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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (29 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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El Gran Canciller contemplaba con ojos muy abiertos la figura de Haplo y el resplandor de las runas de su piel, que empezaba a apagarse. El ministro del dinasta se pasó la lengua por los labios resecos.

—Mátalo —fue la orden.

—¿Qué? —dijo Alfred con voz temblorosa—. ¿Matarlo? ¿Por qué?

Jera asió por el brazo a Alfred para contenerlo y le susurró:

—Porque es más fácil obtener información de un cadáver que de un hombre vivo y terco. ¡No intervengas! ¡No puedes hacer nada por él!

—Yo sí que puedo hacer algo —intervino Edmund con voz gélida—. ¡No permitiré que se mate a un hombre indefenso!

Dio un paso adelante, claramente decidido a impedir que el cadáver llevara a cabo su terrible encargo.

El cadáver no se detuvo, sino que alzó la mano en un gesto imperioso. Dos de los soldados se apresuraron a obedecer. Sus manos muertas sujetaron al príncipe por detrás, inmovilizándole los brazos a los costados con gran habilidad. Edmund, indignado, pugnó por desasirse.

—Un momento, capitán —indicó el canciller—. Alteza, ¿ese individuo de las marcas extrañas en la piel es ciudadano de Kairn Telest?

—Sabes muy bien que no —respondió Edmund—. Es un forastero. Lo he conocido hoy mismo, en la orilla opuesta de este mar. Pero no ha causado ningún daño y acaba de ver cómo un compañero fiel sufría una muerte bárbara. Ya lo has castigado por su insolencia. ¡Deja ahí las cosas!

—¡Tonterías, Alteza! —exclamó el Gran Canciller—. Capitán, cumple tus órdenes.

—¿Cómo es posible que mi pueblo..., precisamente mi pueblo..., cometa crímenes tan horribles? —exclamó Alfred, hablando consigo mismo presa de una gran agitación, mientras se retorcía las manos como si, estrujándolas, pudiera escurrir la respuesta de su propia carne—. Si estuviera entre patryn, entonces sí que lo entendería. Los patryn eran una raza despiadada, ambiciosa y cruel. Nosotros..., nosotros éramos el otro platillo de la balanza. Éramos la fuerza que anulaba la suya. La magia blanca frente a la negra. El bien frente al mal. Pero veo en Haplo..., he visto en él la bondad... y ahora descubro la maldad en mis congéneres sartán... ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Su respuesta inmediata fue: «Desmayarme».

—¡No! —jadeó, resistiéndose a la debilidad que se adueñaba de él. La oscuridad fue apoderándose de su mente—. ¡Acción! Tengo que... actuar. Coger la espada. Eso es: coger la espada.

El sartán se arrojó sobre el capitán de la guardia de cadáveres.

Al menos, ésa fue su intención. Por desgracia, Alfred terminó arrojando sólo una
parte
de su figura contra el capitán de la guardia. La mitad superior de Alfred se abalanzó hacia la espada, pero la mitad inferior se negó a moverse y el sartán cayó cuan largo era y aterrizó de cabeza sobre Haplo.

Alfred advirtió que el patryn parpadeaba.

—¡Ahora sí que la has hecho buena! —lo oyó mascullar por la comisura de los labios—. ¡Ya lo tenía todo controlado! ¡Suéltame!

O bien el cadáver del capitán no advirtió que ahora tenía dos víctimas en lugar de una, o tal vez decidió que ahorraría tiempo despachándolas a ambas a la vez.

—¡Yo... no puedo! —Alfred, paralizado de miedo, era incapaz de moverse. Alzó los ojos con expresión de frenético terror y vio descender la hoja de la espada, afilada como una cuchilla, si bien algo oxidada.

El sartán pronunció las primeras runas que le vinieron a los labios.

El capitán de los cadáveres había sido un soldado valiente y honorable, respetado y amado por sus hombres. Había muerto en la Batalla del Pilar de Zembar,
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de una estocada en el vientre. La terrible herida aún era visible en forma de un agujero enorme, aunque ya limpio de sangre, en el estómago.

La runa entonada por Alfred pareció infligirle de nuevo la misma estocada mortal.

Por un breve instante, un hálito de vida pareció brillar en sus ojos muertos. El rostro del cadáver, perfectamente conservado, se contorsionó en una mueca de dolor y la espada le resbaló de entre los dedos. El capitán se llevó la mano a la herida en un gesto automático y un grito silencioso escapó de sus labios amoratados.

El cadáver se dobló sobre sí mismo, sujetándose el vientre. Los espectadores vieron con paralizada sorpresa cómo sus dedos se cerraban en torno a la hoja invisible de una espada imaginaria. A continuación, pareció como si la espada fuera extraída de su vientre. El cadáver emitió un último gemido mudo y se derrumbó en el suelo. No volvió a ponerse en pie ni reanudó su ataque. El capitán siguió tendido sobre el suelo cubierto de cenizas, muerto.

