Cuando terminó de cambiarse ya había recuperado en parte el buen humor. Le gustaba lo que veía en el espejo: la noche todavía podía ser un éxito, si no se excedía. Bebió en Covent Carden, lo bastante como para cargarse de alcohol la sangre y el aliento, y luego cenó en un restaurante italiano. Cuando salió se estaban vaciando los teatros; recibió algunas miradas atentas, la mayoría de mujeres maduras y jóvenes bien peinados.
Seguro que parezco un gigoló,
pensó; la disparidad entre su atuendo y su rostro apuntaba a un hombre que representaba un papel. La idea le agradó. A partir de ahora sería Martin Strauss, un hombre de mundo, con tanta valentía como pudiese reunir. Siendo él mismo no había llegado muy lejos. Tal vez una mentira le ayudase a progresar.
Dio un paseo por Charing Cross Road y se adentró en la confusión de tráfico y peatones de Trafalgar Square. Había habido una pelea en los escalones de St. Martin’s-in-the-Field, dos hombres estaban intercambiando insultos y acusaciones mientras sus esposas miraban.
Cuando salió de la plaza, detrás del centro comercial, el tráfico disminuyó. Tardó unos minutos en orientarse. Sabía adónde iba, y había pensado que sabía cómo llegar hasta allí, pero ya no estaba tan seguro. Había pasado mucho tiempo desde que estuviera en esa zona, y cuando por fin llegó al pequeño complejo que contenía el Academy, el club de Bill Toy, fue cuestión de suerte, más que intención.
El corazón empezó a latirle un poco más deprisa al ascender los escalones. Tenía por delante una actuación importante, y si no salía bien le arruinaría la noche. Se detuvo un momento para encender un puro y luego entró.
En el pasado había frecuentado algunos casinos de clase alta; el Academy tenía el mismo esplendor ligeramente pasado de moda que otros en los que había estado, con paneles de madera oscura, alfombras de color ciruela y retratos de genios olvidados en las paredes. Con la mano en el bolsillo del pantalón y la chaqueta abierta para revelar el brillo de la tela, atravesó el vestíbulo de mosaico hasta recepción. La seguridad sería estrecha: los ricos esperaban protección. Él no era miembro, ni podía esperar convertirse en uno en el acto, sin patrocinadores ni referencias. El único modo de pasar una buena noche de juego era echarse un farol.
La rosa inglesa del mostrador le dedicó una sonrisa prometedora.
—Buenas noches, señor.
—¿Cómo está?
La sonrisa de la chica no vaciló ni un instante, aunque era imposible que lo conociera.
—Bien. ¿Y usted?
—Es una noche preciosa. ¿Ha llegado Bill?
—¿Cómo dice, señor?
—El señor Toy. ¿Ha llegado ya?
—El señor Toy. —Consultó el libro de invitados, repasando la lista de jugadores de esa noche con una uña pintada—. Me parece que no…
—No habrá firmado —dijo Marty—. Es miembro, por amor de Dios. —La ligera irritación de su voz la desconcertó.
—Oh… entiendo. Me parece que no lo conozco.
—Bueno, no importa. Subiré directamente. Dígale que lo espero en las mesas, ¿de acuerdo?
—Espere, señor. Yo no…
Extendió la mano, como para tirarle de la manga, pero se lo pensó mejor. Marty la desarmó con una sonrisa mientras empezaba a subir las escaleras.
—¿A quién debo anunciar?
—Al señor Strauss —dijo, afectando un deje de exasperación.
—Sí. Por supuesto. —El falso reconocimiento inundó su rostro—. Lo siento, señor Strauss, es que…
—No hay problema —respondió amablemente mientras la dejaba atrás, mirándola fijamente.
Solo tardó unos minutos en familiarizarse con la distribución de las salas. La ruleta; el póquer; el
blackjack,
todo eso y más estaba a su disposición. La atmósfera era seria: la frivolidad no era bienvenida en un lugar donde se ganaba y se perdía dinero en tales cantidades. Si los hombres y las escasas mujeres que frecuentaban esos silenciosos enclaves estaban allí para divertirse, no daban muestras de ello. Era trabajo; un trabajo duro y serio. Había algunas conversaciones en voz baja en las escaleras y en los pasillos, y anuncios en las mesas, por supuesto, pero por lo demás el silencio del interior era casi reverencial.
Paseó por las salas, observando de cerca los juegos, familiarizándose con la etiqueta del lugar. Nadie le echó más de un vistazo; encajaba a la perfección en ese paraíso de obsesos.
La anticipación del momento en que al fin se sentara y se uniera a una partida lo entusiasmaba; decidió saborearla un poco más. Al fin y al cabo tenía toda la noche para divertirse, y sabía muy bien que el dinero de su bolsillo desaparecería en cuestión de minutos si no tenía cuidado. Entró en el bar, pidió un güisqui con agua y observó al resto de los jugadores. Todos estaban allí por la misma razón: para enfrentar su ingenio a la suerte. La mayoría bebían solos, preparándose para las partidas que tenían por delante. Más adelante, cuando se hubieran hecho fortunas, quizá bailaran sobre las mesas, y alguna señora borracha hiciera un
striptease
improvisado. Pero aún era temprano.
