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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (14 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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—Abandonada. Hace mucho. Dejaron un mensaje que hablaba de que una fuerza de algún tipo los obligaba a marcharse.

Alfred pareció desconcertado.

—¡Pero eso es imposible! —musitó—. ¿Qué clase de fuerza podría ser? No existe ninguna, salvo quizá la vuestra, que pueda destruirnos o tan siquiera intimidarnos.

Haplo se vendó la mano diestra y miró al sartán con aire ceñudo. Alfred parecía sincero, pero Haplo había viajado con él por Ariano y sabía que no era tan ingenuo como parecía. Alfred había descubierto que Haplo era un patryn mucho antes de que éste averiguara su condición de sartán.

Si Alfred sabía algo de una fuerza semejante, no parecía dispuesto a decirlo. Ya se encargaría de sacárselo el Señor del Nexo.

Terminó de colocarse los extremos de las vendas bajo los puños cerrados de la blusa y llamó con un silbido al perro, que se levantó de un brinco, impaciente.

—¿Estás listo, sartán?

Alfred parpadeó, sorprendido, antes de responder:

—Sí, estoy preparado. Por cierto, ya que hablamos en el idioma humano, tal vez será mejor que me llames por mi nombre, en lugar de «sartán».

:—¿Qué? ¡Yo no llamo por un nombre ni siquiera al perro, y ese animal significa para mí mucho más que tú!

—Puede haber quien recuerde a los sartán, además de a los patryn.

Haplo se mordió el labio inferior y reconoció que su interlocutor tenía razón.

—Está bien,
Alfred —
hizo que el nombre sonara a insulto—. Aunque no creo que te llames así de verdad, ¿me equivoco?

—No. Es un nombre supuesto, en efecto. Al contrario que el tuyo, mi verdadero nombre sonaría muy extraño a los mensch.

—¿Cómo te llamas, entonces? ¿Cuál es tu nombre sartán? Por
si
te interesa, te diré que sé hablar en tu idioma, aunque no me gusta hacerlo.

—Si es cierto que dominas nuestra lengua —Alfred se puso más erguido—, sabrás que pronunciar nuestro nombre es pronunciar las runas e invocar el poder de éstas. Por lo tanto, nuestro verdadero nombre sólo lo conocemos nosotros y quienes nos aman. Sólo un sartán puede pronunciar el nombre de otro sartán. Igual que tu nombre —Alfred alzó uno de sus dedos finos y largos y apuntó con él al pecho de Haplo— está marcado en tu piel y sólo puede ser leído por aquellos a quienes amas y en quienes confías. Yo también hablo tu lengua, ¿sabes? aunque tampoco me gusta.

—¡Amar! —replicó Haplo con un bufido—. ¡Nosotros no amarnos a nadie! El amor es el mayor peligro que existe en el Laberinto, ya que todo cuanto uno ame tiene encima una muerte segura. En cuanto a confiar, hemos tenido que aprender a hacerlo. Esa prisión vuestra nos ha enseñado mucho al respecto. Hemos tenido que confiar los unos en los otros porque era el único medio de sobrevivir. Y, hablando de supervivencia, supongo que querrás asegurarte de que no me pase nada, a menos que creas que puedes pilotar la nave de regreso a través de la Puerta de la Muerte.

—¿Y qué sucede si mi supervivencia depende de ti?

—No te preocupes por eso. Me ocuparé de que no te suceda nada. Aunque no creo que me lo agradezcas más adelante.

Alfred echó un vistazo a la piedra de gobierno y a los signos mágicos grabados en ella. Una por una, reconocía todas las runas, pero estaban distribuidas en diseños muy distintos de los que él conocía. Los idiomas elfo y humano también utilizaban un alfabeto con las mismas letras, se dijo, pero las dos lenguas eran muy diferentes. Y, aunque supiera hablar el idioma patryn, Haplo tuvo la seguridad de que el sartán era incapaz de utilizar la magia patryn.

—No —respondió Alfred—. Me temo que no sabría pilotar la nave.

Haplo soltó una breve carcajada de ironía y empezó a dirigirse hacia la puerta, pero se detuvo bruscamente. Volviéndose, levantó una mano en gesto de advertencia.

—Y no se te ocurra probar conmigo ese truco de desmayarse. No me hago responsable de lo que suceda si vuelves a perder el sentido.

—Me temo que no puedo controlar esas pérdidas de conocimiento —respondió Alfred, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Bueno, al principio podía; las empleaba para disfrazar mi magia, como tú utilizas esas vendas. ¿Qué iba a hacer, si no? Igual que en tu caso, yo tampoco podía revelar mi condición de semidiós pues todo el mundo habría querido utilizarme. Los elfos habrían querido que matara a los humanos, éstos me habrían pedido que acabara con los elfos... y todos los tipos codiciosos, de cualquier raza, me habrían insistido para que les proporcionara riquezas.

