El Mar De Fuego (24 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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—Ese duque de los Cerros de la Grieta, ¿es un hombre peligroso, Pons, o es simplemente estúpido?

El Gran Canciller se detuvo a estudiar la pregunta.

—No lo considero peligroso, Majestad. Y tampoco es estúpido. Es joven, idealista e ingenuo. Un poco cándido en política, eso sí. Al fin y al cabo, es el hijo menor y no fue educado para que recayera sobre él, de repente, toda la responsabilidad del ducado. Sus palabras proceden del corazón, no de la cabeza. Estoy seguro de que no tiene idea de lo que dice.

—Su esposa, en cambio, es harina de otro costal.

—Me temo que sí, Majestad. —El canciller adoptó una expresión grave—. La duquesa Jera es sumamente lista.

—Y su padre, los diablos lo lleven, sigue siendo una odiosa molestia.

—Pero ahora no es más que eso, señor. Desterrarlo a las Antiguas Provincias fue un golpe genial. Allí tiene que dedicar todos sus esfuerzos a la mera supervivencia y está demasiado débil para causar problemas.

—Un golpe genial que debemos agradecerte, Pons. ¡Sí, lo recordamos bien! No es preciso que lo menciones a cada momento. Y ese viejo tal vez luche por sobrevivir, pero le queda el aliento suficiente como para continuar hablando en contra nuestra.

—Pero ¿quién lo escucha? Vuestros súbditos son leales. Aman a Su Majestad...

—Basta, Pons. Es suficiente con la palabrería aduladora que arroja a nuestros pies el resto de la corte. Esperamos algo mejor de ti.

El Gran Canciller hizo una reverencia, satisfecho de la buena opinión que el dinasta tenía de él, pero consciente de que la flor del favor real dejaría de crecer si no era nutrida por la antedicha palabrería aduladora.

El dinasta había dejado de prestar atención a su ministro. Levantándose del trono de oro y diamantes y demás minerales preciosos tan abundantes en aquel mundo, Su Majestad dio un par de vueltas en torno al gran estrado con incrustaciones de oro y de plata. El dinasta tenía la costumbre de caminar y afirmaba que el movimiento lo ayudaba en sus procesos mentales. Con frecuencia, dejaba totalmente desconcertados a quienes le presentaban peticiones, al levantarse del trono de un salto y dar varias vueltas en torno a él antes de volver a ocuparlo y pronunciar sentencia.

Al menos, aquello mantenía pendientes de él a los cortesanos, se dijo Pons con cierta satisfacción. Cada vez que Su Majestad se ponía en pie, todos los presentes en la sala tenían que interrumpir la conversación y realizar la reverencia de rigor. Los cortesanos se veían obligados a dejar la charla, juntar las manos ante el pecho ocultándolas en las mangas e inclinar la cabeza prácticamente hasta el suelo cada vez que Su Majestad decidía resolver alguna cuestión dando unos pasos.

Aquella costumbre de andar era una más de las numerosas pequeñas excentricidades del dinasta, la más notable de las cuales era su amor por los torneos y su adicción al juego de las fichas rúnicas. Cualquiera de los nuevos muertos que hubiese demostrado cierta habilidad en alguna de ambas artes era conducido a palacio, donde no se ocupaba de otro servicio que de actuar como pareja de entrenamiento de Su Majestad durante la mitad del ciclo dedicado a la actividad, o de jugar a fichas rúnicas con él hasta entrada la mitad de descanso. Tales peculiaridades del monarca llevaban a muchos a malinterpretarlo, tomándolo por un hombre superficial, amante sólo de los juegos. Pons, que había visto a muchos cometer tal error, no se contaba entre ellos. Su respeto y su miedo hacia Su Majestad Dinástica eran profundos y bien fundados.

El canciller aguardó pues, en respetuoso silencio, a que Su Majestad se dignara prestarle atención. El asunto era grave, evidentemente. El dinasta le dedicó cinco giros completos en torno al dosel con la cabeza baja y las manos asidas a la espalda.

Algo entrado en años, Kleitus XIV era todavía un hombre robusto y musculoso, de sorprendente atractivo, cuya hermosura en su juventud había sido alabada en poemas y canciones. Había envejecido bien y, como rezaba el dicho, «sería un hermoso cadáver». Poderoso nigromante, le quedaban aún muchos años para que le llegara tal destino.

Por fin, Su Majestad cesó su pesado deambular. Sus ropas negras de piel, tratadas con un tinte púrpura para impregnarlas con el color regio, crujieron suavemente cuando volvió a sentarse en el trono.

—La Puerta de la Muerte —murmuró, dando unos golpecitos en el brazo del trono con un anillo. Oro contra oro, el metal despidió una nota musical—. Ésa es la razón.

—Tal vez Su Majestad se preocupa innecesariamente. Según lo que escribe el duque, quizás han llegado aquí por casualidad...

