—Me voy —dijo Marty—. Los dos.
—¿Los dos?
—Carys y yo. Nos iremos lejos de usted, y de él.
—Pobre Marty. Eres más estúpido de lo que pensaba. No volverás a verla.
—¿Por qué no?
—¡Está con él, maldito seas! ¿No se te había ocurrido? ¡Se ha ido con él! —Así que esa era la impensable explicación de su abrupta desaparición—. De buena gana, por supuesto.
—No.
—Oh, sí, Marty. Ha tenido poder sobre ella desde el principio. La acunó en sus brazos cuando acababa de nacer. Quién sabe qué clase de influencia tiene sobre ella. La recuperé, claro, por un tiempo —suspiró—. La hice amarme.
—Ella quería alejarse de usted.
—Nunca. Es mi hija, Strauss. Es tan manipuladora como yo. Lo que pasara entre vosotros solo era porque a ella le convenía.
—Es usted un puto cabrón.
—Por descontado, Marty. Soy un monstruo, lo reconozco. —Levantó las manos con las palmas hacia fuera, inocente de todo excepto, de la culpa.
—Creí que había dicho que ella lo amaba. Pues se fue de todas formas.
—Ya te lo he dicho: es mi hija. Piensa igual que yo. Se fue con él para aprender a usar sus poderes. Yo hice lo mismo, ¿recuerdas?
Ese argumento tenía algún sentido, aunque viniese de una alimaña como Whitehead. ¿Acaso Carys no había ocultado siempre, bajo su extraña forma de hablar, el desprecio que sentía tanto por Marty como por el viejo, el desprecio que ambos se habían ganado por ser incapaces de comprenderla? ¿No se iría a bailar con el diablo, si le daban ocasión, si pensase que al hacerlo se entendería mejor a sí misma?
—No te preocupes por ella —dijo Whitehead—. Olvídala; se ha ido.
Marty intentó aferrarse a la imagen del rostro de Carys, pero esta se estaba deteriorando. De pronto estaba muy cansado, estaba completamente exhausto.
—Descansa un poco, Marty. Mañana podemos enterrar juntos a la puta.
—No me voy a involucrar en esto.
—Te dije que si te quedabas conmigo, no habría ningún sitio adónde no pudiera llevarte. Ahora es más cierto que nunca. Ya sabes que Toy está muerto.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—No pregunté los detalles. El caso es que se ha ido. Ahora solo estamos tú y yo.
—Me ha dejado en ridículo.
El rostro de Whitehead era la imagen de la persuasión.
—Fue de mal gusto —dijo—. Perdóname.
—Demasiado tarde.
—No quiero que me abandones, Marty. ¡No permitiré que me abandones! ¿Me oyes? —Apuntó con el dedo en el aire—. ¡Viniste para ayudarme! Y ¿qué has hecho? ¡Nada! ¡Nada!
La suavidad había dado paso a las acusaciones de traición en cuestión de segundos. Un momento lágrimas, al siguiente maldiciones, y detrás de todo, el mismo terror a quedarse solo. Marty observó al viejo abrir y cerrar las manos temblorosas.
—Por favor… —suplicó—. No me abandones.
—Quiero que termine la historia.
—Buen chico.
—Toda, ¿me entiende? Toda.
—¿Qué hay que decir? —dijo Whitehead—. Me hice rico. Había entrado en uno de los mercados de mayor crecimiento después de la guerra: la industria farmacéutica. En cinco años me codeaba con los líderes mundiales. —Sonrió para sus adentros—. Lo que es más, había muy poca ilegalidad en el modo en que hice mi fortuna. Al contrario que muchos, jugué según las reglas.
—¿Y Mamoulian? ¿Lo ayudó él?
—Me enseñó a no angustiarme por las cuestiones morales.
—¿Y qué quería a cambio?
Whitehead entornó los ojos.
—No eres tan estúpido, ¿verdad? —Reconoció—. Sabes poner el dedo en la llaga cuando te conviene.
—Es una pregunta obvia. Había hecho un trato con él.
—¡No! —interrumpió Whitehead con una expresión decidida en el rostro—. No hice ningún trato, por lo menos no del modo en que tú dices. Puede que hubiese un acuerdo entre caballeros, pero eso se acabó hace mucho. No va a obtener nada más de mí.