—De modo que optaste por recurrir a los desmayos.

—Sí —Alfred alzó las manos y las contempló detenidamente—. La primera vez fue cuando me asaltaron unos ladrones. Podría haberlos borrado del mapa con una sola palabra. Podría haberlos convertido en bloques de piedra. Podría haber fundido sus pies con el pavimento o hacerlos objeto de un hechizo irreversible..., pero con ello habría dejado una huella indeleble en el mundo, y me entró miedo. No de ellos, sino de lo que podía hacerles con mi magia. La confusión mental y la angustia que experimenté fueron tan intensas que mi mente no pudo soportarlas. Cuando volví en mí, supe cómo había resuelto el dilema. Sencillamente, me había desmayado. Los ladrones se habían llevado lo que querían y me habían dejado en paz. Pero ahora no puedo controlar esas pérdidas de conciencia. Simplemente... suceden.

—Estoy seguro de que puedes hacerlo. Lo que sucede es que no quieres. Has convertido ese número espectacular en una salida fácil. —El patryn señaló con un gesto el llameante mar de lava que emitía su calor y su resplandor en torno al casco de la nave—. ¡Pero si te sobreviene en este mundo donde nos encontramos ahora y caes a uno de esos charcos de magma incandescente, será la última vez que montes ese truco!

Haplo se volvió y añadió, en tono terminante:

—¡Vamos, perro! ¡Y tú también,
Alfred
!

CAPÍTULO 11

PUERTO SEGURO, ABARRACH

Haplo dejó la nave amarrada al muelle, flotando en el aire sobre el magma gracias a la magia. No lo inquietaba que pudiera sucederle algo a la embarcación, pues las runas de protección la defendían mejor de lo que pudiera hacerlo él mismo y no permitirían que nadie subiera a bordo durante su ausencia. Aunque parecía improbable que alguien fuera a intentarlo. Nadie se acercó a la nave, ningún funcionario del puerto les requirió qué los llevaba allí, ningún buhonero corrió a ofrecerles sus mercancías, ni apareció marinero alguno a observar con aire ocioso qué aspecto tenían los recién llegados.

El perro saltó de la cubierta al muelle. Haplo lo siguió y aterrizó casi con la misma ligereza y sigilo que el animal. Alfred remoloneó en cubierta, presa del nerviosismo, deambulando arriba y abajo.

Haplo, exasperado, estaba a punto de dejar allí al sartán cuando, en un gesto de desesperado valor, Alfred se lanzó al aire agitando brazos y piernas y fue a caer como un fardo sobre el embarcadero de roca. Tardó varios segundos en reaccionar, tras las cuales se palpó y se miró como si tratara de determinar dónde tenía cada extremidad y se confundiera con ellas. Haplo lo observó, divertido a medias e irritado por completo, y sintió el impulso de ayudar al torpe sartán aunque sólo fuera para apresurar la marcha. Por fin, Alfred se recuperó, comprobó que no tenía ningún hueso roto y echó a andar junto a Haplo y el perro.

Avanzaron lentamente por el embarcadero y Haplo se tomó su tiempo en investigaciones. En un momento determinado, se detuvo a inspeccionar en detalle varios fardos apilados en los muelles. El perro los olisqueó y Alfred los observó con curiosidad.

—¿Qué crees que son?

—Materias primas de alguna clase —respondió Haplo, tocando uno de los fardos con cautela—. Algo fibroso y blando. Tal vez se utilice para fabricar tejidos... —Hizo una pausa, se inclinó más cerca del fardo, casi como si lo olfateara a imitación del perro. Después, se incorporó y dijo a Alfred, señalando algo—: ¿Qué opinas de esto?

El sartán pareció bastante sorprendido de que el patryn se dirigiera a él de aquella manera, pero se inclinó a su vez, entrecerrando sus ojos apacibles y mirando distraídamente donde le indicaba.

—¿Qué...? No sé qué...

—Fíjate bien. Las marcas del costado de los fardos. Alfred acercó la nariz al lugar que decía, dio un respingo, palideció ligeramente y dio un paso atrás.

—¿Y bien? —inquirió Haplo.

—Yo... no estoy seguro.

—¡Claro que sí!

—Las marcas están borrosas y resultan difíciles de leer.

Haplo movió la cabeza en gesto de negativa y continuó adelante al tiempo que lanzaba un silbido al perro, el cual creía haber encontrado una rata y estaba hurgando frenéticamente bajo uno de los fardos.

El pueblo de obsidiana estaba sumido en un silencio opresivo, cargado de malos presagios. No había niños corriendo por la calle ni cabezas asomadas a las ventanas. Sin embargo, era evidente que un día había estado rebosante de vida, por imposible que pudiera parecer esto en la proximidad del mar de magma cuyo calor y vapores debían de ser letales para cualquier mortal.

