El Mar De Fuego (18 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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El nigromante, al parecer, estaba llegando al término de la ceremonia. Unas siluetas blancas e insustanciales se alzaron de los cadáveres, cobraron forma definida y tangible y permanecieron cada uno junto al cuerpo del que habían surgido. A un gesto imperioso del nigromante, las formas etéreas retrocedieron, pero cada cual se mantuvo cerca de su cadáver, como su sombra en un mundo sin sol.

Las sombras conservaban la forma y el aspecto del ser que acababan de abandonar. Algunas estaban firmes y altivas junto a los cuerpos de hombres de porte firme y altivo. Otras aparecían encorvadas junto al cuerpo de algún anciano. Una de ellas, una figura infantil, parecía velar el cadáver de un niño. Todas parecían reacias a separarse de sus cuerpos y algunas incluso hicieron un débil intento de volver a ellos, pero el nigromante, con otra orden terminante y enérgica, las hizo retroceder de nuevo.

—¡Ahora sois fantasmas! ¡Ya no tenéis nada que ver con esos cuerpos! ¡Abandonadlos! ¡Ya no estáis muertos! ¡Habéis vuelto a la vida! ¡Apartaos de ellos o, de lo contrario, os enviaré a vosotros y a los cuerpos al olvido eterno!

A juzgar por su tono de voz, al nigromante le habría gustado deshacerse enseguida de aquellas formas etéreas, pero tal vez le era imposible hacerlo. Dócilmente, apesadumbrados, los fantasmas lo obedecieron y se alejaron un poco más de los cuerpos, deteniéndose lo más cerca de ellos que les fue posible sin despertar las iras del hechicero.

—¿Qué ha hecho mi pueblo? ¿Qué ha hecho? —se lamentó Alfred.

El perro se incorporó de un salto y soltó un agudo ladrido de alarma. Alfred olvidó su magia y cayó al suelo. Haplo se arrancó las vendas de las manos y se volvió para hacer frente a la amenaza. Su única esperanza era luchar e intentar la huida. Los signos mágicos de su piel emitieron su fulgor rojo y azul mientras la magia latía dentro de él pero, a la vista de lo que tenía delante, se sintió indefenso.

¿Cómo podía uno combatir algo que ya estaba muerto?

Haplo se quedó mirando, perplejo, incapaz de profundizar en la magia, de investigar las posibilidades que la gobernaban para hallar alguna que pudiera ayudarlo. Aquella fracción de segundo de vacilación resultó muy cara. Una mano se alzó, se cerró en torno a su brazo y lo agarró con un tacto helado que estuvo a punto de paralizarle el corazón. Al patryn le dio la impresión de que las runas de su piel se encogían literalmente bajo el mortal contacto. Soltó un grito de dolor y cayó de rodillas. El perro reculó y, tendiéndose sobre el vientre, lanzó un aullido.

—¡Alfred! —gritó Haplo entre dientes, con las mandíbulas apretadas de dolor—. ¡Haz algo!

Pero Alfred dirigió una breve mirada a sus captores y se desmayó.

Los guerreros muertos condujeron a Haplo y al inconsciente Alfred a la caverna. El perro los siguió sin hacer ruido, pero se cuidó de no tocar en ningún momento a los muertos, que no parecían saber qué hacer con el animal. Los cadáveres ambulantes depositaron a Alfred en el suelo, frente al nigromante, y llevaron a un Haplo hosco y desafiante a presencia del príncipe.

Si la vida de Edmund se hubiera medido en puertas, como la de Haplo, el príncipe debía de tener la edad aproximada del patryn, unas veintiocho. Y Haplo, al observar los ojos serios, inteligentes y sombríos del príncipe, tuvo la impresión de estar ante alguien que había sufrido mucho en aquellos veintiocho años; que había sufrido tanto, tal vez, como el propio Haplo.