—¿A qué se refiere?
—Ha vivido a través de mí —respondió Whitehead.
—Explíquese —dijo Marty—, no lo entiendo.
—Él quería vivir, como cualquiera. Tenía apetitos. Y los satisfizo a través de mí. No me preguntes cómo. Yo tampoco lo entiendo. Pero a veces podía sentirlo detrás de mis ojos…
—¿Y usted lo dejó?
—Al principio ni siquiera sabía lo que estaba haciendo: había otras cosas que requerían mi atención. Parecía que cada hora me hacía más rico. Tenía casas, tierras, obras de arte, mujeres. Era fácil olvidar que él siempre estaba allí, observando; viviendo por delegación.
»Entonces, en 1959, me casé con Evangeline. Tuvimos una boda que habría avergonzado a la realeza: salió en los periódicos de aquí a Hong Kong. El matrimonio de la riqueza y la influencia con la inteligencia y la belleza: éramos la pareja ideal. Me colmó de felicidad, de verdad que sí.
—La amaba.
—Era imposible no amar a Evangeline. Creo… —pareció sorprenderse mientras hablaba—, creo que ella también me amaba.
—¿Qué pensaba ella de Mamoulian?
—Ah, ahí está el problema —dijo—. Lo odió desde el principio. Decía que era demasiado puritano, que su presencia le hacía sentirse culpable todo el tiempo. Y tenía razón. Él odiaba el cuerpo, le asqueaban sus funciones. Pero no podía librarse de él, ni de sus apetitos. Eso era un tormento para él. Y con el paso del tiempo esa vena de odio por sí mismo empeoró.
—¿Por ella?
—No lo sé. Quizás. Ahora que lo pienso, probablemente la deseaba, así como había deseado a otras bellezas en el pasado. Y ella lo despreciaba, por supuesto, desde el comienzo. Cuando se convirtió en la señora de la casa esta guerra de nervios se recrudeció. Al fin me dijo que me librase de él. Eso fue justo después de que naciera Carys. Dijo que no le gustaba que cogiese al bebé, lo cual a él parecía gustarle. No lo quería en la casa. Para entonces yo ya lo conocía desde hacía veinte años, había vivido en mi casa, había compartido mi vida, y me di cuenta de que no sabía nada de él. Seguía siendo el mítico jugador que había conocido en Varsovia.
—¿Se lo preguntó alguna vez?
—¿Preguntarle qué?
—¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo adquirió sus habilidades?
—Oh, sí, se lo pregunté. Cada vez la respuesta era un poco distinta que la anterior.
—¿Así que le mentía?
—Descaradamente. Creo que era una especie de broma; su idea de un numerito, no ser nunca la misma persona dos veces. Como si no existiera. Como si el hombre llamado Mamoulian fuese una invención que ocultara otra cosa completamente distinta.
—¿El qué?
Whitehead se encogió de hombros.
—No lo sé. Evangeline solía decir que estaba vacío. Eso era lo que encontraba despreciable en él. No era su presencia en la casa lo que la angustiaba, era su ausencia, su nulidad. Y empecé a pensar que quizás haría mejor en deshacerme de él, por el bien de Evangeline. Ya había aprendido todo lo que tenía que enseñarme. Ya no lo necesitaba.
»Además, se había convertido en una vergüenza social. Dios, cuando pienso en ello me pregunto, de veras me pregunto, cómo le dejamos controlarnos tanto tiempo. Se sentaba a la mesa y sentías el hechizo de depresión que echaba a los invitados. Y cuanto más viejo se hacía, más frívola era su conversación.
»No es que envejeciera visiblemente; no lo hacía. No aparenta un año más ahora que cuando lo conocí.
—¿Ningún cambio en absoluto?
—Físicamente no. Quizás haya cambiado en algo. Ahora tiene un aire de derrota.
—A mí no me pareció derrotado.