Nadie se movió. Nadie dijo nada. Fue como si todos los presentes hubieran sido golpeados también por aquella espada invisible. El Gran Canciller fue el primero en reaccionar.

—¡Ve y reaviva al capitán! —ordenó al nigromante de las tropas. El interpelado se adelantó rápidamente, con sus ropajes negros ondeando en torno a él. La capucha se le cayó hacia atrás, dejando la cabeza a la vista involuntariamente; el nigromante era una mujer. La hechicera se aproximó al cuerpo del capitán.

Y entonó las runas.

No sucedió nada. El capitán continuó inmóvil.

La nigromante emitió un sonoro jadeo, con los ojos como platos de perplejidad, y luego frunció el entrecejo con rabia. Empezó a cantar de nuevo las runas, pero las palabras mágicas murieron en sus labios.

El fantasma del cadáver se alzó ante la nigromante y se colocó entre ésta y el cuerpo del capitán.

—¡Vete! —le ordenó la hechicera, intentando aventar al fantasma como haría con unas volutas de humo alzadas de una fogata.

El fantasma, sin embargo, permaneció donde estaba y empezó a cambiar de aspecto. Ya no era un lastimoso jirón de niebla, sino que iba cobrando el porte de un hombre alto y gallardo, plantado ante la nigromante con aire digno. Y todos los que contemplaban la escena con perplejo asombro comprendieron que estaban viendo al muerto tal como había sido en vida.

El fantasma del capitán se enfrentó a la nigromante y los observadores vieron, o creyeron ver, cómo movía la cabeza en un gesto de rotunda negativa. Después, volvió la espalda al cuerpo inmóvil que yacía en el suelo y se alejó. Y dio la impresión de que en la niebla que los envolvía resonaba un lamento apesadumbrado. Un lamento cargado de envidia.

¿O tal vez era el aullido del viento entre las rocas?

La nigromante se quedó mirando al fantasma, boquiabierta y estupefacta. Cuando la figura espectral desapareció, la hechicera se percató súbitamente de la presencia de los demás y cerró la boca.

—Buen viaje —murmuró. Se inclinó sobre el cadáver y pronunció de nuevo las runas, añadiendo al final, para completar la cosa—: ¡Levántate, maldita sea!

El cadáver no se movió.

La nigromante enrojeció de ira y dio un puntapié al cuerpo inerte.

—¡Levántate! ¡Lucha! ¡Cumple tus órdenes!

—¡Basta! —exclamó Alfred, airado, mientras se ponía en pie con dificultad—. ¡Basta! ¡Déjalo descansar en paz!

—¿Qué has hecho? —La hechicera se volvió hacia Alfred—. ¿Qué le has hecho? ¡Dime!

Alfred, tomado por sorpresa, tropezó con los tobillos de Haplo. El patryn soltó un gemido y se movió.

—No..., no lo sé —respondió el sartán, chocando contra el costado del carruaje. La nigromante avanzó hacia él.

—¿Qué has hecho? —repitió, alzando la voz en un agudo chillido.

—¡La profecía! —exclamó Jera agarrándose a su marido—. ¡La profecía!

La nigromante escuchó aquella palabra y cesó en sus gritos. Lanzó una mirada penetrante a Alfred y se apresuró a volverla hacia el canciller en espera de órdenes. El Gran Canciller parecía desconcertado.

—¿Por qué no se levanta? —preguntó con voz temblorosa, mirando el cadáver. La hechicera se mordió el labio, sacudió la cabeza y se acercó a su superior para tratar la cuestión en privado, con murmullos cargados de urgencia.

Jera aprovechó la distracción del canciller para llegar junto a Haplo. Se mostró solícita y atenta con el patryn, pero sus ojos verdes estaban fijos en el balbuceante Alfred con una muda pregunta.

—No..., no lo sé —respondió el torpe sartán, tan perplejo como cualquiera de los presentes—. ¡De veras, no lo sé! Todo ha sucedido muy deprisa y yo... estaba aterrorizado. Esa espada... —se estremeció, temblando de frío y de reacción a lo sucedido—. No soy un tipo valiente, ¿sabéis? La mayoría de las veces me limito a..., a desmayarme. Si no preguntádselo a él —señaló a Edmund con un dedo tembloroso—. ¡Cuando sus hombres nos capturaron, perdí el sentido de inmediato! Esta vez también he querido desmayarme, pero no podía permitírmelo. Cuando he visto la espada... ¡he dicho las primeras palabras que me han venido a la cabeza! ¡Ni que me matarais podría recordar lo que he dicho!

—¡Ni que te matáramos! —La nigromante se volvió y dirigió una mirada de odio a Alfred desde lo más hondo de su capucha negra—. Tal vez sea como dices, pero las recordarás muy pronto, una vez muerto. Los muertos, ¿sabes?, nunca mienten ni esconden nada.

—Te estoy diciendo la verdad —insistió Alfred con aire sumiso—. Dudo que mi cadáver pudiera añadir mucho más.

