»Recuerdo que dijo: «¿Sabes lo que has hecho?». Así. En voz muy baja. Le salía sangre con las palabras.
»Luego pasó algo. El aire se espesó. La sangre que tenía en la cara empezó a flotar a su alrededor como si estuviera viva. Toy lo soltó. Se deslizó por la pared, dejando un rastro a su paso. Pensé que lo habíamos matado. Fue el peor momento de mi vida, allí de pie con Toy, los dos contemplando el saco de huesos que habíamos machacado. Fue un error por nuestra parte, por supuesto. No tendríamos que habernos echado atrás. Tendríamos que haber terminado todo en aquel momento y lugar, y haberlo matado.
—Dios.
—¡Sí! Fue una estupidez no acabar con él. Bill era leal: no me habría desobedecido. Pero nos faltó valor. A mí me faltó valor. Me limité a decirle a Toy que limpiase a Mamoulian, lo llevase al centro de la ciudad y lo tirase allí.
—No lo habría matado —dijo Marty.
—Todavía insistes en leerme el pensamiento —respondió Whitehead, cansado—. ¿Es que no ves que eso era lo que quería? ¿Que para eso había venido? Me habría dejado ser su ejecutor entonces, si yo hubiera tenido el coraje de hacerlo. Estaba harto de la vida. Podría haberle sacado de su miseria, y eso habría sido el final.
—¿Cree que es mortal?
—Todo tiene su ciclo. El suyo ha terminado. Él lo sabe.
—Así que solo tiene que esperar, ¿no? Morirá con el tiempo. —De pronto Marty estaba harto de la historia, de los ladrones, del azar. Todo el lamentable relato, fuese verdadero o no, le repugnaba—. Ya no me necesita —dijo. Se levantó y se dirigió a la puerta. El sonido de sus pies sobre los cristales era ensordecedor en la pequeña habitación.
—¿Adónde vas? —Quiso saber el viejo.
—Lejos. Lo más lejos que pueda.
—Prometiste quedarte.
—Prometí escucharlo. Ya lo he escuchado. Y me quiero ir de este puñetero lugar.
Marty empezó a abrir la puerta. Whitehead se dirigió a su espalda.
—¿Crees que el Europeo te dejará en paz? Lo has visto en carne y hueso, has visto lo que puede hacer. Tendrá que silenciarte antes o después. ¿Lo has pensado?
—Me arriesgaré.
—Aquí estás a salvo.
—¿A salvo? —repitió Marty con incredulidad—. No puede hablar en serio. ¿A salvo? Es usted realmente patético, ¿sabe?
—Si te vas… —advirtió Whitehead.
—¿Qué? —Marty se volvió hacia él, escupiendo desprecio—. ¿Qué va a hacer, viejo?
—Te los echaré encima en dos minutos; estás violando la condicional.
—Y si me encuentran, se lo contaré todo. Lo de la heroína, lo del pasillo de ahí fuera. Les contaré todos los trapos sucios que encuentre. Me importan una mierda sus putas amenazas, ¿me oye?
Whitehead asintió.
—En fin. Tablas.
—Eso parece —respondió Marty, y salió al pasillo sin mirar atrás.
Le esperaba una morbosa sorpresa: los cachorros habían encontrado a
Bella.
Mamoulian también los había resucitado a ellos, aunque en la práctica no podrían haberle servido de nada. Eran demasiado pequeños, demasiado ciegos. Estaban tumbados a la sombra del vientre vacío de
Bella,
y buscaban con la boca unas tetas que habían desaparecido hacía mucho. Advirtió que faltaba uno de ellos. ¿Habría sido el sexto retoño al que había visto moverse en la tumba? ¿Lo habría enterrado a tal profundidad que no había podido seguir a los demás? ¿O sería que estaba demasiado corrompido para ello?
Bella
alzó el cuello cuando pasó furtivamente a su lado. Lo que le quedaba de cabeza se movió en su dirección. Marty apartó la mirada, asqueado; pero un ruido sordo y rítmico le hizo volver la vista atrás.
Al parecer le había perdonado su violencia anterior. Satisfecha con su carnada en su regazo, adorándola, lo miraba fijamente, sin ojos, mientras golpeaba con suavidad la alfombra con el maltrecho rabo.
En la habitación donde Marty lo había dejado, Whitehead se sentó, vencido por el agotamiento.
Al principio le había costado contar la historia, pero al contarla le había resultado más fácil, y se alegraba de haberse quitado el peso de encima. Había querido contársela a Evangeline muchas veces. Pero ella le había indicado, de un modo elegante y sutil, que si en verdad le ocultaba secretos, no deseaba conocerlos. En todos aquellos años, viviendo con Mamoulian en la casa, nunca le había preguntado directamente a Whitehead «por qué», como si hubiera sabido que la respuesta no sería una respuesta en absoluto, sino tan solo otra pregunta.