—Tendrías que haberlo visto en la flor de la vida. Entonces era terrorífico, créeme. La gente se callaba cuando él entraba en una habitación: parecía absorber la alegría de cualquiera, acabar con ella en el acto. Llegó a tal extremo que Evangeline no soportaba estar en la misma habitación que él. Se puso paranoica, pensaba que tramaba matarlas a ella y a la niña. Hacía que alguien vigilase a Carys todas las noches, para asegurarse de que no la tocaba. Pensándolo bien, fue Evangeline la que me convenció de que comprase los perros. Sabía que él los aborrecía.
—¿Pero usted no hizo lo que le pidió? Es decir, no lo echó.
—Oh, sabía que tendría que actuar antes o después; es que no tenía huevos para hacerlo. Luego empezó sus jueguecitos de poder, solo para demostrar que aún lo necesitaba. Fue un error táctico. La novedad de tener a un puritano viviendo en casa se había agotado. Se lo dije. Le dije que tendría que cambiar de actitud o marcharse. Se negó, por supuesto. Yo sabía que lo haría. Solo quería una excusa para terminar nuestra asociación, y me la sirvió en bandeja. Ahora que lo pienso, él sabía de sobra lo que yo estaba haciendo, evidentemente. Sea como fuere, el resultado fue que lo eché. Bueno, no personalmente. Lo hizo Toy.
—¿Toy trabajaba personalmente para usted?
—Oh, sí. También fue idea de Evangeline: siempre fue muy protectora conmigo. Sugirió que contratase a un guardaespaldas. Elegí a Toy. Había sido boxeador, y era honesto como él solo. Nunca le impresionó Mamoulian. Nunca tuvo reparos en decir lo que pensaba. Así que cuando le dije que se deshiciera de él, lo hizo sin más. Un día llegué a casa y el jugador había desaparecido.
»Ese día respiré tranquilo. Era como si hubiera tenido una piedra colgada del cuello sin saberlo. De repente había desaparecido: estaba exultante.
»Los miedos que había tenido a las consecuencias resultaron ser del todo infundados. Mi fortuna no se evaporó. Tenía tanto éxito como siempre sin él. Puede que más. Descubrí una confianza nueva.
—¿Y no volvió a verlo?
—Oh, no, lo vi. Volvió a casa dos veces, ambas sin anunciarse. Al parecer, las cosas no le habían ido bien. No sé lo que era, pero había perdido su toque mágico de algún modo. La primera vez que volvió estaba tan decrépito que apenas lo reconocí. Parecía enfermo, olía mal. Si lo hubieras visto en la calle te habrías cambiado de acera para evitarlo. Apenas podía creer la transformación. Ni siquiera quería entrar en casa, aunque tampoco le habría dejado; solo quería dinero: se lo di, y se fue.
—¿Y era verdad?
—¿Cómo que si era verdad?
—Lo del mendigo: era real, ¿verdad? Es decir, no era otra historia…
Whitehead enarcó las cejas.
—En todos estos años… nunca se me había ocurrido. Siempre había supuesto que… —Se interrumpió, y volvió a empezar en una nueva dirección—. ¿Sabes?, no soy un hombre sofisticado, a pesar de las apariencias. Soy un ladrón. Mi padre era un ladrón, y probablemente el suyo también lo fuera. Toda esta cultura de la que me rodeo es una fachada. Cosas que he cogido de otras personas. Buen gusto adquirido, por así decir.
»Pero al cabo de algunos años empiezas a creerte tu propia publicidad; empiezas a pensar que de verdad eres un hombre de mundo, sofisticado. Empiezas a avergonzarte de los instintos que te llevaron hasta donde estás, porque son parte de una historia embarazosa. Eso es lo que me ocurrió. Perdí la noción de lo que era.
»Bueno, creo que ya es hora de que hable el ladrón: es hora de que empiece a usar sus ojos, su instinto. Me lo has enseñado tú, aunque Dios sabe que no te has dado cuenta.
—¿Yo?
—Somos iguales. ¿Es que no lo ves? Los dos ladrones. Los dos víctimas.
La autocompasión que había en esa observación era más de lo que Marty podía soportar.
—No tiene derecho a decir que es una víctima —dijo— por el modo en que ha vivido.
—¿Qué sabes tú de mis sentimientos? —espetó Whitehead en respuesta—. No supongas, ¿me oyes? ¡No pienses que lo entiendes porque no es así! Me lo ha quitado todo; ¡todo! Primero a Evangeline, luego a Toy, ahora a Carys. ¡No me digas si he sufrido o no!