—¡Casualidad! Dentro de poco hablarás de «suerte», Pons. Pareces un jugador de fichas rúnicas inepto. Lo que hace ganar una partida es la táctica, la estrategia. No, canciller. Ten presente lo que decimos: han venido en busca de la Puerta de la Muerte, igual que tantos otros han hecho antes.

—En tal caso, dejadlos marchar, Majestad. Ya hemos tratado con esos locos otras veces. Librémonos cuanto antes de esa basura... Kleitus frunció el entrecejo y movió la cabeza.

—Esta vez, no. Con esa gente, no debemos hacerlo. No nos arriesguemos.

El Gran Canciller dudó en hacer la siguiente pregunta, no muy seguro de querer saber la respuesta. Pero sabía lo que se esperaba de él y actuó una vez más como cámara de resonancia de los pensamientos de su monarca.

—¿Por qué no, señor?

—Porque esa gente no está loca. Porque..., porque la Puerta de la Muerte se ha abierto, Pons. ¡Se ha abierto y hemos visto más allá!

El Gran Canciller no había oído nunca a su dinasta hablar de aquel modo; jamás había oído su voz vibrante y confiada tan baja, tan llena de asombro, incluso de... temor. Pons se estremeció como si notara la primera oleada de una fiebre virulenta.

Kleitus tenía la mirada en la lejanía, más allá de las gruesas paredes de granito del palacio, perdida en algún lugar que el Gran Canciller no podía ver, ni tan siquiera imaginar. Cuando habló, olvidó su plural mayestático.

—Sucedió poco antes de la hora de levantarse, Pons. Sabes que tengo un sueño ligero. Desperté de pronto, sobresaltado por un sonido que, cuando estuve completamente alerta, no pude ubicar. Parecía una puerta que se abriera... o se cerrara. Me incorporé en el lecho y corrí la cortina del dosel creyendo que se trataba de una emergencia, pero estaba solo. No había entrado nadie en la alcoba.

»La impresión de que había oído una puerta era tan poderosa que encendí una lámpara junto a la cama y me dispuse a llamar a la guardia. Lo recuerdo perfectamente: tenía una mano en la cortina del lecho y estaba retirando la otra después de encender la lámpara cuando, a mi alrededor, todo..., todo vibró..., se rizó...

—¿Se rizó, Majestad? —Pons frunció el entrecejo.

—Ya sé, ya sé. Suena increíble, pero no tengo otro modo de describirlo. —Kleitus dirigió una sonrisa desconsolada a su canciller—. A mi alrededor, todo pareció perder forma y sustancia, perder dimensión. Era como si yo, y la cama, y las cortinas, y la lámpara, y la mesa no fuéramos, de pronto, otra cosa que una capa de aceite sobre un agua tranquila. La ondulación me dobló, dobló el suelo, la mesa, la cama... Y al cabo de un instante, todo pasó.

—Un sueño, Majestad. Aún no habíais despertado del todo.

—Eso fue lo que me dije. Pero en aquel instante, Pons, esto es lo que vi.

El dinasta era un hechicero poderoso entre los sartán. Cuando habló, sus palabras indujeron rápidas imágenes en la mente de su ministro. Las imágenes pasaron con tal rapidez que Pons quedó confuso, perplejo. No distinguió nada con nitidez, pero tuvo una vertiginosa impresión de una serie de objetos dando vueltas a su alrededor, parecida a una experiencia de su infancia, cuando su madre lo cogía por las manos y lo hacía girar y girar en el aire en una alegre danza.

Pons vio una máquina gigantesca, cuyas partes metálicas imitaban las de un cuerpo humano y que trabajaba con frenética intensidad sin ningún propósito concreto. Vio una mujer humana de piel negra y un príncipe elfo guerreando contra los de su propia raza. Vio una raza de enanos que se alzaba contra la tiranía, conducida por uno con gafas. Vio un mundo verde bañado en un sol excesivo y una hermosa ciudad reluciente, vacía, desprovista de vida. Vio unas criaturas enormes, horribles, sin ojos, que asolaban una tierra asesinando a todo el que encontraban a su paso, y las oyó gritar: «¿Dónde están las ciudadelas?». Vio una raza de gente siniestra, cargada de una rabia y de un odio que producían pavor, una raza con runas dibujadas en la piel. Vio dragones...

—Ahí tienes, Pons. ¿Lo entiendes? —Kleitus suspiró de nuevo, entre el asombro y la frustración.

—No, Majestad —balbució el canciller con un jadeo—. No lo entiendo. ¿Qué...? ¿Dónde...? ¿Cuánto tiempo...?

—No sé más que tú acerca de esas visiones. Pasaban demasiado deprisa y, cuando quería retener una, se me escapaba de la mente como la niebla entre los dedos. ¡Pero lo que veía, Pons, eran otros mundos! Unos mundos que están más allá de la Puerta de la Muerte, como dicen los textos antiguos. ¡Estoy convencido de ello! Pero el pueblo no debe enterarse, Pons. Hasta que estemos preparados.

—Claro que no, señor.

El dinasta tenía una expresión muy seria, dura y resuelta.

—Este reino está agonizando. Hemos robado recursos a otras tierras para mantenerlo...