Para cualquier mortal corriente. No para unos semidioses.

Haplo continuó la inspección de los diversos objetos y bultos apilados en el muelle. De vez en cuando, se detenía y miraba con más atención algo en concreto; entonces, se volvía a Alfred y lo señalaba en silencio. El sartán estudiaba el objeto, miraba a Haplo y se encogía de hombros con una mueca de perplejidad.

Los dos recién llegados penetraron en las calles del pueblo. Nadie salió a saludarlos, a darles la bienvenida o a amenazarlos. Para entonces, Haplo ya estaba seguro de que no aparecería nadie. Un escozor de ciertas runas de su piel lo habría alertado de la presencia de cualquier ser vivo, pero su magia sólo estaba ocupada en mantener su cuerpo frío y en filtrar ciertos componentes nocivos del aire que respiraba. Alfred parecía nervioso, pero el sartán habría parecido nervioso incluso en una guardería infantil.

Dos preguntas rondaban por la cabeza de Haplo: quién había vivido allí, y por qué ya no quedaba nadie.

La población constaba de una serie de edificios excavados en la negra roca, formando una única calle. Una de las edificaciones, frente al embarcadero, lucía en las ventanas unos cristales gruesos y toscos. Haplo miró a través de ellos. A lo largo de las paredes, una serie de globos bañaban con una luz suave y cálida una gran sala llena de mesas y sillas. Una posada, tal vez.

La puerta de la posada estaba confeccionada con una especie de hierba entretejida, áspera y resistente, que recordaba el cáñamo. Esta fibra había sido cubierta con una gruesa capa de una resina satinada que la hacía lisa e impermeable. Haplo encontró la puerta entreabierta, no en señal de bienvenida sino como si el propietario hubiera abandonado el lugar con tantas prisas que se hubiera descuidado de cerrarla.

Haplo se disponía a entrar para investigar cuando llamó su atención una marca en la puerta. La estudió con detalle y la duda que daba vueltas en su mente se convirtió en firme certeza. No dijo nada; se limitó a señalar la marca con el dedo muy tieso.

—En efecto —asintió Alfred sin alzar la voz—. Una estructura rúnica.

—Una estructura rúnica sartán —lo corrigió Haplo con aspereza.

—Unas runas sartán degeneradas, o tal vez el calificativo más adecuado sería «alteradas». No puedo pronunciarlas, ni utilizarlas. —Con la cabeza ladeada y los hombros encogidos, Alfred tenía un insólito parecido con una tortuga asomando de su caparazón—. Y tampoco puedo explicarlas.

—Es la misma estructura que hemos visto en los fardos.

—No sé cómo puedes estar seguro. —Alfred seguía sin comprometerse en sus respuestas—. Las de esos bultos estaban casi borradas...

Haplo se acordó de Pryan y de la ciudad de los sartán que había descubierto allí. En aquella ciudad también había visto runas, aunque no en las posadas. Las hospederías de Pryan tenían rótulos en humano, en elfo y también en el idioma de los enanos. Recordó entonces que el enano —¿cómo se llamaba el tipejo?— había demostrado tener algunos conocimientos de la magia rúnica, pero rudimentarios y casi infantiles. Cualquier niño sartán de tres años habría derrotado al enano de Pryan en un concurso de adivinación de runas.

Por degenerada o alterada que estuviera, aquella estructura rúnica era compleja. Consistía en unas runas de protección de la posada y de buenos augurios para quienes entraban. Por fin, Haplo había dado con lo que andaba buscando, con lo que temía encontrar: el enemigo sartán. Y, a juzgar por las apariencias, se hallaba en mitad de una civilización entera de tales enemigos.

Estupendo. Sencillamente magnífico.

Haplo entró en la posada y sus botas avanzaron sin hacer ruido sobre el suelo alfombrado.

Alfred se deslizó tras él y miró a su alrededor con asombro.

—¡No sé quién habría aquí pero, desde luego, se marchó a toda prisa! —murmuró.

Haplo estaba de mal humor y no tenía ganas de conversación. Prosiguió su investigación en silencio, examinó las lámparas y lo sorprendió comprobar que no tenían mecha. Un estrecho tubo que sobresalía de la pared expelía un chorro de gas que se quemaba en una llamita luminosa. Haplo apagó la llama de un soplido, olfateó el gas y arrugó la nariz. Si uno lo respiraba demasiado tiempo sin la protección de la magia, podía morir sin apenas darse cuenta.

Escuchó un ruido y volvió la cabeza. Alfred, en un gesto automático e impulsivo, acababa de enderezar una silla que había encontrado volcada en el suelo. El perro olisqueó un pedazo de carne caído bajo una mesa.

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