Entonces, con ese terrible espectáculo luminoso, que amenazaba su cordura, el té y las disculpas cayeron en el olvido. La oscuridad, la vida misma, cayeron en el olvido; y solo quedó el tiempo, en una habitación llena de terror y pétalos, tiempo para observar y quizá, si uno tenía sentido del ridículo, para rezar.
A solas en el sórdido estudio de Breer, el Último Europeo se sentó a jugar un solitario con su baraja favorita. El Tragasables se había acicalado y había salido a disfrutar de la noche. Si se concentraba, Mamoulian podía encontrar al parásito con la mente, y saborear a través de él cualquier experiencia que este disfrutase. Pero no le interesaban tales juegos. Además, sabía muy bien lo que estaría haciendo el Tragasables, y francamente, le asqueaba. Los placeres de la carne, ya fueran convencionales o perversos, lo horrorizaban, y a medida que se hacía viejo aumentaba la repulsión que le producían. Había días en que apenas soportaba mirar al animal humano sin que el brillo errático de sus ojos, o su lengua rosada, le produjeran náuseas. Pero Breer sería útil en la confrontación que se avecinaba; y sus extraños deseos le otorgaban cierto entendimiento, aunque crudo, de la tragedia de Mamoulian, un entendimiento que lo convertía en un sirviente más obediente que los compañeros habituales que el Europeo había tolerado en su larguísima vida.
La mayoría de los hombres y mujeres en que Mamoulian había depositado su confianza le habían traicionado. La pauta se había repetido tan a menudo a lo largo de los años que estaba seguro de que algún día se haría insensible al dolor que esas traiciones le causaban. Pero nunca conseguía esa preciosa indiferencia. La crueldad de los demás, el modo insensible en que lo utilizaban, nunca dejaba de herirlo, y aunque había tendido su mano caritativa a toda clase de mentes perturbadas, semejante ingratitud era imperdonable. Quizá, pensó, cuando el juego acabase por fin, cuando hubiera saldado sus deudas con sangre, horror y oscuridad, entonces tal vez desaparecería la inquietud que le atormentaba día y noche, que le empujaba sin descanso hacia nuevas ambiciones y nuevas traiciones. Tal vez cuando todo esto acabase podría tumbarse y morir.
La baraja que sostenía era pornográfica. Solo jugaba con ella cuando se sentía con fuerzas, y únicamente cuando estaba a solas. Exponerse a las imágenes de sensualidad extrema era una prueba que se imponía, y si había de fracasar, fracasaría en privado. Ese día la obscenidad de las cartas le parecía únicamente un espejo de la depravación humana, y podía dar la vuelta a los diseños una y otra vez sin angustiarse. Hasta podía apreciar su ingenio: el modo en que cada uno de los palos representaba un campo distinto de la actividad sexual, el modo en que los números se incorporaban a cada una de las detalladas imágenes. Los corazones representaban el encuentro del hombre y la mujer, aunque de ningún modo se limitaban a la posición del misionero. Las picas representaban el sexo oral, de la felación simple a sus variantes más elaboradas. Los tréboles el sexo anal: las cartas sencillas representaban la sodomía homosexual y heterosexual; y las figuras, el sexo anal con animales. Los diamantes, el palo dibujado con mayor exquisitez, representaban el sadomasoquismo, y ahí la imaginación del artista no había conocido límites. En esas cartas, hombres y mujeres sufrían toda clase de humillaciones, y sus cuerpos destrozados lucían heridas en forma de diamante que designaban cada una de las cartas.
Pero la imagen más repugnante de la baraja era la del comodín, que era un coprófago, y se sentaba frente a un plato humeante de excrementos, con los ojos como platos de glotonería mientras un mono lleno de costras, cuyo rostro era horriblemente humano, le enseñaba su arrugado trasero al espectador.
Mamoulian cogió la carta y estudió la imagen. La cara sonriente del idiota comemierda trajo una amarga sonrisa a sus labios lívidos. Era sin duda el mejor retrato del ser humano. Las otras imágenes de las cartas, con sus pretensiones de amor y placer físico, solo ocultaban esa horrible verdad por un momento. Por firme que fuese el cuerpo, por glorioso que fuese el rostro, por mucha riqueza, poder o fe que prometiese, antes o después llevaban al hombre a una mesa, gimiendo bajo el peso de sus propios excrementos, y lo obligaban a comérselos, aunque sus instintos se sublevasen.
Para eso había venido. Para hacerle comer mierda a un hombre.
Dejó la carta en la mesa, y su garganta escupió una carcajada como un ladrido. Qué tormentos estaban por llegar: qué escenas tan terribles.
Ningún pozo es lo bastante profundo, le prometió a la habitación; a las cartas y a las tazas; a todo el asqueroso mundo.
Ningún pozo es lo bastante profundo.
El baile de los esqueletos
Había un hombre en el vagón de metro que nombraba constelaciones.
