálido y tembloroso, su respiración era normal, su mirada estaba despejada y sus ojos contemplaban fijamente a Alfred con aire de torva enemistad.

Por fin, Haplo rompió el círculo separando sus manos de las de Alfred con una sacudida.

—¿Te..., te encuentras bien? —preguntó el sartán, estudiando a Haplo con aire inquieto.

—¡Déjame en paz! —replicó Haplo. Intentó ponerse en pie, pero volvió a sentarse. Alfred alargó la mano para ayudarlo, pero Haplo lo apartó con brusquedad.

—¡Te he dicho que me dejes en paz!

El patryn apretó los dientes, se apoyó en el lecho de piedra y bajó los pies al suelo. Se disponía a soltarse cuando volvió la mirada hacia el exterior de la celda, por encima del hombro de Alfred. Entrecerró los ojos y se puso en tensión.

Consciente por fin del grito lleno de pánico que había sonado detrás de él, Alfred se volvió rápidamente. Era el conservador quien gritaba, pero lo hacía al duque, no a Alfred.

—¡Estás loco! ¡No puedes hacer una cosa así! ¡Va contra todas las leyes! ¡Detente, loco!

Jonathan estaba entonando las runas, conjurando la magia sobre el cuerpo de su difunta esposa.

—¡No sabes lo que estás haciendo!

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