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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (20 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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—¿Y lo que sucedió fue...?

—Un descenso en nuestra tasa de natalidad. Año a año, el número de nacimientos se redujo. No obstante, en cierto modo, el fenómeno llegó a parecer una bendición. Nuestros hechiceros más poderosos volvieron entonces su atención a los secretos de la creación de la vida. Pero lo que descubrieron fue...

—¡...el modo de extender la vida más allá de la muerte! —exclamó Alfred con una vibración de sorpresa y desaprobación en la voz.

Afortunadamente, debido tal vez a las diferencias idiomáticas, Baltazar tomó la desaprobación por asombro y asintió con una sonrisa complacida.

—La incorporación de los muertos a nuestra población demostró ser muy beneficiosa. Mantenerlos con vida nos obliga a emplear gran parte de nuestras fuerzas mágicas pero, en el pasado, no teníamos mucha necesidad de magia. Los muertos se ocupaban de todo el trabajo físico y, cuando advertimos que el río de magma próximo a nuestra ciudad empezaba a enfriarse, no le dimos importancia. Seguíamos recibiendo energía de abajo y el calor nos llegaba como siempre a través del coloso. La Gente Menuda horadaba la roca, construía nuestras casas y se ocupaba del mantenimiento de los colosos...

—¡Espera! —Haplo interrumpió a Baltazar—. ¿La Gente Menuda? ¿Qué es eso?

El nigromante frunció el entrecejo, buscando en sus recuerdos.

—No sé mucho de ellos. Ya no existen.

—Recuerdo haber oído cosas sobre la Gente Menuda en boca de mi padre —intervino Edmund—. Y los vi una vez. Lo que más les gustaba era excavar y horadar la roca. Codiciaban los minerales que encontraban en ella, los llamaban con nombres como «oro» y «plata» y producían joyas de extraordinaria y maravillosa belleza...

—¿Enanos? —aventuró Alfred.

—Esa palabra me suena extrañamente familiar. Enanos...

—Baltazar miró al príncipe, quien asintió pensativo—. Nosotros les dábamos otro nombre, pero éste se parece. Enanos.

—Se dice que este mundo está habitado por otras dos razas —continuó Alfred, sin hacer caso o, simplemente, sin advertir los intentos de Haplo para evitar que el sartán se fuera de la lengua—. Una era la de los elfos; la otra, los humanos. Ni Baltazar ni el príncipe parecieron reconocer los nombres.

—Mensch —apuntó Haplo, empleando el término con el cual se referían a las razas inferiores tanto los sartán como los patryn.

—¡Ah, mensch! —Baltazar asintió, reconociendo la palabra. Después, se encogió de hombros—. Existen informes acerca de los mensch en los escritos de nuestros abuelos. No es que éstos vieran alguna vez alguno, pero oyeron hablar de ellos a sus padres, y éstos a los suyos. Esos mensch debían de ser terriblemente débiles. Las dos razas se extinguieron casi inmediatamente después de llegar a Abarrach.

—¿Te refieres a..., a que ya no queda ningún mensch vivo en este mundo? ¡Pero si fueron confiados a vuestro cuidado! —empezó a decir Alfred en tono recriminatorio—. Seguro que....

Al ver que aquello había llegado demasiado lejos, Haplo emitió un silbido. El perro dejó de comer y, siguiendo el gesto de su amo, se acercó al trote hasta Alfred, se acomodó junto a él y se puso a lamer alegremente la cara del sartán.

—Seguro que... ¡Ya basta! Vamos, perrito, lárgate. Vete, chucho... —Alfred intentó quitarse de encima al animal. El perro, tomando la maniobra por un juego, entró enseguida en el espíritu de la competición—. ¡Quieto! ¡Siéntate! Perrito bonito. ¡No, por favor! ¡Vete!

—Tienes razón, nigromante —intervino Haplo sin inmutarse—. Esos mensch son débiles. Sé algunas cosas de ellos y no podrían haber sobrevivido en un mundo como el vuestro. Un hecho que algunos deberían haber sabido antes de traerlos aquí. En cambio, parece que a vosotros os iban bien las cosas. ¿Qué sucedió, pues?

Baltazar frunció el entrecejo y su tono de voz se hizo sombrío.

—Un desastre. Pero el golpe no sobrevino de pronto, sino que llegó gradualmente. En mi opinión, eso hizo aún peores sus consecuencias. Empezaron a fallar pequeñas cosas. El suministro de agua comenzó a menguar de un modo misterioso. El aire se hizo más frío y nocivo; los gases ponzoñosos envenenaron nuestra atmósfera. Cada vez tuvimos que utilizar más nuestra magia en protegernos del veneno, en producir agua y en aprovisionarnos de comida. La Gente Menuda, esos que llamáis enanos, sucumbió. No pudimos hacer nada para ayudarlos sin ponernos en peligro nosotros mismos.

