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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (16 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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Alfred cerró los ojos, exhaló un profundo y estremecido suspiro y asintió. «Sí —leyó Haplo en sus labios—. Iré contigo.»

—Va a ser peligroso. Ni un ruido. El menor sonido y nos matarán a los dos, ¿entendido?

El sartán, con un gesto de impotencia, bajó la vista a sus pies enormes y torpes, y se miró las manos, que pendían a los costados como si su propietario no tuviera el menor control sobre ellas.

—¡Utiliza la magia! —lo instó Haplo con irritación.

Alfred dio un paso atrás, asustado. Haplo no dijo nada. Se limitó a señalar la caverna, el camino traicionero y sembrado de rocas y el resplandor de los charcos de roca fundida a ambos lados.

El sartán empezó a cantar y su voz nasal rebotó contra su paladar. Entonó el cántico en voz baja; Haplo, de pie junto a él, apenas lo oía pero, sensible al menor sonido que pudiera traicionarlos, el patryn tuvo que morderse la lengua para no ordenar a Alfred que cerrara la boca. La magia rúnica de los sartán emplea la vista, el sonido y el movimiento. Si Haplo quería que Alfred la utilizara, tendría que tolerar aquel cántico, que le producía dentera. Aguantó, pues, y observó la escena.

Alfred se había puesto a bailar; las manos trazaban las runas que su voz conjuraba y los pies desmañados se movían en gráciles dibujos trazados por la voz. Y, de pronto, el sartán dejó de estar en la roca. Se elevó lentamente en el aire y se detuvo a un palmo del suelo. Luego, extendiendo las manos en gesto de modestia, sonrió a Haplo.

—Ésta es la solución más sencilla —susurró.

Haplo supuso que así era, pero le resultó desconcertante y tuvo que tranquilizar al perro, que se mostraba bastante amistoso con un Alfred posado en el suelo, pero que parecía tomarse a mal un compañero que flotaba en el aire.

Desde luego, el sartán había hecho lo que se le había pedido. Flotando sobre las rocas, Alfred hacía menos ruido que las corrientes de aire caliente que los envolvían. «Entonces, ¿qué sucede? —se preguntó Haplo con irritación—. ¿Estoy celoso, tal vez? ¿Por no poder hacer lo mismo? ¡Si no tengo el menor interés en imitarlo!»

Los patryn extraían su energía mágica de las posibilidades de lo que veían o percibían de algún modo, de lo físico. La tomaban del suelo, de las plantas y los árboles, de las rocas y de todos los objetos que existían a su alrededor. Apartarse de la realidad era caer en un vacío caótico. La magia sartán utilizaba el aire, lo invisible, las posibilidades urdidas con la fe y la creencia. Haplo tenía la extraña sensación de que lo seguía un fantasma.

Volvió la espalda al flotante sartán, llamó al perro a su lado y se concentró en lo que estaba haciendo. Buscó de nuevo el mejor camino entre las rocas, con la esperanza de que Alfred se diera un buen golpe en la cabeza contra alguna.

El sendero que penetraba en la caverna resultó tal como Haplo había previsto. Era ancho y mucho más fácil de recorrer de lo que había imaginado. Un carromato de gran tamaño habría podido circular por él sin apenas problemas.

Haplo se mantuvo pegado a la pared de la caverna, confundido con las sombras. El perro, fascinado ante el Alfred volador, cerró la marcha con la cabeza levantada para observar, con absoluta incredulidad, aquella visión desconcertante. El sartán, con las manos unidas ante el cuerpo en ademán nervioso, flotaba suavemente entre ambos.

Desde allí, las voces del interior de la cavidad les llegaban con claridad. Parecía que la gente que hablaba iba a aparecer ante ellos al doblar el siguiente recodo del sinuoso túnel de acceso pero, como había anunciado Haplo, el sonido rebotaba en las paredes de roca y en el techo de la caverna, engañándolos. El patryn y su compañero avanzaron una distancia considerable hasta que la claridad de las palabras que captaban les avisó que, por fin, estaban acercándose.

La corriente de lava se hizo más estrecha y la oscuridad se incrementó a su alrededor. Alfred era ahora apenas una mancha confusa bajo la luz mortecina, y el perro desaparecía por completo cada vez que penetraba en una zona de sombras densas. El río de lava había sido en otro tiempo más ancho y profundo; Haplo reconoció su curso perfectamente dibujado en la roca. Sin embargo, el río se estaba agostando, enfriando, y el patryn notó el consecuente descenso de la temperatura en la cavidad a oscuras. Un poco más allá, el curso de magma se agotó por completo y la luz desapareció, dejándolos en una oscuridad impenetrable.