Apareció el camarero, un hombre joven, de veinte años como mucho, con un bigote que parecía dibujado; ya había adquirido esa mezcla de obsequiosidad y superioridad que distinguía a los de su profesión.
—Perdone, señor… —dijo.
A Marty le dio un vuelco el estómago. ¿Habían descubierto su farol?
—¿Sí?
—¿Escocés o burbon, señor?
—Ah. Eh… escocés.
—Muy bien, señor.
—Llévelo a la mesa.
—¿Dónde estará usted, señor?
—En la ruleta.
El camarero se retiró. Marty fue al cajero y compró ochocientas libras en fichas, y luego entró en la sala de la ruleta.
Nunca le había gustado mucho jugar a las cartas. Requería técnicas que nunca había tenido paciencia para aprender; y aunque admiraba la habilidad de los grandes jugadores, esa misma habilidad empañaba la confrontación esencial. Un buen jugador usaba la suerte, un gran jugador cabalgaba sobre ella. La ruleta también tenía sistemas y técnicas, pero era un juego más puro. La rueda en movimiento, los números borrosos, el repiqueteo de la bola cuando se paraba y volvía a saltar, tenían un glamur único.
Se sentó entre un árabe muy perfumado que solo hablaba francés y un americano. Ninguno de los dos le dirigió una sola palabra: allí no había bienvenidas ni despedidas. Se sacrificaban las finuras de las relaciones humanas por el bien del asunto que tenían entre manos.
Era una enfermedad extraña. Los síntomas eran como los del enamoramiento: palpitaciones, insomnio… El único remedio seguro era la muerte. En alguna ocasión, se había visto en el espejo del bar de un casino, o en el cristal de la cabina del cajero, y había encontrado una mirada acorralada y hambrienta. Pero nada, ni avergonzarse de sí mismo, ni el rechazo de sus amigos, nada había saciado el apetito.
El camarero le llevó la bebida; el hielo tintineaba. Marty le dio una buena propina.
La rueda empezó a dar vueltas, pero Marty se había unido a la mesa demasiado tarde para poner dinero. Todas las miradas estaban fijas en los números que giraban…
Transcurrió al menos una hora hasta que Marty se levantó, y lo hizo solo para aliviar la vejiga antes de regresar a su asiento. Los jugadores iban y venían. El americano, concediéndole un capricho a la joven de nariz aguileña que le acompañaba, le había dejado las decisiones a ella, y había perdido una pequeña fortuna antes de retirarse. Los fondos de Marty estaban mermando. Había ganado, y perdido, y vuelto a ganar; y luego había perdido, perdido y perdido. No le importaba mucho perder. El dinero no era suyo, y como Whitehead había observado a menudo, había mucho más en el mismo sitio. Se retiró de la mesa para tomarse un respiro; solo le quedaban fichas para hacer otra apuesta importante, y había descubierto que, a veces, podía cambiar su suerte si se retiraba del campo unos minutos y volvía con otra perspectiva.
Cuando dejó su asiento, con los ojos llenos de números, alguien pasó por delante de la puerta de la sala de la ruleta y echó un vistazo al interior antes de dirigirse hacia otra sala. Esos segundos fugaces le bastaron para reconocerlo.
La última vez que había visto ese rostro estaba mal afeitado y cerúleo a causa del dolor, y le iluminaban los focos de la valla del Santuario. Pero Mamoulian se había transformado. Ya no parecía un mendigo acorralado y desesperado. Marty se dirigió hacia la puerta como si estuviera hipnotizado. El camarero estaba junto a él, («¿Otra copa, señor?») pero Marty lo ignoró y salió al pasillo. Le agitaban sentimientos encontrados: por un lado temía confirmar su avistamiento, pero al mismo tiempo estaba extrañamente excitado por verlo allí. No podía ser una coincidencia. Tal vez Toy estuviese con él. Tal vez se desvelase el misterio aquí y ahora. Vio a Mamoulian entrando en la sala de bacará. Se estaba jugando una partida de especial ferocidad, y los espectadores habían recalado allí para observar las últimas etapas. La sala estaba llena; los jugadores de las otras mesas habían dejado sus propias partidas para disfrutar de la batalla. Hasta los camareros se habían quedado en los alrededores, intentando ver algo.
Mamoulian se abrió paso entre la multitud para ver mejor; su delgada figura gris separaba la muchedumbre. Encontró una posición ventajosa y se quedó allí; la luz que despedía el tapete iluminaba su pálido rostro. Ocultaba la mano herida en el bolsillo de la chaqueta, y la frente ancha no mostraba la menor expresión. Marty lo observó durante más de cinco minutos. El Europeo no apartó la mirada de la partida ni una sola vez. Era como una figura de porcelana, una fachada vidriosa en la que un artista indiferente hubiese grabado algunas líneas. Los ojos hundidos en la arcilla parecían incapaces de otra cosa que una mirada implacable. Pero había poder en él. Era asombroso el modo en que la gente se apartaba de él, apretándose en grupitos antes que acercarse a su puesto junto a la mesa.
