El Mar De Fuego (19 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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—¡Qué ha hecho mi pueblo! —repitió Alfred con la voz sofocada por las lágrimas—. ¡Qué ha hecho!

Uno a uno, los cadáveres recuperaron aquella apariencia de vida. En cada ocasión, los ojos del fantasma correspondiente buscaron a sus seres queridos entre los vivos, pero éstos les volvieron la espalda. Uno a uno, cada uno de los cadáveres ocupó su lugar al fondo de la caverna, sumándose al numeroso grupo de muertos vivientes situado tras los vivos. Los jóvenes guerreros se sumaron a las filas de sus compañeros muertos. Los cadáveres de los ancianos, los más difíciles de convencer para que resucitaran, se alzaron como agotados durmientes que por fin hubieran podido tumbarse a descansar y no quisieran despertar de su sueño. El niño permaneció un rato cerca de sus padres y, por fin, se alejó para sumarse a un grupo de cadáveres animados de su misma edad. Haplo advirtió que había muchos chiquillos entre los muertos y muy pocos entre los vivos. Recordó las palabras de Edmund, «Este mundo está agonizando», y entendió a qué se refería.

Pero el patryn cayó también en la cuenta de otra cosa. ¡Aquella gente poseía la llave a la vida eterna! ¿Qué mejor regalo podía llevar Haplo a su Señor y a su pueblo? Con aquello, los patryn ya no volverían a estar a merced de su prisión. Si el Laberinto los mataba, sólo tendrían que resucitar y seguir luchando; los cadáveres pasarían a engrosar las filas de los patryn, una y otra vez, hasta que finalmente consiguieran derrotarlo. ¡Y, entonces, no habría en el universo ejército que pudiera detenerlos, pues mal podría un ejército de soldados vivos derrotar jamás a otro formado por los muertos!

Sólo tenía que aprender el secreto de la magia rúnica, se dijo Haplo. Y allí mismo, siguió pensando mientras volvía la mirada hacia Alfred, tenía a quien podía enseñarle. Sin embargo, debía ser paciente y esperar la ocasión propicia. Su compañero de viaje aún no sabía mucho más que él, pero no tardaría en enterarse. Era inevitable. ¡Y, cuando Alfred averiguara el secreto, él se encargaría de sonsacárselo!

El último cadáver en incorporarse fue el del anciano que lucía la corona de oro. Al principio, pareció que el viejo iba a resistirse a todos sus esfuerzos. Su fantasma era más poderoso que los demás y permaneció sobre el cuerpo con aire retador, desafiando las súplicas del nigromante e incluso —tras una mirada de disculpa al apenado príncipe— sus amenazas. Por último, con expresión ceñuda, el nigromante movió la cabeza y extendió las manos en alto en ademán de darse por vencido. Entonces, el propio príncipe se adelantó y dirigió unas palabras al cuerpo que yacía en el suelo a sus pies.

—Sé lo cansado que estás de vivir, padre, y lo mucho que deseas y te mereces el descanso eterno, pero piensa en la alternativa. Te verás atrapado bajo tierra. Tu mente continuará funcionando, pero conocerás la desesperación, la amarga frustración de ser totalmente impotente para influir en el mundo que te rodea. Y vivirás así durante siglos y siglos, atrapado en la nada. ¡La resurrección es mucho mejor, padre! Así seguirás con nosotros, con el pueblo que te necesita. Podrás aconsejarnos...

El fantasma del anciano se agitó, movido por un viento que sólo él podía notar. Parecía frustrado por el hecho de no poder comunicar lo que, con evidente desesperación, deseaba revelar.

—¡Padre, por favor! —suplicó Edmund—. ¡Vuelve a nosotros! ¡Te necesitamos!

El fantasma fluctuó y perdió sustancia hasta casi desvanecerse. El cadáver se movió. Lo atravesó la misma energía mágica que había sacudido a los demás y se puso en pie a duras penas.

—Padre... Mi rey... —murmuró el príncipe con una profunda reverencia.