Haplo se detuvo y recibió de inmediato en la espalda el impacto de un objeto pesado. Con una muda maldición, apartó al flotante Alfred, que se le había echado encima sin advertir su brusca detención. El patryn acarició la idea de invocar un poco de luz, una habilidad muy simple que había aprendido en la infancia, pero el resplandor azul de las runas anunciaría irremisiblemente su presencia en aquel mundo. Sería como ponerse a gritar. Alfred tampoco podía solucionar el asunto, por idéntica razón.

—Quédate aquí —susurró al sartán; éste asintió, muy contento de recibir tal orden—. Perro, vigílalo.

El animal se quedó quieto, con la cabeza ladeada, estudiando a Alfred con aire inquisitivo, como si tratara de entender cómo podía llevar a cabo aquel prodigio.

Haplo avanzó tanteando la pared de roca. La corriente de lava, a lo lejos, le proporcionaba la pizca de luz suficiente para saber que no estaba a punto de precipitarse por una sima. Se aventuró a doblar otro recodo del camino y vio, al fondo, una luz brillante y amarilla: la luz de una fogata. Una luz producida por unos seres vivos, no por la lava. Y en torno a la luz, delante y detrás de ella, vio moverse las siluetas recortadas de centenares de individuos.

El fondo de la cavidad era enorme y formaba una amplísima sala capaz de acoger cómodamente todo un ejército. ¿Era esto lo que acababa de descubrir? ¿Era aquél el ejército que había hecho huir, presa del pánico, a los habitantes de aquel pueblo costero? Haplo escuchó y observó atentamente. Los oyó hablar y reconoció el idioma que hablaban. La oscuridad se hizo más intensa en torno a él mientras se debatía contra la sensación de desesperación y de derrota.

Había encontrado un ejército..., ¡un ejército de sartán!

¿Qué podía hacer? ¡Escapar! Atravesar de nuevo la Puerta de la Muerte y llevar la noticia de aquel desastre a su Señor. Pero éste le haría preguntas; preguntas cuya respuesta Haplo ignoraba todavía.

¿Y Alfred? Había cometido un error llevándolo consigo y Haplo se recriminó por ello amargamente. Debería haber dejado al sartán en el barco, sin permitirle acceso a más información. Después debería haberlo conducido al Laberinto, manteniéndolo en una completa ignorancia del hecho de que su raza seguía viva y próspera en Abarrach, el mundo de piedra. Ahora, con un solo grito, Alfred podía poner fin a la misión de Haplo, a las esperanzas y sueños de su amo y también del propio Haplo.

—¡Sartán bendito! —musitó una voz suave detrás de él; Haplo tuvo tal sobresalto que estuvo a punto de salir disparado de su piel cubierta de runas.

Se volvió rápidamente y encontró a Alfred cerniéndose en el aire sobre su cabeza y contemplando los cuerpos que se movían por la caverna a la luz de la fogata. El patryn, tenso, dirigió una mirada furiosa al perro, que había defraudado su confianza, y aguardó.

Al menos, pensó, tendría la satisfacción de matar a un sartán antes de morir.

Alfred observó la caverna con una extraña palidez en el rostro bañado por la luz de la fogata y una mirada triste y preocupada.

—¡Adelante, sartán! —exigió Haplo con un furioso susurro—. ¿Por qué no acabas de una vez? ¡Llámalos! ¡Son tus hermanos!

—¡No lo son! —le replicó Alfred con voz apagada—. ¡No lo son!

—¿Qué significa eso? ¿Acaso no hablan en sartán?

—No, Haplo. El idioma sartán es el idioma de la vida. El de ésos —Alfred alzó una mano, con un aire fantasmagórico en su garbo, y señaló las siluetas del fondo— es el lenguaje de los muertos.

CAPÍTULO 13

CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH

—¿Qué significa eso de «el lenguaje de los muertos»? ¡Baja aquí enseguida! —Haplo alargó la mano, asió a Alfred y tiró de él hasta tenerlo a su lado—. ¡Y, ahora, explícate! —le ordenó con un enérgico susurro.

—Yo apenas lo entiendo más que tú —respondió el sartán con un gesto de impotencia—. Y no estoy seguro de qué significa. Es sólo que... en fin, escúchalo tú mismo. ¿No notas la diferencia?

Haplo hizo lo que decía Alfred, dejando a un lado las turbulentas emociones que se debatían en su interior para concentrarse en las voces que le llegaban. Ahora que prestaba atención, tenía que darle la razón a Alfred. El lenguaje de los sartán sonaba discordante a oídos de un patryn. Acostumbrados a emplear palabras ásperas, rápidas, duras e inflexibles para expresar lo que uno tenía que decir de la manera más sencilla, breve y directa posible, los patryn consideraban el idioma sartán muy complejo, etéreo y refinado, cargado de imágenes y de palabrería innecesaria y de una inexplicable necesidad de explicar lo que no requería explicaciones.