—Pero vuestra magia... —protestó Alfred, quien por fin había convencido al perro que se sentara tranquilamente a su lado.

—¿No lo entiendes? ¡Necesitábamos la magia para nosotros! Éramos los más fuertes, los más aptos, los más preparados para sobrevivir. Hicimos lo que pudimos por los..., por esos enanos, pero al final sucumbieron como lo hicieran antes los otros mensch. Y entonces se hizo más importante que nunca para nosotros resucitar a los muertos y mantenerlos en ese estado.

Haplo movió la cabeza en gesto de profunda admiración.

—Una mano de obra que nunca descansa, que no come ni bebe, a la que no afecta el frío ni las penalidades. El esclavo perfecto. El soldado perfecto.

—Exacto —asintió Baltazar—. Sin nuestros muertos, los vivos no habríamos salido adelante.

—Pero ¿no entiendes lo que habéis hecho? —exclamó Alfred con expresión grave, atormentada—. ¿No os dais cuenta de que...?

—¡Perro! —ordenó Haplo.

El animal se incorporó, con la lengua fuera y meneando el rabo. Alfred se cubrió el rostro con las manos y, tras dirigir una mirada de temor a Haplo, enmudeció.

—Claro que nos damos cuenta —asintió el nigromante, entusiasmado—. Recuperamos un arte que, según los viejos anales, nuestro pueblo había perdido.

—No. Perdido, no —murmuró Alfred con voz lastimera, pero sin que nadie lo oyera. Haplo captó sus palabras gracias al oído del perro.

—Desde luego, no creáis que permanecimos ociosos y que no intentamos descubrir qué estaba sucediendo —precisó Edmund—. Investigamos y por fin, muy a pesar nuestro, llegamos a la conclusión de que los colosos, que un día nos habían proporcionado la vida, eran ahora los responsables de que nos viéramos privados de ella. En otro tiempo, a través de las columnas nos había llegado el calor y el aire fresco. Ahora, nuestro calor estaba siendo desviado y aprovechado por...

—¿Por la gente de la ciudad? —Haplo movió la mano en dirección a los edificios que habían sobrevolado en la nave—. Es eso lo que sospecháis, ¿no?

Apenas prestó atención a la respuesta. El tema lo traía sin cuidado. Habría preferido profundizar en el asunto de la nigromancia, pero no se atrevió a dejar entrever su profundo interés por la cuestión delante del príncipe y su hechicero, ni delante de Alfred. Paciencia, se aconsejó.

—Fue un accidente. La gente de Necrópolis no tenía modo de saber que nos estaba causando tal perjuicio —protestó Edmund acaloradamente, dirigiéndose al nigromante. Baltazar arrugó la frente y Haplo comprendió que estaba ante una vieja discusión entre los dos.

El nigromante, tal vez porque estaba en presencia de extraños, se abstuvo de expresar una opinión contraria a la de su monarca. Haplo estaba a punto de llevar de nuevo la conversación a los muertos cuando un estrépito y una conmoción en la caverna atrajeron la atención de todos. Varios cadáveres —de soldados, a juzgar por los fragmentos harapientos de sus uniformes— llegaron a la carrera, procedentes de la entrada de la caverna.

El príncipe se incorporó de inmediato, seguido del nigromante. Baltazar agarró del brazo al príncipe y señaló algo. El cadáver del rey muerto avanzaba arrastrando los pies, dispuesto también a interrogar a los centinelas.

—Ya le dije a Su Alteza que esto sería un problema —declaró Baltazar con voz grave.

La cólera encendió la pálida piel del príncipe. Se dispuso a decir algo, pero reprimió a duras penas las palabras apresuradas que le venían a los labios.

—Tú tenías razón y yo estaba equivocado —declaró por último, tras una pausa de reflexión—. ¿Estás satisfecho de oírme confesarlo?

—Su Alteza me malinterpreta —repuso el nigromante con suavidad—. No pretendía...

—Ya sé que no, amigo mío. —Edmund exhaló un cansino suspiro. El agotamiento borró el color de sus enjutas facciones—. Perdóname. Por favor, disculpadnos —tuvo apenas la serenidad de decir a sus invitados, y se dirigió apresuradamente hacia el lugar donde el rey se encontraba conferenciando con los cadáveres de sus subditos.

Haplo hizo un gesto con la mano y el perro se alejó al trote detrás del príncipe, sin que éste lo advirtiera. Los sartán vivos de la caverna habían enmudecido. Intercambiando miradas sombrías, empezaron a recoger rápidamente los utensilios que habían sacado para dar cuenta de su magra comida. Pero, cuando pudieron apartar la atención de su tarea, los ojos de todos ellos se dirigieron a su príncipe.

—No es de buena educación que los espíes de esta manera, Haplo —dijo Alfred en voz baja, mirando con aire severo hacia el perro, apostado junto al príncipe.

Haplo no consideró que el comentario mereciera respuesta.