Marty vio al camarero del bigote pintado al otro lado de la sala y se abrió paso a empujones entre los espectadores hasta el joven.
—Una palabra —susurró.
—¿Sí, señor?
—Ese hombre. El del traje gris.
El camarero miró en dirección a la mesa, y luego a Marty.
—El señor Mamoulian.
—Sí. ¿Qué sabe de él?
El camarero le dedicó a Marty una mirada de reproche.
—Lo siento, señor. No podemos hablar de los miembros.
Se giró sobre sus talones y salió al pasillo. Marty lo siguió. El pasillo estaba vacío. Abajo, la chica del mostrador, que no era la misma con quien hablase al entrar, se reía con el encargado del guardarropa.
—Espere un momento.
Cuando el camarero se volvió a mirarlo, Marty sacó la cartera, que todavía estaba lo bastante llena como para ofrecerle un soborno decente. El otro miró los billetes con franca codicia.
—Solo quiero hacerle algunas preguntas. No me hace falta el número de su cuenta.
—De todas formas, no lo sé —sonrió el camarero—. ¿Es usted policía?
—Me interesa el señor Mamoulian —dijo Marty, ofreciéndole cincuenta libras en billetes de diez—. Lo básico.
El camarero cogió el dinero y se lo guardó en el bolsillo con la rapidez de un chivato experimentado.
—Pregunte —dijo.
—¿Viene a menudo?
—Un par de veces al mes.
—¿A jugar?
El camarero frunció el ceño.
—Ahora que lo dice, creo que nunca le he visto jugar.
—Entonces, ¿solo viene a mirar?
—Bueno, no estoy seguro. Pero creo que si jugara ya le habría visto. Es extraño, pero hay algunos miembros que hacen eso.
—¿Y tiene amigos? ¿Gente con la que viene, o se va?
—No que yo recuerde. Era muy amigo de una griega que venía hace tiempo. Siempre ganaba una fortuna. No perdía nunca.
La historia del jugador con un sistema tan perfecto que no fallaba nunca era como el cuento del pescador. Marty la había oído cien veces, y siempre era el amigo de un amigo, un ser mítico al que nadie conocía personalmente. Y sin embargo, pensando en el rostro de Mamoulian, tan calculador en su suprema indiferencia, casi creía que fuese real.
—¿Por qué le interesa tanto? —preguntó el camarero.
—Tengo una sensación extraña acerca de él.
—No es usted el único.
—¿Qué quiere decir?
—A mí nunca me ha dicho nada, ni me ha hecho nada, sabe usted —explicó el camarero—. Siempre da buenas propinas, aunque Dios sabe que solo bebe agua mineral. Pero hace un par de años vino un tipo americano, de Boston, y permita que le diga que flipó cuando vio a Mamoulian. Por lo visto había jugado con un tipo que era su viva imagen en los años veinte. Eso causó bastante revuelo. No parece de los que tienen padre, ¿verdad?
El camarero tenía razón. Era imposible imaginarse a Mamoulian de niño, o de adolescente con granos. ¿Había sufrido enamoramiento, la muerte de una mascota, o de sus padres? Parecía tan improbable que daba risa.
—Eso es todo lo que sé, de verdad.
—Gracias —dijo Marty. Era suficiente.
El camarero se alejó, y Marty sopesó las posibilidades. Lo más probable era que la griega con el sistema y el americano asustado no fuesen más que cuentos apócrifos. Un hombre como Mamoulian despertaría rumores, sin duda; su aire de aristocracia perdida incitaba las historias inventadas. Era como una cebolla: aunque se pelara una y otra vez, cada una de las pieles no descubría el corazón, sino otra piel.
Cansado y mareado por la bebida y la falta de sueño, Marty decidió marcharse. Emplearía las cien libras más o menos que le quedaban en la cartera para sobornar a un taxista que lo llevase a la finca, y volvería otro día a recoger el coche. Estaba demasiado borracho para conducir. Echó un último vistazo a la sala de bacará. La partida continuaba; Mamoulian no se había movido de su puesto.
Marty bajó al lavabo. La temperatura era algunos grados más baja que en el interior del club, y el enyesado rococó parecía ridículo en vista de su indigna función. Vio su rostro cansado en el espejo y luego fue a aliviarse al urinario.
Alguien había empezado a sollozar en un reservado en voz muy baja, como si intentara ahogar el sonido. Le dolía la vejiga, pero Marty descubrió que era incapaz de mear; la pena anónima lo incomodaba. La puerta del reservado estaba cerrada. Probablemente era un optimista que había perdido hasta la camisa en un golpe de mala suerte, y ahora meditaba sobre las consecuencias. Marty le dejó a ello. No había nada que pudiese decir ni hacer, lo sabía por su amarga experiencia.