Al pensar en ella se le hizo un nudo en la garganta; rebosaba tristeza. El Europeo la había matado, no le cabía duda. Él, o alguno de sus agentes, había estado en la carretera con ella; su muerte no se había debido al azar. Si hubiera sido el azar él lo habría sabido. Su instinto infalible habría percibido su rectitud, por muy terrible que fuese la pena. Pero no había tenido esa sensación, tan solo había reconocido su propia complicidad indirecta en su muerte. La habían matado para vengarse de él. Uno de muchos actos parecidos, pero sin duda el peor.
¿Y se la habría llevado el Europeo, después de la muerte? ¿Se habría deslizado en el mausoleo para devolverle la vida al tocarla, como había hecho con los perros? La idea era repugnante, pero Whitehead la tuvo en cuenta de todas formas, decidido a pensar lo peor, por miedo a que si no lo hacía Mamoulian aún pudiera encontrar terrores con los que hacerle temblar.
—No lo harás —dijo en voz alta a la habitación de cristal. No me asustarás, no me intimidarás, no me destruirás. Había modos y medios. Todavía podía escapar, y esconderse en los confines de la tierra. Encontrar un lugar donde olvidar la historia de su vida.
Había algo que no le había contado a Strauss; un fragmento del relato, en modo alguno fundamental, pero de interés más que pasajero, que le había ocultado como le habría ocultado a cualquier otro interrogador. Quizá fuese imposible decirlo. O quizá tocaba de un modo tan central y tan profundo las ambigüedades que le habían perseguido por los eriales de su vida que decirlo era como revelar el color de su alma.
Reflexionó sobre este último secreto, y de un modo extraño le reconfortó:
Terminada la partida, aquella primera y única partida con el Europeo, se había arrastrado a través de la puerta parcialmente bloqueada para salir a la plaza Muranowski. No había estrellas; la única luz era la de la hoguera que ardía a sus espaldas.
Cuando intentaba orientarse en la penumbra, y el frío se filtraba por las suelas de sus botas, la mujer sin labios apareció frente a él y lo llamó. Asumió que se proponía guiarlo por donde había venido, y la siguió. Pero ella tenía otras intenciones. Lo condujo lejos de la plaza hacia una casa con las ventanas tapadas con tablas, y él, que siempre había sido curioso, la siguió hasta el interior, seguro de que esa noche, de todas las noches, no podía pasarle nada malo.
En las entrañas de la casa había una diminuta habitación cuyas paredes estaban cubiertas de retales de tela robada; algunos no eran más que trapos, y otros, polvorientos cortes de terciopelo que antaño cubrieran ventanas majestuosas. En ese tocador improvisado solo había un mueble: una cama, en la cual el fallecido teniente Vasiliev, a quien había visto hacía tan poco en la sala de juegos de Mamoulian, estaba haciendo el amor. Y cuando el ladrón cruzó la puerta y la mujer sin labios se hizo a un lado, Konstantin levantó la vista de su faena, aunque siguió estrujando a la mujer que yacía bajo él, en un colchón sobre el cual habían esparcido las banderas rusa, alemana y polaca.
El ladrón se detuvo, incrédulo, y quiso decirle a Vasiliev que no estaba realizando el acto correctamente, que había confundido un agujero con otro, y que lo que usaba con tanta brutalidad no era un orificio natural, sino una herida.
El teniente no lo habría escuchado, por supuesto. Sonreía mientras se esforzaba, metiendo y sacando el miembro ensangrentado. El cadáver que así complacía se mecía bajo él, sin dejarse impresionar por las atenciones de su amante.
¿Cuánto tiempo había observado el ladrón? El acto no daba muestras de terminar. Por fin la mujer sin labios le susurró al oído: «¿Tienes bastante?», y le puso la mano en los pantalones. Se volvió hacia ella. No parecía sorprendida en absoluto de que estuviera excitado, aunque en todos los años que habían pasado desde entonces nunca había entendido cómo era posible tal cosa. Había aceptado hacía mucho que los muertos podían despertar. Pero haberse excitado en su presencia era un crimen muy distinto, y para él, más terrible que el primero.
El Infierno no existe;
pensó el viejo, olvidando el tocador y al Casanova carbonizado.
Y si existe, es una habitación, una cama y un apetito eterno; ya he estado allí, he visto su éxtasis, y en el peor de los casos, podré soportarlo.
El Diluvio
«De una nave incendiada, que solo
El agua podía rescatar de las llamas,
Se arrojaron algunos, y cuando ya
Se acercaban a las naves enemigas decayeron sus disparos;
Así se perdieron cuantos en la nave se encontraban,
Unos quemados en el mar,
Otros ahogados en la nave quemada.»
—John Donne,
A Burnt Ship
Mala fe
El Diluvio descendió en el julio más seco que se recordaba; pero, por otra parte, ninguna fantasía revisionista del Apocalipsis está completa sin su paradoja. El relámpago que aparece en un cielo despejado; la carne que se convierte en sal; los mansos que heredan la tierra: todos son fenómenos improbables.