—¿Cómo que le quitó a Evangeline? Pensé que había muerto en un accidente.
Whitehead meneó la cabeza.
—Hay cosas que no puedo contarte —dijo—. Cosas que no puedo expresar. Nunca lo haré. —La voz de Whitehead era cenicienta. Marty dejó el tema, y continuó.
—Dijo que volvió dos veces.
—Así es. Volvió un año o dos después de su primera visita. Evangeline no estaba en casa aquella noche. Era noviembre. Recuerdo que Toy abrió la puerta, y aunque yo no había oído la voz de Mamoulian supe que era él. Fui al vestíbulo. Estaba en el escalón, a la luz del porche. Estaba lloviznando. Lo veo ahora, veo el modo en que me encontró con la mirada. «¿Soy bienvenido?», dijo. Se quedó allí y dijo, «¿Soy bienvenido?».
»No sé por qué, pero lo dejé entrar. No parecía en mala forma. A lo mejor pensé que había venido a disculparse, no lo recuerdo. Incluso entonces habría sido amigo suyo, si me lo hubiese ofrecido. No como antes. Como socios en los negocios, quizá. Bajé la guardia. Empezamos a hablar de nuestro pasado juntos… —Whitehead rumió el recuerdo, intentando saborearlo mejor— y entonces empezó a decirme lo solo que estaba, lo mucho que necesitaba mi compañía. Le dije que había pasado mucho tiempo desde lo de Varsovia. Yo era un hombre casado, un pilar de la comunidad, y no tenía intención de cambiar. Empezó a insultarme: me acusó de ser un ingrato. Dijo que lo había engañado. Que había roto el pacto entre nosotros. Le dije que nunca había habido ningún pacto, que yo solo había ganado una partida de cartas, una vez, en una ciudad lejana, y que como resultado él había decidido ayudarme, por sus propias razones. Le dije que pensaba que había accedido a sus demandas lo bastante como para sentir que había saldado mi deuda con él. Había compartido mi casa, a mis amigos, mi vida durante una década: había compartido todo lo que yo tenía. «No es bastante», dijo, y volvió a empezar: las mismas súplicas que antes, las mismas exigencias de que abandonase esta pretensión de respetabilidad y me fuese con él, que fuera un vagabundo, que fuera su alumno, y aprendiera lecciones nuevas y terribles acerca del mundo. Y admito que me tentó. A veces me cansaba de la mascarada; olía a guerra, polvo; veía las nubes sobre Varsovia, y extrañaba al ladrón que solía ser. Pero no iba a renunciar a todo por la nostalgia. Se lo dije. Creo que comprendió que yo era inflexible, porque se desesperó. Empezó a divagar, empezó a decirme que tenía miedo sin mí, miedo a estar solo. Me había dado años de su vida y sus energías, y ¿cómo podía ser yo tan insensible y tan cruel? Me puso las manos encima, lloró, intentó manosearme la cara. Me horrorizaba todo aquello. Me daba asco su melodrama; no quería tomar parte en ello, ni en él. Pero no estaba dispuesto a marcharse. Las exigencias se convirtieron en amenazas, y supongo que perdí los nervios. No lo supongo. Nunca he estado tan enfadado. Quería acabar con él y con todo lo que representaba: mi sórdido pasado. Lo golpeé. Al principio no lo hice con fuerza, pero como no dejaba de mirarme fijamente perdí el control. Él no intentó defenderse, y su pasividad me encendió aún más. Lo golpeé una y otra vez, y él se limitó a encajar. Siguió ofreciéndome la cara para que la golpease… —inhaló temblorosamente—. Dios sabe que he hecho cosas peores. Pero nada de lo que me avergüence tanto. No paré hasta que me sangraron los nudillos. Entonces se lo di a Toy, que le dio una buena paliza. Y él no dijo ni pío en todo ese tiempo. Me dan escalofríos al pensar en ello. Todavía lo veo contra la pared, con Bill sujetándolo por la garganta, y sin mirar de dónde vendría el siguiente golpe sino a mí. Solo a mí.