El juego de las maldiciones (40 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
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La procesión de plañideros seguía de cerca a los portadores del féretro, en un cortejo negro que dividía el mar multicolor de turistas. A derecha e izquierda había quienes chasqueaban la lengua para acallarlos; algún idiota gritó «A ver el pájaro». El
jazz
siguió sonando. Todo era gratamente absurdo. El viejo sonreiría en su caja, supuso Marty.

Carys y Mamoulian salieron al fin de la sombra del porche al brillo de la tarde, y Marty estuvo seguro de ver a la muchacha recorriendo la multitud con la mirada, con precaución, por miedo a que su compañero lo advirtiese. Le estaba buscando a él; estaba seguro de ello. Sabía que estaría allí, en alguna parte, y lo estaba buscando. La mente de Marty se aceleró, tropezando en su confusión. Si le hacía una señal, por muy sutil que fuese, era muy posible que Mamoulian la viese, y eso sería sin duda peligroso para ambos. Mejor entonces que agachase la cabeza, por doloroso que fuera no encontrar su mirada.

Cuando la sucesión de plañideros lo adelantó, se bajó de la tumba de mala gana y espió cuanto pudo al amparo de la multitud. El Europeo mantenía la cabeza inclinada, y por lo que Marty alcanzaba a ver entre el balanceo las de cabezas, Carys había cejado en su búsqueda, quizá desesperanzada de encontrarlo allí. Cuando el ataúd y su negra cola abandonaron el cementerio, Marty se alejó discretamente y saltó el muro para observar los acontecimientos que sucedieron desde un punto estratégico.

Mamoulian hablaba con un par de plañideros en la carretera. Se estrecharon la mano y le ofrecieron su pésame a Carys. Marty observaba con impaciencia. Si el Europeo y ella se separaban en el gentío, tendría una oportunidad de mostrarse, aunque solo fuera por un momento, y asegurarle a ella su presencia. Pero no se presentó semejante oportunidad. Mamoulian era el guardián perfecto, no se apartaba nunca de Carys. Después de intercambiar gentilezas y despedidas, volvieron al asiento trasero de un Rover verde oscuro y se alejaron. Marty corrió al Citroën. No debía perderla de vista, pasara lo que pasara: podía ser su última ocasión de encontrarla. La persecución fue difícil. Cuando dejaron las pequeñas carreteras comarcales y salieron a la autopista, el Rover aceleró con insolente facilidad. Marty le dio caza con tanta discreción como le permitían los imperativos encontrados de la estrategia y la agitación.

En el asiento trasero del coche, Carys tuvo una idea extraña y entrecortada. Cuando cerraba los ojos para pestañear, o para evitar el fulgor del día, aparecía una figura: un corredor. Lo reconoció en cuestión de segundos: el chándal gris y la nube de vapor que emergía de la capucha le pusieron nombre antes de que alcanzase a vislumbrar su rostro. Quiso mirar por encima del hombro, para ver si estaba tras ellos, en alguna parte, como suponía. Pero se lo pensó mejor. Mamoulian descubriría que algo pasaba, si no lo había hecho ya.

El Europeo la miró. Era un misterio, pensó. Nunca sabía con certeza en qué pensaba. En ese aspecto era igual que su madre. Así como había aprendido a leer el rostro de Joseph con el tiempo, Evangeline rara vez había mostrado siquiera un indicio de sus verdaderos sentimientos. Durante varios meses había supuesto que era indiferente a su presencia en la casa; solo el tiempo había revelado la verdadera historia de sus maquinaciones contra él. A veces sospechaba que Carys tenía pretensiones similares. ¿No era demasiado obediente? En ese preciso momento lucía el imperceptible asomo de una sonrisa.

—¿Te ha parecido divertido? —le preguntó.

—¿El qué?

—El funeral.

—No —dijo ella con ligereza—. No, claro que no.

—Estabas sonriendo.

El asomo se evaporó; el rostro de Carys se distendió.

—Supongo que tenía un valor grotesco —dijo sin emoción— ver cómo todos actuaban para las cámaras.

—¿No confías en su pena?

—Ellos nunca lo amaron.

—¿Y tú sí?

Ella pareció sopesar la pregunta.

—Amor… —dijo dejando que la palabra flotase en al aire cálido para ver, al parecer, en qué se convertía—. Sí. Supongo que sí.

Mamoulian estaba inquieto. Deseaba aumentar su poder sobre la mente de la muchacha, pero todos sus esfuerzos eran vanos. El miedo a las ilusiones que podía conjurar sin duda le había dado un barniz de obsequiosidad, pero no creía que la hubiera convertido en una esclava. El terror era un estímulo útil, pero la ley del rendimiento decreciente se aplicaba; cada vez que luchaba contra él se veía obligado a encontrar algún miedo nuevo y más terrible, y eso le agotaba.