—Los descubrimos espiando —dijo uno de los guerreros muertos. La voz del cadáver resultaba casi tan helada como su tacto sin vida. Haplo hizo un esfuerzo por permanecer inmóvil aunque el dolor de aquellos dedos muertos clavándose en su carne era un suplicio.

—¿Está armado? —preguntó Edmund. Los guerreros, tres de ellos, movieron sus espantosas cabezas en gesto de negativa.

—¿Y ése? —El príncipe miró a Alfred con una media sonrisa—. Aunque no importa mucho si lo está...

Los muertos vivientes indicaron que no. Los cadáveres yacentes tenían ojos, pero unos ojos que no miraban nada, que no se movían ni giraban, que nunca brillaban o se nublaban, que no se cerraban jamás. Sus fantasmas, que flotaban inquietos tras los cuerpos, poseían ojos que conservaban la sabiduría y el conocimiento de los vivos. Pero los fantasmas, al parecer, no tenían voz. No podían hablar.

—Ocupaos de que recobre la conciencia y tratadlo bien. Soltad al otro —ordenó el príncipe a los cadáveres, que apartaron sus dedos del brazo de Haplo—. Volved a la vigilancia.

Los muertos se alejaron arrastrando los pies, envueltos en los restos de sus ropas hechas jirones.

El príncipe contempló con curiosidad a Haplo, fijándose sobre todo en sus manos cubiertas de runas. El patryn esperó, impasible, a ser descubierto, a ser proclamado el antiguo enemigo y convertido, también él, en cadáver. Edmund alargó la mano para tocarlo.

—No te inquietes —dijo el príncipe. Pronunció la frase lentamente y en voz alta, como se hace con quien no domina un idioma—. No te haré daño.

Un destello cegador de luz azulada surgió de las runas y chisporroteó en torno a los dedos del príncipe, quien soltó un grito de sorpresa, más que de dolor. La descarga había sido de baja intensidad.

—¡Desde luego que no! —replicó Haplo en su propia lengua, con gesto torvo—. ¡Vuelve a intentar eso, y te costará la vida!

El príncipe retrocedió un paso, mirándolo fijamente. El nigromante, que estaba frotando las sienes de Alfred en un vano intento de despertarlo, abandonó su empeño y alzó la vista, perplejo.

—¿Qué idioma es ése? —El príncipe habló en su idioma, en aquel sartán modificado que Haplo comprendía, que empezaba a entender cada vez mejor, pero que era incapaz de hablar—. Es extraño. He entendido lo que acabas de decir, aunque juro que nunca había oído tu lengua hasta hoy. Y tú me entiendes a mí, aunque no hables en mi idioma. Además, eso que has utilizado era magia rúnica. He reconocido la estructura. ¿De dónde venís? ¿De Necrópolis? ¿Os han enviado ellos? ¿Nos estabais espiando?

Haplo dirigió una mirada de desconfianza al nigromante. Éste parecía poderoso y astuto y podía resultar el mayor peligro para el patryn. Pero Haplo no advirtió señal alguna de reconocimiento en sus ojos negros y penetrantes y empezó a tranquilizarse. Aquellos sartán habían pasado tantas penalidades recientemente que tal vez habían perdido todas sus referencias del pasado.

Meditó qué responder. Por la conversación que había escuchado desde su escondite, comprendió que no lo ayudaría en nada declarar que procedía del lugar mencionado por el príncipe (y que el patryn intuyó que debía de ser la ciudad que habían visto durante el descenso en el
Ala de Dragón
). Por una vez, parecía más conveniente decir la verdad que mentir. Además, Haplo sabía que Alfred, cuando fuera llamado a declarar, no actuaría de otra manera.

—No —dijo, pues—. No soy de la ciudad. Soy forastero en esta parte del mundo. He llegado aquí en una nave, surcando el mar de magma. Ahí encontraréis mi nave —añadió, señalando hacia el pueblo costero—. Yo... Nosotros... —se corrigió, incluyendo a Alfred a regañadientes— no somos espías.

