Carys estaba exhausta por el viaje, así como por el miedo que la había impelido, y Chad y Tom hubieron de llevarla casi en volandas escaleras abajo, hasta el coche que aguardaba. El Europeo recorrió la casa por última vez, para asegurarse de que se hubiera eliminado cualquier rastro de su presencia. La chica del sótano, y los detritos de Breer, no se habían podido limpiar en tan poco tiempo, pero no hacía falta ser tan exquisito. Que los que viniesen después pensaran lo que quisieran de las fotografías de atrocidades en la pared, y de los frascos de perfume dispuestos con tanto esmero. Lo que importaba era que las pruebas de la existencia del Europeo en aquel lugar, o de hecho en cualquier lugar, se borraran a conciencia. Pronto volvería a ser un rumor; un murmullo entre los condenados.
—Es hora de irse —dijo al cerrar la puerta—. El Diluvio se cierne sobre nosotros.
Mientras conducían, Carys empezó a recuperar las fuerzas. El aire cálido que atravesaba la ventana delantera le acariciaba el rostro. Entornó los ojos, y los clavó en el Europeo. No la estaba observando a ella; miraba por la ventana, y aquel perfil suyo aristocrático parecía más blando que nunca a causa de la fatiga.
Se preguntó cómo le iría a su padre en el inminente desenlace. Era viejo, pero Mamoulian lo era mucho más; ¿la edad era una ventaja o una desventaja en esa confrontación? ¿Y si estaban igualados? Era la primera vez que se le ocurría. ¿Y si la partida que jugaban terminaba sin victoria ni derrota por parte de ninguno de los dos? La típica conclusión del siglo veinte, llena de ambigüedades. No deseaba eso: quería finalidad.
Fuera como fuese, sabía que no tenía muchas posibilidades de sobrevivir al perentorio Diluvio. Solo Marty podía inclinar la balanza a su favor, y ¿dónde estaba? Si regresaba a Kilburn y lo encontraba desierto, ¿no creería que lo había dejado por decisión propia? No podía predecir su reacción; que fuera capaz de chantajearla con la heroína le había parecido asombroso. Aún podía intentar una maniobra desesperada: proyectar sus pensamientos hacia él y decirle dónde estaba, y por qué. La táctica implicaba riesgos. Una cosa era captar pensamientos caprichosos de Marty, eso no era más que un truco de salón, pero intentar abrirse paso hasta su cabeza y comunicarse con él conscientemente, de mente a mente, requeriría un esfuerzo mental mayor. Y suponiendo que tuviera fuerzas para hacerlo, ¿cuáles serían las consecuencias de semejante intromisión para Marty? Ponderó el dilema, aturdida por la ansiedad, sabiendo que pasaban los minutos, y que pronto sería demasiado tarde para cualquier intento de huida, por desesperado que fuera.
Marty conducía en dirección sur hacia Cricklewood cuando empezó a sentir un dolor en la nuca, que se extendió por su cráneo con rapidez, y en dos minutos aumentó de intensidad hasta convertirse en un dolor de cabeza de proporciones inauditas. El instinto le aconsejó que aumentase la velocidad y regresara a Kilburn lo antes posible, pero el tráfico en Finchley Road era muy denso, y se vio obligado a circular con lentitud, mientras el dolor empeoraba cada diez metros. Su conciencia, cada vez más absorta en la creciente espiral de dolor, se concentraba en fragmentos de información cada vez más pequeños, y su percepción se estrechó hasta adquirir el tamaño de una cabeza de alfiler. La carretera estaba borrosa por delante del Citroën. Estaba casi ciego, y solo la habilidad del otro conductor impidió que chocara contra un camión de carne refrigerada. Comprendió entonces que seguir conduciendo podía ser fatal, así que abandonó el tráfico lo mejor que pudo, mientras los cláxones resonaban por delante y por detrás, aparcó torpemente a un lado de la carretera, y salió del coche tambaleándose para respirar. Completamente desorientado, se adentró en medio del tráfico. Las luces de los vehículos que se acercaban eran un muro de colores estroboscópicos. Sintió que sus piernas estaban a punto de doblarse y para no derrumbarse frente al tráfico se aferró a la puerta abierta del coche y rodeó el morro del Citroën hasta alcanzar la seguridad comparativa de la acera.
Le cayó una gota de lluvia en la mano. La miró, se concentró para precisarla. Era de color rojo brillante.
Sangre,
pensó vagamente. No era lluvia, sino sangre. Se llevó la mano al rostro. La nariz le sangraba copiosamente. El calor le recorría el brazo hasta la manga doblada de la camisa. Sacó un pañuelo del bolsillo, lo sujetó bajo la nariz, y fue dando tumbos por la acera hasta que llegó a un escaparate. Vio su reflejo en el cristal. Había peces que nadaban detrás de sus ojos. Combatió la ilusión, pero esta persistió: peces exóticos de colores brillantes, haciendo burbujas dentro de su cráneo. Se alejó del cristal, y se percató de las palabras que había escritas sobre él: «Suministros de acuarios Cricklewood». Volvió la espalda a los guppis y a las carpas ornamentales y se sentó en la estrecha repisa. Había empezado a temblar. Era obra de Mamoulian, era lo único que podía pensar.