Sin embargo, aquel julio no hubo transformaciones espectaculares. No aparecieron luces celestiales en las nubes. No hubo lluvias de salamandras ni niños. Si los ángeles fueron y vinieron durante aquel mes, si se produjo el ansiado Diluvio, entonces fue una metáfora, como los apocalipsis más auténticos.
Es cierto que hay que contar algunos acontecimientos inusuales, pero la mayoría tiene lugar en secreto, en pasillos mal iluminados, en recónditos páramos, entre colchones empapados de lluvia y las cenizas de antiguas hogueras. Son locales; casi privados. Su onda expansiva, como mucho, se convirtió en un rumor entre los perros salvajes.
Pero la mayoría de aquellos milagros (juegos, lluvias y salvaciones) se deslizaron con tal astucia tras la fachada de la vida ordinaria que solo los más perspicaces, o los que iban en busca de lo improbable, vislumbraron el Apocalipsis cuando este mostró su esplendor a una ciudad blanqueada por el sol.
La ciudad no recibió a Marty con los brazos abiertos, pero él se alegraba de haberse alejado de la casa de una vez por todas, de haberle dado la espalda al viejo y su locura. Cualesquiera que fuesen las consecuencias a largo plazo de su partida (y tendría que pensar con mucho cuidado si se entregaba o no), al menos tenía un momento de respiro; tiempo para plantearse las cosas.
Había empezado la temporada turística. Londres estaba atestado de visitantes, que hacían que las calles familiares dejasen de serlo. Los primeros días vagó sin rumbo, acostumbrándose a estar libre y sin ataduras de nuevo. Le quedaba muy poco dinero: pero podía ponerse a trabajar si hacía falta. En pleno verano, la industria de la construcción estaría ávida de bestias de carga. Le atraía la idea de un trabajo honesto, del sudor pagado con dinero. Si era necesario, vendería el Citroën que se había llevado del Santuario en un último y probablemente imprudente acto de rebelión.
Después de dos días de libertad, volvió a pensar en un viejo tema: América. Se lo había tatuado en el brazo como recuerdo de sus sueños de prisión. Quizá fuese el momento de hacerlo realidad. Kansas lo llamaba en su imaginación, con campos de grano que se extendían en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, sin rastro de civilización. Allí estaría a salvo. No solo de la Policía y de Mamoulian, sino de la historia, de las historias que se contaban una y otra vez, en círculos, eternamente. En Kansas encontraría una nueva historia: una historia cuyo final era imposible conocer. ¿Y acaso no era esa una definición provisional de libertad, que la mano europea, la certidumbre europea, no había malogrado?
Para mantenerse apartado de las calles mientras planeaba la huida encontró una habitación en Kilburn, un lúgubre estudio con un baño dos pisos más abajo, que compartía, según le dijo el casero, con seis personas más. De hecho, había al menos quince inquilinos en las siete habitaciones de la casa, incluyendo a una familia de cuatro miembros en una de ellas. Los chillidos del hijo menor lo despertaban a menudo, de modo que se levantaba temprano y no regresaba en todo el día hasta que cerraban los bares, e incluso entonces volvía de mala gana. Se tranquilizaba pensando que no sería por mucho tiempo.
La partida entrañaba problemas, por supuesto, y obtener un pasaporte con visado no sería el menor de ellos. No le permitirían pisar suelo americano sin él. Tendría que obtener los documentos rápidamente. Whitehead podía haber alertado a las autoridades de que había violado la libertad condicional, sin importarle un comino lo que Marty pudiese contarles. Tal vez ya estuviesen peinando las calles en su busca.
El tres de julio, una semana y media después de abandonar la finca, decidió coger al destino por los cuernos y visitar la casa de Toy. Whitehead había insistido en que Bill estaba muerto, pero Marty mantenía intacta la esperanza. Papá lo había mentido muchas veces en el pasado: ¿por qué no en este caso?
La casa estaba en una elegante travesía de Pimlico; una calle de fachadas silenciosas y automóviles caros que se extendían a lo largo de las estrechas aceras. Llamó al timbre media docena de veces, pero no hubo señales de vida. Las persianas de la planta inferior estaban bajadas; había un grueso montón de correo embutido en el buzón, la mayoría circulares.
Estaba en el portal, mirando a la puerta con expresión estúpida, sabiendo muy bien que no se abriría, cuando apareció una mujer en el portal vecino. No era la dueña de la casa, estaba seguro de ello: era más probable que fuese la señora de la limpieza. Su rostro bronceado (¿quién no estaba bronceado este verano abrasador?) expresaba la alegría contenida del que trae malas noticias.
—Disculpe. ¿Le puedo ayudar en algo? —preguntó esperanzada.
Marty se alegró de pronto de haberse puesto chaqueta y corbata para ir a la casa; la mujer parecía de las que informan a la Policía de la menor sospecha.