«Hemos diezmado otras tierras», lo corrigió Pons, pero sólo mentalmente.

—Hemos ocultado la verdad al pueblo por su propio bien, claro está. De lo contrario se habría producido el pánico, el caos, la anarquía. Y ahora llega este príncipe con su pueblo...

—...y la verdad —completó la frase el canciller.

—Sí —dijo el dinasta—. Y la verdad.

—Majestad, si puedo hablar con franqueza...

—¿Desde cuándo lo haces de otro modo, Pons?

—Sí, señor. —El Gran Canciller sonrió débilmente—. ¿Y si permitiéramos a esos desdichados quedarse..., establecerse, por ejemplo, en las Antiguas Provincias? Ahora que el mar de Fuego se ha retirado, esas tierras casi no tienen ningún valor para nosotros.

—¿Y dejar que extiendan sus historias sobre un mundo que se muere? Quienes consideran al conde un viejo estúpido y senil empezarían, de pronto, a tomárselo en serio.

—Podemos ocuparnos del conde... —El Gran Canciller emitió una leve tosecilla.

—Sí, pero saldrían otros como él. Añade a ello el príncipe de Kairn Telest hablando de su reino frío y yermo y de su búsqueda de una escapatoria, y acabaremos todos destruidos. ¡Será la anarquía, las revueltas! ¿Es eso lo que quieres, Pons?

—¡Claro que no! —El Gran Canciller se estremeció al pensarlo.

—Entonces, déjate de cavilar tonterías. Presentaremos a esos invasores como una amenaza y les declararemos la guerra. Las guerras unen al pueblo. ¡Necesitamos tiempo, Pons! ¡Tiempo! ¡Tiempo para encontrar la Puerta de la Muerte nosotros mismos, como dejó dicho la profecía!

—¡Majestad! —Pons reprimió un grito—. ¡Vos! La profecía. ¿Vos...?

—Claro, canciller —replicó Kleitus, con aire de ligero desconcierto—. ¿Alguna vez lo has dudado?

—No, claro que no, Majestad. —Pons hizo una reverencia, agradeciendo la ocasión de ocultar la cara hasta recuperar el dominio de su expresión, borrando la perplejidad para sustituirla por una mueca de absoluta fe—. Estoy abrumado por lo..., lo deprisa que va todo; están sucediendo demasiadas cosas a la vez... —Al menos, esto era bastante cierto.

—Cuando llegue el momento, conduciré a nuestro pueblo de este mundo de oscuridad a otro de radiante luz. Hemos cumplido la primera parte de la profecía...

«Sí, todos los nigromantes de Abarrach lo han hecho», pensó Pons.

—Ahora, sólo nos queda llevar a cabo el resto —continuó Kleitus.

—¿Y vos podéis hacerlo, Majestad? —preguntó el canciller, recitando su papel con diligencia al advertir la ceja del dinasta ligeramente enarcada.

—Sí —contestó Kleitus.

La declaración dejó paralizado de asombro a Pons.

—¡Mi señor! ¿Conocéis la ubicación de la Puerta de la Muerte?

—Sí, Pons. Por fin, mis estudios me han llevado a la respuesta. ¿Comprendes ahora por qué la llegada de ese príncipe y su pueblo harapiento, precisamente en este momento, representa tal molestia?

«Tal amenaza», tradujo Pons para sí. Porque si el dinasta podía descubrir el secreto de la Puerta de la Muerte en las antiguas escrituras, también podían hacerlo otros. La «ondulación» que había experimentado había hecho más que iluminarlo: lo había aterrorizado. Era posible que alguien se le hubiera adelantado en su descubrimiento. Y
ésta
era la auténtica razón de que aquel príncipe y su pueblo tuvieran que ser destruidos.

—Me descubro humildemente ante vuestro genio, Majestad —dijo el canciller con una profunda reverencia.

Pons era casi del todo sincero. Si alguna duda tenía, era sólo porque nunca había tomado totalmente en serio la profecía. Ni siquiera había creído en ella, en realidad. Pero era evidente que Kleitus sí. ¡No sólo creía en ella, sino que había emprendido la tarea de darle cumplimiento! ¿De veras había descubierto la Puerta de la Muerte? Pons habría seguido teniendo sus dudas, de no haber visto aquellas imágenes fantásticas proyectadas por la magia de su dinasta. Las visiones habían estremecido al canciller, tanto físicamente como en su mente, como no lo había hecho ninguna otra cosa en más de cuarenta años. Al recordar lo que había visto, sintió por un instante una incontrolable excitación y le costó un considerable esfuerzo dominarse, apartando a duras penas de su imaginación los mundos brillantes y esperanzadores para concentrarse en el asunto sombrío y amenazador que tenían entre manos.

—¿Y cómo vamos a iniciar esta guerra de que habláis, Majestad? Es evidente que los de Kairn Telest no quieren luchar...

—Lucharán, Pons —respondió el dinasta—, cuando descubran que hemos ejecutado a su príncipe.

CAPÍTULO 19

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