—Andrómeda… Ursa, la Osa… Cygnus, el Cisne… —La mayoría de los viajeros ignoraba su monólogo; cuando una pareja de jóvenes le dijo que cerrase la boca, sonrió y sin alterar el ritmo de su enumeración, respondió: «moriréis por eso», entre una estrella y otra. La respuesta silenció a los agitadores, y el lunático siguió mirando al cielo.
Toy lo interpretó como una buena señal. Últimamente le preocupaban mucho las señales, aunque nunca se había considerado supersticioso. Quizá fuera el catolicismo de su madre, que había rechazado a temprana edad, y que encontraba por fin una vía de escape. En lugar de los mitos de la Inmaculada Concepción y la transustanciación, encontraba significado en las pequeñas coincidencias, evitaba las escaleras y realizaba rituales medio olvidados con sal derramada. Todo esto era bastante reciente, había empezado hacía tan solo un par de años, con la mujer que iba a ver en este preciso momento: Yvonne. No era que fuese una mujer temerosa de Dios. No lo era. Pero el consuelo que había aportado a su vida había traído consigo el peligro de su desaparición. Por eso era precavido con las escaleras y respetuoso con la sal: por el miedo a perderla. Con Yvonne en su vida gozaba de una nueva razón para tener a los hados de su parte.
La había conocido seis años antes. En aquella época ella era una secretaria que trabajaba para la rama británica de una corporación farmacéutica alemana. Era una mujer atractiva y enérgica, entrada en la treintena, cuya formalidad, suponía, ocultaba sentido del humor y afecto en abundancia. Se había sentido atraído por ella desde el principio, pero su timidez natural en esas cuestiones, así como la considerable diferencia de edad, le impedían hacerle una proposición. Al final fue Yvonne la que rompió el hielo, haciendo comentarios sobre su aspecto, pequeñas cosas, como un corte de pelo reciente, o una corbata nueva, dejándole bien claro que le interesaba. Cuando le dio la señal, Toy la invitó a cenar, y ella aceptó. Había sido el comienzo de los meses más gratificantes de la vida de Toy.
No era un hombre muy emotivo. Precisamente, la falta de extremos de su naturaleza lo había convertido en una parte útil del entorno de Whitehead, y Toy había cultivado su reserva como el artículo vendible que era, hasta el punto de que cuando conoció a Yvonne casi se había creído su propia publicidad. Ella fue la primera en decirle que era frío como el hielo; la que le había enseñado (y esa fue una lección difícil) la importancia de mostrar debilidad, si no frente al mundo, al menos frente a los íntimos. Le había llevado tiempo. Toy tenía cincuenta y tres años cuando se conocieron, y ese nuevo modo de pensar iba en contra de sus principios. Pero ella persistió, y lentamente empezó el deshielo. Entonces se preguntó cómo había vivido así los últimos veinte años, al servicio de un hombre cuya compasión era insignificante y cuyo ego era monstruoso. A través de los ojos de Yvonne, vio la crueldad de Whitehead, su arrogancia y su mitomanía; y aunque procuraba que no se advirtiese cambio alguno en su actitud superficial hacia él, por debajo de la conciliación y de la humildad aumentaba el resentimiento, acercándose al odio. Solo después de seis años, Toy podía plantearse los sentimientos contradictorios que le inspiraba el viejo, por lo menos cuando se encontraba fuera del ámbito de influencia de Yvonne. Cuando estaba en la casa, sometido a los caprichos de Whitehead, le resultaba difícil mantener la perspectiva que ella le había proporcionado, y ver al monstruo sagrado como era en realidad: monstruoso, pero nada sagrado.
Al cabo de un año Toy había instalado a Yvonne en la casa que Whitehead le había comprado en Pimlico; un retiro del mundo de la Corporación Whitehead por el que el viejo nunca preguntaba, un lugar donde Yvonne y él podían hablar, o callar en mutua compañía; donde él podía dar rienda suelta a su pasión por Schubert, y ella podía escribir cartas a su familia, que se extendía por medio mundo.
Esa noche, cuando volvió, le habló del hombre en el metro, el que nombraba constelaciones. A ella la historia le pareció absurda, y no la encontró romántica en absoluto.
—Solo pensé que era extraño —dijo él.
—Supongo que lo es —respondió ella impasible, y siguió preparando la cena. Pero enseguida se detuvo.
»¿Qué pasa, Billy?
—¿Por qué tiene que pasar algo?
—¿Todo va bien?
—Sí.
—¿De verdad?
Ella siempre conseguía sonsacarle sus secretos rápidamente. Él se rendía antes de que se pusiera seria, pues no merecía la pena el esfuerzo de engañarla. Se acarició el borde de la nariz rota, un gesto habitual cuando estaba nervioso. Y luego dijo:
—Todo va a venirse abajo. Todo. —Su voz tembló y se apagó. Al ver que no iba a darle más detalles, Yvonne dejó los platos de la cena y se acercó a su silla. Toy levantó la vista, casi sobresaltado, cuando le tocó la oreja.
—¿En qué estás pensando? —preguntó con más suavidad que antes.
Él le cogió la mano.
—A lo mejor… dentro de poco… te pido que vengas conmigo —dijo.
—¿Que me vaya contigo?