Si me rindo, moriré. Debo resistir. Resistir a toda costa.
Carys habló, las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera evitarlo.
—Marty.
El Europeo la miró. ¿Estaba soñando? Tenía sudor en los labios hinchados; sí, lo estaba. Soñaba con un encuentro con Strauss sin duda. Por eso pronunciaba su nombre con un tono tan urgente.
—Marty.
Sí, desde luego, soñaba con la flecha y la herida. Cómo temblaba. Cómo se frotaba entre las piernas: una exhibición vergonzosa.
—¿Cuánto falta? —le preguntó a Santo Tomás, que consultaba el mapa.
—Cinco minutos —respondió el joven.
—Hace una noche espléndida para esto —dijo Chad.
¿Marty?
Levantó la vista, y entornó los ojos para mejorar su visión de la calle, pero no veía a su interrogador. La voz estaba en su cabeza.
¿Marty?
Era la voz de Carys, distorsionada de un modo horrible. Cuando le hablaba parecía que le crujía el cráneo y que su cerebro se hinchaba hasta adquirir el tamaño de un melón. El dolor era insoportable.
¿Marty?
Cállate,
quiso decir, pero ella no podía oírlo. Además, no era ella, sino él, el Europeo. La voz fue reemplazada por el sonido de la respiración de otra persona, no la suya. La suya era un jadeo enfermizo, y esta era un ritmo soñoliento. La imagen borrosa de la calle se estaba oscureciendo; su dolor de cabeza se había convertido en el cielo y la tierra. Sabía que si no conseguía ayuda, moriría.
Se levantó, ciego. Un siseo le había llenado los oídos, bloqueando el estrépito del tráfico a escasos metros. Se tambaleó hacia delante. Su nariz seguía manando sangre.
—Que alguien me ayude…
Una voz anónima se filtró entre el caos de su cabeza. Las palabras que decía le resultaban incomprensibles, pero al menos no estaba solo. Una mano le tocaba el pecho; otra le sujetaba el brazo. La voz que había oído se alzaba a causa del pánico. No sabía si había respondido. Ni siquiera sabía si estaba de pie o tumbado. ¿Qué importaba, de todas formas?
Ciego y sordo, esperó a que alguna persona amable le dijera que podía morir.
Aparcaron en la calle a poca distancia del hotel Orfeo. Mamoulian salió y ordenó a los evangelistas que sacaran a Carys. Se había percatado de que la muchacha había empezado a oler; el olor a madurez que asociaba con la menstruación. Se adelantó, y atravesó la verja destrozada hasta adentrarse en la tierra de nadie que rodeaba el hotel. La desolación lo agradó. Los cúmulos de escombros, las pilas de muebles abandonados: a la luz enfermiza de la autopista, el lugar tenía cierto encanto. ¿Qué mejor lugar para celebrar la extremaunción? El Peregrino había elegido bien.
—¿Es aquí? —dijo San Chad, que lo seguía.
—Sí. ¿Puedes encontrar un punto de acceso?
—Será un placer.
—Pero hazlo en silencio, por favor.
El joven saltó por el suelo lleno de agujeros, deteniéndose solo a coger un trozo de metal retorcido entre los escombros para forzar la entrada. Los americanos eran personas de recursos, reflexionó Mamoulian, mientras seguía lentamente a Chad: no era extraño que gobernasen el mundo. Tenían recursos, pero no eran sutiles. Chad empezó a arrancar los tablones de la puerta principal sin preocuparse por el elemento sorpresa.
¿Lo oyes?,
dirigió su pensamiento al Peregrino.
¿Sabes que estoy aquí abajo, tan cerca al fin?
Levantó su fría mirada hasta la cima del hotel. La expectación le producía acidez en el estómago; la frente y las palmas de las manos le brillaban debido a una película de sudor.
Parezco un amante nervioso,
pensó. Qué extraño, que el romance acabase así, sin que un observador cuerdo presenciase los últimos actos. ¿Quién lo sabría, cuando todo acabase? ¿Quién lo contaría? Los americanos no. No sobrevivirían a las próximas horas con los jirones de su cordura intactos. Carys tampoco: ella no sobreviviría en absoluto. No habría nadie que contase la historia, lo cual lamentaba, por alguna razón oculta. ¿Qué le hacía ser un Europeo? ¿El deseo de que su historia se contase una vez más, se transmitiera a otro oyente ansioso que a su vez, con el tiempo, olvidaría la lección y repetiría su propio sufrimiento? Ah, cómo amaba la tradición.
La puerta principal estaba forzada. San Chad, sonriendo por su éxito, sudaba con su traje y su corbata.
—Tú primero —lo invitó Mamoulian.
El joven, ansioso, entró; el Europeo lo siguió. Carys y Santo Tomás iban en retaguardia.