Alfred se puso a revolver nerviosamente los restos de pescado que había dejado en el plato.

—¿Qué dicen? —preguntó por último.

—¿Por qué quieres saberlo? No es de buena educación espiarlos, tú lo has dicho —replicó Haplo—. De todos modos, tal vez te interese saber que esos muertos, que son sin duda exploradores, informan que ha arribado a puerto un ejército.

—¡Un ejército! ¿Qué hay de la nave?

—Las runas evitarán que nadie se acerque a ella, y mucho menos que le cause daños. Lo que debe preocuparte más es que ese ejército marcha hacia aquí.

—¿Un ejército de vivos? —inquirió Alfred en voz baja, temiendo la respuesta.

—No —respondió Haplo, observando fijamente a su compañero de viaje—. Un ejército de muertos.

Alfred lanzó un gemido y se cubrió el rostro con la mano. Haplo se inclinó hacia adelante.

—Escucha, sartán —dijo en voz baja, con tono urgente—. Necesito algunas respuestas acerca de esa nigromancia, y las necesito ahora.

—¿Qué te hace pensar que sé algo al respecto? —preguntó Alfred, incómodo, desviando la mirada.

—Todos esos gestos, gemidos y lamentos que has estado haciendo desde que te has enterado de lo que sucedía aquí. ¿Qué sabes tú de los muertos?

—No estoy seguro de que deba contártelo —respondió Alfred, hundiendo su cabeza calva entre los hombros encogidos, como una tortuga refugiándose en su caparazón.

Haplo alargó la mano, asió al sartán por la muñeca y la retorció enérgicamente.

—¡Estamos a punto de vernos envueltos en una guerra, sartán! ¡Y es obvio que tú eres incapaz de defenderte, lo cual deja en mis manos tu seguridad, además de la mía! ¿Vas a hablar?

Alfred hizo una mueca de dolor.

—Te..., te diré lo que sé.

Haplo gruñó de satisfacción y soltó al sartán. Alfred se frotó la muñeca.

—Los cadáveres están vivos, pero sólo en el sentido de que pueden moverse y obedecer órdenes. Recuerdan lo que hicieron en vida, pero no conocen nada más.

—El viejo rey, entonces... —Haplo dejó la frase en el aire, sin acabar de comprender.

—Aún se cree el rey —explicó Alfred dirigiendo la vista al cadáver, a su cabeza blanca y a sus guedejas canosas coronadas de oro—. Todavía trata de gobernar porque aún se considera el monarca. Pero, por supuesto, no tiene la menor idea de la situación actual. No sabe dónde está; lo más probable es que aún se crea en su patria.

—Pero los soldados muertos saben...

—Saben luchar, porque recuerdan lo que estaban habituados a hacer en vida. Y lo único que necesita hacer un comandante vivo es señalar al enemigo.

—¿Qué son esa suerte de espíritus que siguen a los cadáveres como sombras? ¿Qué tienen que ver con los muertos?

—En cierto modo son, efectivamente, sus sombras. Son la esencia de lo que eran cuando estaban vivos. Nadie sabe gran cosa acerca de los fantasmas, como los llaman. Al contrario que el cuerpo, el fantasma parece ser consciente de lo que sucede en el mundo, pero no puede actuar en él.

Alfred suspiró, y sus ojos pasaron del rey muerto a su hijo.

—Pobre joven. Al parecer, creía que con su padre sería distinto. ¿Viste cómo el fantasma se resistía a volver a esta forma de vida corrupta? Era como si supiese... ¡Ah, qué han hecho! ¡Qué han hecho!

—Bien, sartán, ¿qué es ello? —estalló Haplo, impaciente—. A mí me parece que la nigromancia puede tener sus ventajas.

Alfred se volvió y contempló al patryn con una mirada penetrante, cargada de una profunda serenidad.

—Sí, eso mismo creímos nosotros, hace mucho tiempo. Pero realizamos un descubrimiento terrible. Es preciso que el equilibrio se mantenga, pues, por cada persona devuelta a la vida cuando ya no le corresponde, otra persona muere, en alguna parte, cuando aún no era su hora. —El sartán dirigió una mirada desesperada a la multitud refugiada en la caverna y comentó con voz lúgubre—: Es posible, muy posible, que estas gentes hayan ocasionado, sin saberlo, la perdición de toda nuestra raza.

CAPÍTULO 16

CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH

—¡Teorías sin fundamento! —replicó Haplo con un resoplido de disgusto—. ¡No puedes demostrar lo que dices! —Tal vez ya haya sido demostrado —apuntó Alfred.

Haplo se puso en pie. No tenía intención de quedarse a escuchar los lloriqueos del sartán ni un momento más. De modo que los muertos tenían algunos problemas de memoria, unos períodos de atención muy cortos. Haplo reflexionó que, de estar en la posición de aquellos cadáveres animados, probablemente tampoco querría experimentar el presente. De estar en su posición... ¿querría ser resucitado?

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