El fantasma, apenas una sombra, se meció en el aire como la niebla sobre un estanque. El cadáver levantó su mano débil y cerúlea aceptando el homenaje del príncipe pero, al propio tiempo, la cabeza que lucía la corona dorada volvió sus ojos fijos e inexpresivos a un lado y a otro, como si no supiera qué hacer a continuación. El príncipe lo miró y hundió el rostro y los hombros en gesto de abatimiento. El nigromante se acercó a él.

—Lo siento, Alteza.

—No es culpa tuya, Baltazar. Me advertiste sobre lo que podía esperar.

El cadáver del rey permaneció inmóvil ante su pueblo; su regia estampa era una terrible parodia del gran monarca que un día había sido.

—Tenía la esperanza de que las cosas pudieran resultar diferentes —añadió Edmund en voz baja, como si el resucitado pudiera oírlo—. En vida, era tan fuerte, tan resuelto...

—Los muertos no pueden ser otra cosa que lo que son, mi señor. Para ellos, la vida termina cuando su mente deja de funcionar. Podemos devolver la vida al cuerpo pero ahí se detiene nuestro poder. No podemos proporcionarles la capacidad de aprender, de reaccionar al mundo vivo que los rodea. Tu padre continuará siendo rey, pero sólo de aquellos sobre los que reinaba antes de muertos.

El nigromante señaló algo. El difunto rey había vuelto sus ojos ciegos hacia el fondo de la caverna, donde se agolpaban los muertos. Todos los cadáveres resucitados hicieron una reverencia de homenaje y el monarca, acompañado de apenados cuchicheos de su fantasma, abandonó a los vivos a quienes ya no reconocía y fue a unirse a los muertos.

Edmund hizo ademán de ir tras él, pero Baltazar lo sujetó de la manga.

—Majestad... —El nigromante le indicó con una mirada que era preciso que hablaran en privado. Los dos se apartaron del resto de los presentes; la multitud colaboró, retirándose en actitud respetuosa.

Haplo, con un gesto inocente, mandó tras ellos al perro. El animal se colocó junto a la pierna de Edmund y éste, en un gesto inconsciente, bajó la mano para acariciar su suave pelaje. A través de los oídos del animal, Haplo escuchó hasta la última palabra de la conversación.

—¡...debes tomar la corona! —instaba el nigromante al príncipe en voz baja.

—¡No! —La respuesta de Edmund fue rotunda. Tenía los ojos puestos en el cadáver de su padre, que recorría con porte orgulloso y espectral las legiones de los muertos—. Él no lo comprendería. ¡Es el rey!

—Pero, mi señor, necesitamos un monarca vivo...

—¿De veras? —Edmund le dirigió una sonrisa amarga—. ¿Por qué? Los muertos nos superan en número. Si los vivos se contentan con seguirme como príncipe, yo me contento también con seguir siéndolo. Y ya basta, Baltazar; no insistas.

La voz juvenil se endureció y en sus ojos apareció un destello de ira. El nigromante asintió en silencio y se retiró para llevar a cabo otras tareas relacionadas con los cadáveres. Edmund permaneció a solas un buen rato, concentrado en sus pensamientos. El perro emitió un gañido y hurgó con el hocico la mano que lo acariciaba sin darse cuenta. El príncipe bajó la mirada y le dedicó una desvaída sonrisa.

—Gracias por consolarme, amigo —murmuró—. Y tienes razón, soy un anfitrión poco atento.

Recordando a sus huéspedes, Edmund se acercó a Haplo y Alfred y tomó asiento junto a ellos en el suelo de roca.

—Hubo un tiempo en que teníamos entre nosotros animales como éste. —El príncipe acarició de nuevo al perro, que meneó el rabo y le lamió la mano—. Recuerdo que, siendo niño... —se detuvo a media frase, suspiró y movió la cabeza a un lado y otro—. Pero seguro que eso no os interesa... Por favor, perdonad tanta informalidad. Si estuviéramos en mi palacio, en nuestra patria, os atendería con regia opulencia. Pero si estuviéramos en palacio ya habríamos muerto congelados, así que supongo que preferiréis las cosas tal como están. Yo, sí, desde luego. Al menos, creo que sí.