Y por si fuera poco, Joseph había muerto. Había fallecido, según había oído en el funeral, «tranquilamente mientras dormía». Ni siquiera había muerto; los afectados habían expurgado aquella vulgaridad de su vocabulario. Había pasado a mejor vida; se había quedado dormido. Pero no había muerto. Los tópicos y el sentimentalismo que habían seguido al ladrón a la tumba asqueaban al Europeo. Pero él se asqueaba más. Había dejado escapar a Whitehead. No una vez, sino dos, llevado por su deseo de que el juego concluyese con la atención debida a los detalles, así como por su afán por persuadir al ladrón de que se adentrase de buena gana en el vacío. El engaño había sido su perdición. Mientras él lo amenazaba y conjuraba visiones, el viejo chivo había huido.

Pero la historia no tenía por qué acabar así. Después de todo, poseía la habilidad de seguir a Whitehead a la muerte, y rescatarlo de ella, si conseguía acercarse al cadáver. Pero el viejo había previsto esa eventualidad. Habían protegido el cuerpo de las miradas, incluso de las de sus compañeros más cercanos. Lo habían guardado en una caja fuerte (¡qué apropiado!) y velado día y noche, haciendo las delicias de la prensa amarilla, que se regodeaba en semejantes extravagancias. Por la tarde sería ceniza; y la última oportunidad de Mamoulian para una reunión permanente se habría perdido.

Y sin embargo…

¿Por qué tenía la sensación de que los juegos que habían jugado todos aquellos años (los juegos de tentación, los juegos de revelación, los juegos de negación, difamación y maldición) no se habían acabado aún? La intuición de Mamoulian estaba menguando, como su fuerza, pero estaba seguro de que algo no encajaba. Pensó en el modo en que sonreía la mujer que estaba a su lado; el secreto de su rostro.

—¿Está muerto? —le preguntó de repente.

Al parecer, la pregunta la dejó atónita.

—Claro que está muerto —respondió.

—¿Seguro, Carys?

—Acabamos de asistir a su funeral, por amor de Dios.

Sintió la mente de Mamoulian en la nuca como una presencia sólida. Habían representado aquella escena muchas veces en las semanas precedentes, la prueba de fuerza entre voluntades, y sabía que él estaba más débil cada día que pasaba. Pero no tanto como para ser insignificante: todavía podía aterrorizarla, si le convenía.

—Dime en qué piensas… —dijo— para que no tenga que arrancártelo.

Si se negaba a responder a sus preguntas, y entraba en ella por la fuerza, seguro que vería al corredor.

—Por favor —dijo fingiendo cobardía—, no me hagas daño.

La mente de Mamoulian se retiró un poco.

—¿Está muerto? —volvió a preguntarle.

—La noche en que murió… —empezó ella. ¿Qué podía decir, sino la verdad? Las mentiras no serían suficientes: él lo sabría—. La noche en que dijeron que murió no sentí nada. No cambió nada. No fue así cuando murió mamá.

Le dedicó una mirada temerosa a Mamoulian, para reforzar la ilusión de obediencia.

—¿Qué deduces de ello? —preguntó.

—No lo sé —respondió ella, con honestidad.

—¿Qué te hace suponer?

De nuevo, con honestidad:

—Que no está muerto.

Apareció la primera sonrisa que Carys hubiera visto en el rostro del Europeo. Era muy leve, pero allí estaba. Sintió que apartaba los cuernos de su mente y se contentaba con meditar. No insistiría más. Tenía que hacer demasiados planes.

—Oh, Peregrino —dijo en voz baja, reprendiendo a su enemigo invisible como a un niño travieso, pero muy querido—, casi me engañas.

Marty siguió al coche cuando este abandonó la autopista y atravesó la ciudad hasta la casa de Caliban Street. La persecución terminó a media tarde. Marty aparcó a una distancia prudente y los observó mientras salían del coche. El Europeo pagó al conductor y a continuación, luego de retrasarse al abrir la puerta principal, Carys y él entraron en la casa. Las sucias cortinas de encaje y la pintura pelada no sugerían nada anormal; todas las casas de la calle necesitaban una reforma. Se encendió una luz en la entreplanta: bajaron la persiana.

Marty se quedó en el coche una hora, vigilando la casa, pero no ocurrió nada. Carys no apareció en la ventana, ni arrojó cartas, envueltas con piedras y besos, al héroe que la esperaba. Pero lo cierto es que no había esperado tales señales; eran mecanismos de ficción, y esto era real. La piedra sucia, las ventanas sucias, el terror sucio que acechaba en su ingle.

No había comido bien desde que se anunciara la muerte de Whitehead; y por primera vez desde aquella mañana, tenía un apetito saludable. Dejó la casa a merced del sigiloso atardecer, y fue en busca de sustento.

53

Luther estaba haciendo las maletas. Los días desde la muerte de Whitehead habían sido un torbellino, y estaba mareado. Con tanto dinero en el bolsillo, cada minuto se le ocurría una nueva opción, una fantasía que ya podía realizar. A corto plazo al menos, decidió volver a su hogar de Jamaica para tomarse unas largas vacaciones. Se había marchado a los ocho años, hacía diecinueve, y guardaba recuerdos preciosos de la isla. Estaba preparado para el desengaño, pero si no le gustaba, no importaba. Un hombre con su reciente fortuna no tenía que hacer planes concretos: podía dirigirse a otra isla; a otro continente.