Pero escuchar a aquellos desconocidos ocupantes de la caverna era como oír el idioma sartán vuelto del revés. Sus palabras no volaban, sino que se arrastraban. Su entonación no evocaba imágenes de arco iris y amaneceres en la mente de Haplo. El patryn sólo captó una luz pálida y mortecina, la luminosidad desprendida por algo putrefacto y corrupto. Y sus oídos percibieron una pesadumbre que parecía arrancada de las entrañas más profundas y oscuras de aquel mundo. Haplo se enorgullecía de no sentir nunca emociones «blandengues», pero aquella expresión de abrumadora pesadumbre lo afectó en lo más profundo de su ser.

Lentamente, relajó la fuerza con que sujetaba a Alfred.

—¿Entiendes lo que hablan?

—No. No lo entiendo con claridad, pero creo que podría habituarme a ese lenguaje con un poco de tiempo.

—Sí, yo también. Igual que llegaría a acostumbrarme a estar colgado. ¿Qué piensas hacer? —Haplo miró fijamente al sartán.

—¿Yo? —Alfred parecía desconcertado—. ¿Hacer? ¿A qué te refieres?

—¿Vas a entregarme a ellos? ¿Vas a decirles que soy el antiguo enemigo? Probablemente, no será preciso que se lo digas. Seguro que lo recuerdan.

Alfred no respondió de inmediato. Abrió varias veces los labios como si fuera a decir algo, pero cada vez cambió de idea y los cerró de nuevo. Haplo tuvo la impresión de que Alfred, más que tomar una decisión, estaba tratando de encontrar el modo de explicarla.

—Tal vez te suene extraño lo que voy a decir, Haplo, pero no tengo ningún deseo de traicionarte. Desde luego, he escuchado tus amenazas y, créeme, no las tomo a la ligera; sé bien lo que me sucederá en el Nexo. Aun así, ahora somos extranjeros en un mundo extraño..., un mundo que parece hacerse más extraño cuanto más nos adentramos en él.

Alfred parecía confuso, casi tímido. Tras una pausa, continuó:

—No me lo explico, pero siento una especie de..., de parentesco contigo, Haplo. Tal vez se deba a lo que nos sucedió al atravesar la Puerta de la Muerte. He pasado por lo que tú pasaste y, si estoy en lo cierto, a ti te sucedió lo mismo. No me estoy explicando demasiado bien, ¿verdad?

—¡Parentesco! ¡Al diablo con eso! Ten presente una sola cosa: yo soy tu única vía de escape de este mundo. Tu única manera de salir de aquí.

—Tienes razón —asintió Alfred con gesto grave—. Parece, pues, que los dos tendremos que depender del otro para sobrevivir, mientras sigamos en este mundo. ¿Quieres que me comprometa a ello formalmente?

Haplo movió la cabeza en gesto de negativa, temiendo que el sartán le exigiera a cambio un compromiso similar.

—Sólo confío en que intentes salvar tu propia piel y, dado que ello implica salvar la mía, supongo que será suficiente. Alfred miró a su alrededor con gesto nervioso.

—Ahora que hemos resuelto este asunto, ¿no deberíamos volver enseguida a la nave?

—Esa gente de ahí... ¿son sartán?

—Sss... Sí.

—¿Y no quieres saber más cosas de ellos? Saber qué hacen en este mundo...

—Supongo que sí —dijo Alfred, titubeante. Haplo hizo caso omiso de sus vacilaciones.

—Entonces, nos acercaremos un poco más para intentar descubrir qué están haciendo.

Los dos viajeros y el perro avanzaron con sigilo, al amparo de las sombras de la pared, dirigiéndose hacia la luz de la fogata hasta que Haplo calculó que estaban lo bastante cerca como para ver sin ser vistos y oír sin ser oídos. Alzó una mano en gesto de advertencia y Alfred flotó hasta su lado, cerniéndose en el aire en completo silencio. El perro se dejó caer sobre el suelo de roca, con un ojo pendiente de su amo y el otro fijo en Alfred.

La caverna estaba llena de gente, toda ella sartán. Los sartán parecen humanos a primer golpe de vista, salvo en el color del cabello, que apenas varía entre los sartán. Desde la infancia, casi todos ellos tienen el cabello blanco, con un tono castaño en la raíz. La coloración capilar de los patryn es exactamente la contraria. Haplo tenía el cabello castaño en las puntas y blanco en la raíz. Alfred, por su parte, estaba casi calvo (quizás esa calvicie era otro intento inconsciente de pasar inadvertido) y por ello no resultaba fácilmente reconocible.

Los sartán también solían ser más altos que los individuos de las razas inferiores. Su poder mágico y el conocimiento de tal poder les proporcionaban unas facciones extraordinariamente hermosas y radiantes (Alfred era una excepción, en este aspecto).

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