—¿Qué terrible suceso destruyó vuestro reino? —preguntó Alfred.

El príncipe lo miró con los ojos entrecerrados.

—El mismo que acabó con el tuyo, sin duda. Al menos, eso supongo, a juzgar por lo que he visto en nuestro viaje.

Edmund los observaba ahora con renovada suspicacia. Alfred balbuceó algo, con aspecto muy confuso. Haplo inclinó el cuerpo hacia adelante e intentó salvar la situación cambiando de tema.

—¿No dijiste algo acerca de comer? Edmund hizo un gesto.

—Marta, trae la cena a nuestros invitados.

La anciana se acercó respetuosamente, trayendo en las manos varios peces secos. Depositó el pescado ante ellos y, con una reverencia, se dispuso a marcharse. Sin embargo, Haplo, que la observaba, vio cómo sus ojos miraban con codicia la comida y se volvían luego hacia él y hacia Alfred.

—Vete, anciana —dijo Edmund en tono adusto, con las mejillas sonrojadas. Al parecer, él también había advertido la mirada.

—Espera —intervino el patryn. Alargando la mano, devolvió a la mujer parte del pescado—. Guarda esto para ti. Ya te dijimos, Alteza —añadió al ver que Edmund iniciaba una protesta—, que traemos nuestras propias provisiones.

Alfred se apresuró a asentir, contento de tener algo que hacer. Levantó el pescado en sus manos. La anciana, con su parte apretada contra el pecho, se alejó rápidamente.

—Estoy terriblemente avergonzado... —empezó a decir Edmund, pero las palabras murieron en sus labios.

Alfred había empezado a entonar las runas y su voz se alzó en aquel plañido agudo y nasal que parecía taladrar la cabeza de Haplo. El sartán tenía un pez en la mano y, de pronto, tuvo dos; luego, tres. El canto cesó y Alfred ofreció el pescado al príncipe, que lo contempló con los ojos muy abiertos. El sartán ofreció otro pescado a Haplo con gesto obsequioso.

Las runas de la piel del patryn emitieron su fulgor rojo y azul y, donde había habido un pez, apareció una docena de ellos, y luego dos. Haplo depositó el pescado sobre la roca plana y se acordó de darle uno al perro, el cual, tras una inquieta mirada a los muertos del fondo arrastró su comida a un rincón oscuro para disfrutar de ella en privado.

—Esta magia es maravillosa, realmente maravillosa —dijo el príncipe lleno de asombro.

—Pero... vosotros también podéis hacerlo, ¿no? —inquirió Alfred mientras mordisqueaba el pescado, de gusto salado. Escuchó un ruido y alzó la vista.

Un niño, un chiquillo encantador, contemplaba con envidia al perro. Alfred le indicó por señas que se acercara y le dio el pescado. El niño alargó la mano, lo cogió y salió corriendo a ofrecérselo a un adulto, que miró perplejo el pescado. El niño señaló hacia ellos y Haplo tuvo la certeza de que estaba a punto de entrar en el negocio de la pescadería.

—Se dice que en la antigüedad podíamos llevar a cabo tales proezas —respondió Edmund, con la vista fija en la comida—. Pero ahora la magia se concentra en nuestra supervivencia en este mundo... —dirigió una mirada a los cadáveres que aguardaban pacientemente, de pie entre las sombras— y en la de ellos...

Alfred se estremeció y pareció a punto de decir algo, pero Haplo le dio un rápido codazo en las costillas y el sartán, sumiso, guardó silencio.

—En ese pueblo de ahí atrás había comida y suministros —dijo el patryn, señalando con la cabeza en dirección a la pequeña ciudad portuaria—. Sin duda, lo tuvisteis que ver cuando pasasteis por allí.