—Entonces, ¿qué hacíais cuando os han capturado los muertos? Dicen que nos habéis estado vigilando mucho rato. Ellos también os vigilaban desde hace mucho rato.

Haplo alzó la barbilla y miró cara a cara al príncipe.

—Habíamos viajado una distancia enorme. Bajamos al puerto, descubrimos indicios de que había habido una batalla y comprobamos que todo el mundo había huido. Entonces oímos el eco de vuestras voces en el túnel. ¿Qué habrías hecho tú, en mi lugar? ¿Presentarte de inmediato y revelar tu presencia? ¿O más bien habrías optado por esperar, observar, escuchar y descubrir todo lo que pudieras?

El príncipe mostró una leve sonrisa, pero su mirada se mantuvo muy seria.

—De estar en tu lugar, habría vuelto a la nave y me habría apartado de algo que no parecía asunto mío. ¿Y cómo es que vienes con un compañero como ése, tan diferente de ti?

Alfred recuperaba lentamente la conciencia. El perro estaba encima de él, dándole lametones en la cara. Haplo alzó la voz con la esperanza de llamar la atención de Alfred, sabiendo que pronto sería llamado a corroborar el relato del patryn.

—Se llama Alfred y, como dices, somos muy distintos. Procedemos de mund..., de ciudades diferentes. Me acompaña porque no tiene a nadie más. Es el último superviviente de su raza.

Un murmullo de simpatía se levantó entre la multitud. Alfred se incorporó débilmente hasta quedar sentado y dirigió una mirada rápida y atemorizada a su alrededor. Los guerreros muertos habían desaparecido de la vista. Respiró, un poco más calmado, y pugnó torpemente por ponerse en pie, con la ayuda del nigromante. Tras sacudirse el polvo de sus ropas, dedicó una insegura reverencia al príncipe.

—¿Es cierto eso? —inquirió Edmund con un nuevo tono de voz, dulcificado por la lástima y la compasión—. ¿Eres el último de tu pueblo?

—Creo serlo —respondió Alfred en idioma sartán—, hasta que os he encontrado.

—Pero tú no eres de los nuestros —apuntó Edmund, cada vez más perplejo—. Entiendo tu idioma, igual que entiendo el suyo —señaló con la mano a Haplo—, pero este último también habla otro distinto. Explícate mejor.

Alfred puso una mueca de absoluto desconcierto.

—Yo... no sé qué decir...

—Cuéntanos cómo habéis llegado a esta caverna —sugirió el nigromante.

Alfred dirigió una mirada turbadora al patryn y movió las manos con gesto vago.

—He..., hemos venido en una nave. Está amarrada por ahí, en alguna parte —señaló vagamente en una dirección cualquiera, pues había perdido la orientación—. Oímos voces y acudimos a investigar quién había aquí abajo.

—Pero, si creíais que podíamos ser un ejército hostil —insistió el príncipe—, ¿por qué no salisteis huyendo? Con una sonrisa dulce y lánguida, Alfred contestó:

—Porque no encontramos un ejército hostil. Os encontramos a ti y a tu pueblo honrando a vuestros muertos.

«Una bella manera de expresarlo», pensó Haplo. El príncipe quedó impresionado con sus palabras.

—Tú eres uno de nosotros. Tus palabras son mis palabras, aunque son diferentes. Muy diferentes. En las tuyas —el príncipe vaciló, tratando de expresar con palabras sus pensamientos— veo una luz radiante y una enorme extensión de azul sin fin. Capto el rumor del viento y respiró un aire puro y fragante que no necesita de la magia para filtrar su veneno. En tus palabras percibo... vida. Y todo ello hace que mis palabras suenen oscuras y frías, como esta roca sobre la que nos encontramos.