Casi había terminado los preparativos de la partida cuando una voz lo llamó desde la planta baja. No era una voz conocida.

—¿Luther? ¿Estás ahí?

Fue al borde de las escaleras. La mujer con quien antaño compartiese aquella casita se había marchado, lo había abandonado hacía seis meses, y se había llevado a los hijos de ambos. La casa debería estar vacía. Pero había alguien en el pasillo; no una, sino dos personas. Su interlocutor era un hombre alto, casi majestuoso, que lo miraba mientras la luz del rellano resplandecía en su frente ancha y despejada. Luther reconoció el rostro; ¿del funeral, quizá? Detrás, en la sombra, había una figura más gruesa.

—Me gustaría tener unas palabras contigo —dijo el primero.

—¿Cómo has entrado aquí? ¿Quién demonios eres?

—Solo una palabra. Acerca de tu jefe.

—Eres de la prensa, ¿no? Mira, ya os he dicho todo lo que sé. Ahora vete de una puñetera vez antes de que llame a la Policía. No tienes derecho a entrar aquí.

El segundo hombre salió de las sombras y miró hacia lo alto de las escaleras. Iba maquillado, aquello era evidente a pesar de la distancia. Parecía una damisela de pantomima, con la carne empolvada y colorete en las mejillas. Luther se apartó del borde de las escaleras, pensando a toda prisa.

—No tengas miedo —dijo el primero, y el modo en que lo dijo asustó a Luther más que nunca; ¿qué facultades albergaría tanta cortesía?

—Si no os vais en diez segundos… —advirtió.

—¿Dónde está Joseph? —preguntó el hombre amable.

—Está muerto.

—¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro. Te vi en el funeral, ¿verdad? No sé quién eres…

—Me llamo Mamoulian.

—Bueno, estuviste allí, ¿verdad? Lo viste con tus propios ojos. Está muerto.

—Yo solo vi una caja.

—Está muerto, tío —insistió Luther.

—Tengo entendido que fuiste tú quien lo encontró —dijo el Europeo, y avanzó unos pasos sigilosos hasta el pie de las escaleras.

—Así es. En la cama —respondió Luther; tal vez fueran de la prensa, después de todo—. Lo encontré en la cama. Murió mientras dormía.

—Baja. Dame más detalles, por favor.

—Estoy bien aquí.

El Europeo miró el rostro fruncido del chófer; y le acarició la nuca de modo tentativo. Pero el interior era demasiado cálido y sucio, y no era lo bastante fuerte como para llevar a cabo una investigación. Pero había otros métodos más crudos. Le hizo una indicación al Tragasables, cuya presencia de sándalo olía en la cercanía.

—Este es Anthony Breer —dijo—. En el pasado ha despachado a perros y a niños con un esmero admirable. ¿Te acuerdas de los perros, Luther? No le da miedo la muerte. De hecho, disfruta de una extraordinaria empatía con ella.

El rostro de pantomima refulgió en las escaleras, con deseo en los ojos.

—Ahora, por favor —dijo Mamoulian—, por el bien de los dos: la verdad.

Luther tenía la garganta tan seca que apenas le salían las palabras.

—El viejo está muerto —dijo—. Eso es todo lo que sé. Si supiera más te lo diría.

Mamoulian asintió; la expresión de su rostro al hablar fue compasiva, como si en verdad temiese lo que habría de ocurrir a continuación.

—Quiero creerte, y hablas con tanta convicción que casi te creo. En principio puedo irme satisfecho, y tú puedes seguir con tus asuntos. Pero… —exhaló un pesado suspiro—, pero no te creo lo suficiente.

—¡Mira, esta es mi puta casa! —vociferó Luther, sintiendo que hacía falta tomar medidas extremas.

El hombre llamado Breer se había desabrochado la chaqueta. No llevaba camisa debajo. Llevaba punzones que le atravesaban la grasa del pecho y le perforaban los pezones de un lado a otro. Alargó la mano y extrajo dos de ellos, pero no brotó sangre. Armado con aquellas agujas de acero, arrastró los pies hasta el pie de las escaleras.

—No he hecho nada —imploró Luther.

—Eso es lo que tú dices.

El Tragasables empezó a subir las escaleras. El pecho sin maquillar era lampiño y amarillento.

—¡Espera!

El grito de Luther detuvo a Breer.

—¿Sí? —dijo Mamoulian.

—¡Aléjalo de mí!

—Si tienes algo que decirme, escúpelo. Estoy más que ansioso por escucharte.

Luther asintió. El rostro de Breer reflejó decepción. Luther tragó saliva con dificultad antes de hablar. Le habían pagado lo que consideraba una pequeña fortuna para que no dijera lo que estaba a punto de decir, pero Whitehead no le había advertido que sería así. Había esperado una pandilla de reporteros inquisitivos, tal vez incluso una lucrativa oferta para que su historia saliera en los periódicos del domingo, pero no esto: no ese monstruo de rostro de muñeca y heridas que no sangraban. El silencio que el dinero podía comprar tenía un límite, por amor de Dios.

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