Haplo soltó un nuevo gruñido, casi como si respondiera a las palabras del sartán.

—¿Cómo está? —preguntó Jonathan a la duquesa, refiriéndose al patryn. Jera alargó la mano para seguir los trazos de las runas sobre la piel de Haplo.

—Creo que se recuperará. Los signos mágicos parecen haber absorbido la mayor parte de la descarga. Sus latidos son firmes y...

De pronto, la mano de Haplo se cerró con fuerza en torno a su muñeca.

—¡No vuelvas a tocarme nunca! —masculló con voz ronca. Jera se sonrojó y se mordió el labio.

—Lo siento. No pretendía... —La duquesa se encogió e intentó retirar el brazo—. Me haces daño...

Haplo la apartó de un empellón y se puso en pie por sus propios medios, aunque se vio obligado a apoyarse en el carruaje para sostenerse. Jonathan se apresuró a acudir junto a su esposa.

—¿Cómo te atreves a tratarla así? —lo increpó el duque con furia, volviéndose hacia Haplo—. Jera sólo trataba de ayudarte...

—Déjalo, querido —lo cortó su esposa—. Merezco sus reproches. No tenía ningún derecho. Perdóname, forastero.

Haplo soltó un gruñido y murmuró algo, aceptando las disculpas a regañadientes. Era evidente que aún no se había recuperado por completo, pero el patryn era consciente de que el peligro no había pasado.

«Si acaso —pensó Alfred— ha aumentado.»

El canciller estaba impartiendo órdenes a sus tropas. Los soldados se situaron en torno al príncipe y a sus acompañantes, obligándolos a agruparse.

—¿Qué has hecho, en nombre del Laberinto? —susurró Haplo, acercándose más al desdichado Alfred.

—¡Ha dado cumplimiento a la profecía! —dijo Jera en voz baja.

—¿Profecía? —Haplo pasó la mirada de la una al otro—. ¿Qué profecía?

Pero Jera se limitó a sacudir la cabeza. Frotándose la muñeca dolorida, dio la espalda al patryn. Su esposo le pasó el brazo por los hombros en ademán protector.

—¿Qué profecía? —insistió Haplo, volviéndose a Alfred con expresión acusadora—. ¿Qué diablos le has hecho a ese cadáver?

—Lo he matado —respondió Alfred. Y, a modo de explicación, añadió—: El iba a matarte...

—¡De modo que me has salvado la vida matando a un muerto! Estupendo. Sólo que... —dejó la frase a medias, contempló el cuerpo caído en el suelo y, luego, miró de nuevo al sartán—. ¡Has dicho que lo has «matado»...!

—Exacto. Está muerto. Definitivamente muerto.

Los ojos del patryn escrutaron sucesivamente a Alfred, a la furiosa nigromante, a la perspicaz duquesa y al vigilante y suspicaz príncipe Edmund.

—Te aseguro que no tenía intención de hacerlo —se excusó Alfred, abrumado—. Yo... estaba asustado.

—¡Guardias! ¡Separadlos! —El canciller hizo un gesto y dos de los cadáveres se apresuraron a interponerse entre Alfred y Haplo—. ¡Absteneos de comentarios entre vosotros! ¡Os lo digo a todos! —Se volvió hacia los duques y continuó—: Señorías, me temo que este... incidente cambia las cosas. Su Majestad querrá entrevistarse con todos vosotros. ¡Guardias, traedlos!

El canciller y el nigromante se pusieron en marcha, camino de las puertas de la ciudad. Los cadáveres cerraron filas en torno a los cautivos, separando a unos de otros, y les ordenaron que avanzaran.

Alfred vio al patryn dirigir una mirada a la charca de fango en la que había desaparecido su perro. Haplo apretó los labios y sus ojos de mirada severa parpadearon varias veces, rápidamente. Después, los soldados lo obligaron a seguir adelante, apartándolo de la vista del sartán.

Se produjo, acto seguido, un momento de confusión cuando Edmund rechazó el contacto de las manos heladas de los cadáveres y afirmó que entraría en la ciudad como príncipe que era, y no como cautivo. Tras la declaración, echó a andar orgullosamente por sí mismo, con los guardias tras él.

Jera aprovechó la situación para susurrar a toda prisa unas órdenes urgentes al cochero. El cadáver asintió y, volviendo la cabeza de la pauka hacia la mansión de los duques, condujo al animal por un camino que corría durante un trecho bajo la muralla de la ciudad. El duque y la duquesa intercambiaron unas miradas; algo les rondaba en la cabeza, pero el desdichado Alfred no tenía la menor idea de qué podía ser.

Y, de momento, no le importaba. Nada de cuanto había dicho era falso. No tenía la menor idea de lo que había hecho con el capitán y deseaba con todas sus fuerzas no haberlo hecho. Perdido en sombríos pensamientos, no advirtió que el duque y la duquesa se colocaban a su altura, uno a cada lado, mientras los guardias avanzaban en sus monturas tras los cautivos.

CAPÍTULO 22

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