Edmund se volvió hacia Haplo y añadió:

—En cuanto a ti, también eres uno de nosotros, pero no lo eres. En tus palabras capto rabia, odio. Veo una oscuridad que no es fría y carente de vida, sino activa y móvil con un ser viviente. Me siento atrapado, enjaulado, ansiando escapar.

Haplo quedó impresionado, aunque hizo esfuerzos para que no se le notara. Tendría que andarse con cautela ante aquel joven tan perceptivo.

—Yo no me parezco a Alfred —dijo el patryn, escogiendo con cuidado sus palabras—, en el hecho de estar solo, pues mi pueblo aún sobrevive, aunque está prisionero en un lugar mucho más terrible de lo que puedas imaginar. El odio y la rabia que has notado se dirigen contra quienes nos encarcelaron. Yo soy uno de los afortunados que ha conseguido sobrevivir a esa prisión y escapar de ella. Ahora busco nuevas tierras donde mi pueblo pueda establecer un hogar...

—Aquí no lo encontrarás —lo interrumpió el nigromante con brusquedad, fríamente.

—Es cierto —asintió Edmund—. No podrás establecerte aquí, pues este mundo está agonizando. Nuestros muertos ya son más que los vivos. Si no cambian las cosas, llegará un día, y preveo que será muy pronto, en que sólo los muertos habitarán Abarrach.

CAPÍTULO 15

CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH

—Ahora debemos proceder a la resurrección. Después, nos sentiremos honrados de teneros por invitados y compartir con vosotros nuestra comida. Las provisiones son escasas —añadió Edmund con una triste sonrisa—, pero estaremos felices de compartir lo que tenemos.

—Aceptamos, siempre que nos permitáis añadir a ello nuestras provisiones —respondió Alfred, ensayando otra de sus torpes reverencias.

El príncipe observó las manos vacías de Alfred; después, volvió la vista hacia las de Haplo, cubiertas de runas pero igualmente vacías. Edmund puso una cara de cierta perplejidad, pero era demasiado cortés para pedir explicaciones. Haplo miró a Alfred para observar si éste mostraba algún desconcierto ante el extraño comentario del príncipe. ¿Cómo podían escasear las provisiones entre unos sartán cuando éstos, igual que los patryn, poseían unas facultades mágicas casi ilimitadas para multiplicarlas? El patryn advirtió que Alfred lo miraba con una expresión de sorpresa y confusión. Haplo apartó rápidamente los ojos para no dar al sartán la satisfacción de comprobar que los dos compartían pensamientos similares.

A una señal de Edmund, los guerreros muertos escoltaron a los dos extraños a un rincón de la caverna, lejos de la multitud, que continuaba mirándolos con curiosidad, y lejos de los cadáveres, que seguían tendidos sobre el suelo de roca.

El nigromante ocupó su lugar entre los cuerpos, cuyos fantasmas empezaron a agitarse y a moverse como bajo el impulso de un viento cálido. Los cuerpos continuaron donde estaban, inmóviles. El nigromante inició una vez más su cántico, elevó las manos y las juntó, dando una seca palmada. Los cuerpos se retorcieron y dieron sacudidas, como si los atravesara una descarga de energía mágica. El pequeño cadáver del niño incorporó el tronco casi al instante y, momentos después, se puso en pie. Los ojos del pequeño fantasma situado detrás del cuerpo parecieron buscar a alguien entre la multitud. Una mujer se adelantó a ésta, sollozando. El cadáver del niño corrió hacia ella con las manitas blancas y frías extendidas en gesto de amor y de añoranza. La mujer tendió sus brazos al chiquillo pero un hombre, con las facciones contraídas por el dolor, la detuvo, la estrechó entre los suyos y la obligó a retroceder. El pequeño cadáver se detuvo delante de la pareja, mirándola fijamente. Después, poco a poco, bajó los brazos; el fantasma, en cambio, mantuvo extendidos los suyos, vaporosos y etéreos.

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