El olor del interior era tentador. Las asociaciones eran una de las maldiciones de la edad. En este caso, el perfume de la madera carbonizada, los restos que se extendían bajo sus pies, evocaban una docena de ciudades en las que había vagabundeado; pero una en particular, por supuesto. ¿Por eso había ido Joseph a ese lugar? ¿Porque el aroma del humo y el ascenso por las escaleras que crujían le traían recuerdos de aquella habitación en la plaza Muranowski? Las habilidades del ladrón habían igualado a las suyas esa noche, ¿verdad? Había habido algo sagrado en el joven de ojos brillantes; el zorro que había mostrado tan poco temor; que se había sentado a la mesa dispuesto a arriesgar su vida solo para jugar. Mamoulian creía que el Peregrino se había olvidado de Varsovia al aumentar su fortuna; pero el ascenso por las escaleras quemadas era una prueba concluyente de que no.
Ascendieron en la oscuridad, San Chad los precedía para reconocer el camino, y les advertía de la ausencia del pasamanos en algún punto, o de un escalón en otro. Entre el tercer y el cuarto piso, donde el fuego se había detenido, Mamoulian ordenó una pausa, y esperó hasta que Carys y Tom los alcanzaron. Cuando lo hicieron ordenó que le llevaran a la muchacha. Allí arriba había más luz. Mamoulian advirtió una expresión de pérdida en el tierno rostro de la muchacha. La tocó; no le gustaba el contacto, pero le parecía apropiado.
—Tu padre está aquí —le dijo. Ella no respondió; sus rasgos conservaban la expresión de pena—. Carys… ¿me estás escuchando?
Ella parpadeó. Asumió que estaba contactando con ella de algún modo, por primitivo que fuese.
—Quiero que hables con papá. ¿Lo entiendes? Quiero que le digas que me abra la puerta.
Ella meneó la cabeza con suavidad.
—Carys —la regañó—, ya sabes que no te conviene llevarme la contraria.
—Está muerto —dijo.
—No —respondió el Europeo sin emoción—, está ahí arriba; un par de pisos por encima de nosotros.
—Lo he matado.
¿Qué engaño era este?
—¿A quién? —preguntó con dureza—. ¿A quién has matado?
—A Marty. No responde. Lo he matado.
—Chsss… Chsss…
—Los dedos fríos acariciaron su mejilla—. Entonces, ¿está muerto? Pues está muerto. No hay nada más que decir.
—He sido yo…
—No, Carys. No has sido tú. Era algo que había que hacer; no te preocupes.
Le tomó la cara pálida con ambas manos. A menudo le había acunado la cabeza siendo niña, orgulloso de que fuera el fruto del Peregrino. Mientras la abrazaba alimentaba los poderes con los que había crecido, sintiendo que llegaría el momento en que hubiera de necesitarla.
—Tú abre la puerta, Carys. Dile que estás aquí, y te abrirá.
—No quiero… verlo.
—Pero yo sí. Me harás un gran servicio. Y cuando se acabe, ya no habrá nada que temer. Te lo prometo.
Ella pareció comprender la lógica de aquello.
—La puerta… —la instó.
—Sí.
Le soltó la cara, y ella se apartó para subir las escaleras.
En la mullida comodidad de su suite, escuchando
jazz en
el equipo de alta fidelidad portátil que había acarreado personalmente seis pisos, Whitehead no había oído nada. Tenía cuanto necesitaba. Bebidas, libros, discos, fresas. Uno podría aguantar el Apocalipsis desde allí sin que le pasara nada. Hasta se había llevado algunos cuadros: el Matisse primitivo del estudio,
Desnudo recostado, andén de San Miguel;
un Miró y un Francis Bacon. Este último había sido un error. Era sugerente de un modo excesivamente morboso, insinuaba carne despellejada; lo había puesto de cara a la pared. Pero el Matisse era un placer, incluso a la luz de las velas. Lo estaba mirando, fascinado por su facilidad casual, cuando llamaron a la puerta.
Se levantó. Habían transcurrido muchas horas desde la visita de Strauss, había perdido la noción del tiempo; ¿acaso había vuelto? Algo aturdido por el vodka, Whitehead se tambaleó por el pasillo de la suite, y escuchó en la puerta.
—Papá…
Era Carys. No le respondió. Era sospechoso que estuviese allí.
—Soy yo, papá, soy yo. ¿Estás ahí?
Su voz era muy tentadora; parecía una niña otra vez. ¿Era posible que Strauss le hubiese tomado la palabra y le hubiese enviado a la muchacha, o había ido por decisión propia, como hacía Evangeline, después de una discusión? Sí, eso era. Había ido porque, al igual que su madre, no podía evitarlo. Empezó a abrir el cerrojo, con los dedos torpes a causa de la expectación.
—Papá…
Por fin dominó la llave y el pomo, y abrió la puerta. Ella no estaba allí. No había nadie: o eso le pareció al principio. Pero cuando retrocedía hacia el pasillo de la suite la puerta se abrió del todo y fue arrojado contra la pared por un joven que lo agarró por el cuello y la ingle, y lo inmovilizó. Soltó la botella de vodka que sostenía y levantó las manos en señal de rendición. Cuando se sobrepuso al ataque miró por encima del hombro del joven y sus ojos vidriosos se posaron en el hombre que lo había seguido hasta el interior.