—¡Nosotros no somos ladrones! —Edmund levantó la barbilla en gesto de orgullo—. No cogeremos lo que no nos pertenece. Si nuestros hermanos de la ciudad nos lo ofrecen libremente, será otra cosa. Trabajaremos y los compensaremos.

—Algunos entre nuestro pueblo opinan que son nuestros «hermanos» quienes deberían pagarnos a nosotros, mi señor.

La nueva voz pertenecía a Baltazar, quien había contemplado con ojos muy serios la exhibición de magia.

En silencio y sin alharacas, Haplo estaba multiplicando los peces y repartiéndolos a quienes se acercaban sigilosamente. Alfred hacía lo mismo y pronto los rodeó una gran multitud. El nigromante no continuó hasta que todo el mundo hubo recibido su ración y se hubo marchado. Entonces, cruzando las piernas bajo su negra túnica, se sentó, tomó una porción de pescado y lo estudió con cautela, como si esperara que desapareciera en sus manos en el instante de tocarlo.

—De modo que no habéis perdido el arte...

—Quizá vuestra tierra sea diferente de la nuestra —dijo el príncipe, mirando a Alfred—. Quizás exista esperanza para el mundo, finalmente. Tiendo a juzgarlo todo por lo que veo, pero decidme que me he equivocado en mi juicio.

Alfred no podía mentir, pero tampoco podía confesar la verdad. Miró al príncipe y al nigromante, abriendo y cerrando la boca.

—¡El universo es grande! —intervino Haplo, sin inmutarse—. Hablemos de esta parte donde nos encontramos. Eso que ha dicho el nigromante respecto a que vuestros hermanos deberían compensaros, ¿a qué se refiere?

—Tened cuidado, Majestad —le advirtió Baltazar—. ¿Vais a confiar en extraños? ¡Sólo tenemos su propia palabra de que no son espías de Necrópolis!

—Estamos alimentándonos con su comida, Baltazar —replicó el príncipe con una débil sonrisa—. Lo menos que podemos hacer es responder a sus preguntas. Además, ¿qué importa si son espías? Que lleven nuestra historia a Necrópolis. No tenemos nada que ocultar...

—El reino de nuestro pueblo está... o estaba... ahí arriba —Edmund alzó los ojos más allá de las sombras del techo de la enorme oquedad—. Muy lejos, allá arriba...

—¿En la superficie de este mundo? —quiso saber Haplo.

—No, no. Eso sería imposible. La superficie de Abarrach sólo consta de roca desnuda y fría y de enormes extensiones de hielo envuelto en sombras. Baltazar ha viajado a esos lugares y puede describirlos mejor que yo.

—Abarrach significa «mundo de piedra» en nuestro idioma, igual que en los vuestros —dijo Baltazar, dirigiéndose a Haplo y a Alfred—. Y no es otra cosa que eso, al menos hasta donde pudieron determinar los antiguos, que tuvieron el tiempo y el talento suficientes para dedicarse a estudiar el asunto. Nuestro mundo consta de rocas recorridas por incontables túneles y cavernas. Nuestro «sol» es el núcleo fundido del corazón de Abarrach. La superficie es como la ha descrito Su Alteza. No existe en ella vida alguna, ni posibilidad de que aparezca. Pero, bajo la superficie, donde teníamos nuestro hogar... ¡ah, allí la vida era muy agradable! ¡Muy agradable!

Baltazar suspiró al recordarlo. Después continuó:

—Los colosos...

—¿Los qué? —lo interrumpió Alfred.

—Los colosos. ¿No los tenéis en vuestro mundo?

—No está seguro —explicó Haplo—. Explícanos a qué te refieres.

—Unas gigantescas columnas redondas de piedra...

—¿Las que sostienen la caverna? Hemos visto una.

—Los colosos no sostienen la caverna. La roca no necesita su apoyo. Fueron creados mediante la magia por los antiguos y tenían por misión transmitir la energía calórica de esta parte del mundo hasta la que ocupábamos nosotros. Funcionaban perfectamente y nos permitían disponer de grandes suministros de alimentos y de agua. Esto hace aún más inexplicable lo sucedido.

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