—Así, por las buenas.
—¿Adónde?
—Todavía no lo he decidido. Nos iríamos y punto. —Se detuvo y miró los dedos de Yvonne, que estaban entrelazados con los suyos—. ¿Vendrías conmigo? —preguntó al fin.
—Claro.
—¿Sin hacer preguntas?
—¿De qué va esto, Billy?
—He dicho que sin hacer preguntas.
—¿Irnos y punto?
—Irnos y punto.
Ella lo miró con intensidad durante largo rato: estaba pálido, el pobre. La culpa era de ese despreciable viejales de Oxford. Cómo odiaba a Whitehead, aunque nunca lo hubiese conocido.
—Sí, por supuesto que iría —respondió.
Él asintió. Ella pensó que iba a echarse a llorar.
—¿Cuándo? —dijo.
—No lo sé. —Amagó una sonrisa, pero el resultado fue grotesco—. A lo mejor no hace falta. Pero creo que todo va a venirse abajo, y cuando eso pase no quiero que estemos aquí.
—Lo dices como si fuera el fin del mundo.
Él no respondió. Yvonne no quiso seguir interrogándole: era demasiado delicado.
—¿Una sola pregunta? —aventuró—. Es importante para mí.
—Una.
—¿Has hecho algo, Billy? Quiero decir, ¿algo ilegal? ¿De eso se trata?
Le tembló la nuez al tragarse la pena. Había muchas cosas que Yvonne tenía que enseñarle aún; cómo expresar esos sentimientos. Él quería hacerlo: ella veía muchas cosas que se agitaban detrás de sus ojos. Pero de momento habrían de quedarse allí dentro. La conocía muy bien, y sabía que se echaría atrás si la presionaba. Y él necesitaba su presencia incondicional, más de lo que ella necesitaba sus respuestas.
—Vale —dijo—, no tienes que contármelo si no quieres.
Él aferró su mano con tanta fuerza que pensó que nunca se soltarían.
—Oh, Billy. No hay nada tan terrible —murmuró.
Por segunda vez, él no respondió.
El viejo barrio estaba casi igual, pero Marty se sentía como un fantasma en él. En los callejones llenos de basura donde siendo niño había corrido y peleado había nuevos combatientes, y sospechaba que también juegos mucho más serios. Esos andrajosos niños de diez años esnifaban pegamento, según las páginas de los dominicales. Crecerían marginados, y se convertirían en yonquis y en pastilleros; no les importaba nada ni nadie, y mucho menos ellos mismos.
Él también había sido un delincuente juvenil, por supuesto. Allí el robo era un rito de iniciación. Pero casi siempre había sido una modalidad de robo perezosa y casi pasiva: se acercaba furtivamente a algo, lo cogía y seguía caminando, o conduciendo. Si el robo le parecía demasiado problemático, lo olvidaba. Había muchas cosas brillantes que birlar. No se trataba de un delito con el sentido en que había llegado a entender la palabra más adelante. Era el instinto de la urraca, que aprovechaba cualquier ocasión que se presentase, pero nunca tenía intención de hacer daño, ni se inmutaba si las cosas no salían como quería.
Pero esos chavales parecían una especie más letal. Había un grupo merodeando en la esquina de Knox Street. Habían crecido en el mismo entorno deprimido, con pocos árboles, alambre de espino y muros coronados por cristales rotos, cemento implacable; aunque compartían todo eso, sabía que no tendrían nada que decirse. Le intimidaban su desesperación y su lasitud: creía que se atrevían a todo. No era un buen sitio para crecer, esta calle, ni ninguna de la zona. De algún modo se alegró de que su madre hubiese muerto antes de que los peores cambios desfigurasen el barrio.
Llegó al número veintiséis. Lo habían vuelto a pintar. En una de sus visitas Charmaine le había contado que Terry, uno de sus cuñados, lo había hecho un par de años atrás, pero Marty lo había olvidado, y el cambio de color, después de tantos años de imaginárselo verde y blanco, fue una bofetada en la cara. Era un trabajo mal hecho, puramente cosmético, y la pintura en los alféizares ya se estaba levantando y pelando. Al otro lado de la ventana, habían cambiado las cortinas de encaje, que siempre había odiado tanto, por una persiana, que estaba bajada. En la repisa interior había una colección de figuras de porcelana, un regalo de boda, que acumulaban polvo, atrapadas en el espacio abandonado entre la persiana y el cristal.
Todavía tenía llaves, pero no se atrevió a usarlas. Además, era probable que ella hubiese cambiado la cerradura; así que llamó al timbre. No sonó en el interior de la casa, y como sabía que se oía desde la calle, era evidente que ya no funcionaba. Golpeó la puerta con los nudillos.
Durante medio minuto no se oyó sonido alguno en el interior. Luego, al fin, oyó pasos arrastrados (supuso que llevaría sandalias abiertas, que hacían que su paso fuera desigual), y Charmaine abrió la puerta. No llevaba maquillaje, y la desnudez de su rostro hizo que su reacción al encontrarle allí fuese aún más evidente.