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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El juego de las maldiciones (57 page)

BOOK: El juego de las maldiciones
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—Pero te hemos esperado mucho tiempo —respondió Vasiliev, y sacudió una rama para dar pie al siguiente acto. El árbol alzó sus miembros como si fuera una novia sacudiéndose el ajuar de flores. En cuestión de instantes el aire se llenó de una ventisca de pétalos. Al posarse, derramando su resplandor hasta el suelo, el ladrón empezó a distinguir los rostros familiares que esperaban bajo las ramas. La gente que, con el paso de los años, había llegado a aquel páramo, a aquel árbol, y se había congregado bajo él con Vasiliev, para pudrirse y llorar. Evangeline estaba entre ellos, las heridas que habían ocultado con tanta elegancia al acostarla en el ataúd ahora estaban a la vista de todos. No sonreía, pero extendió los brazos para abrazarlo, y su boca formó su nombre, «Jojo», mientras daba un paso hacia delante. Bill Toy estaba tras ella, con un traje de etiqueta, como si fuera al Academy. Le sangraban los oídos. A su lado, con el rostro abierto desde los labios hasta la frente, había una mujer en camisón. También había otros, a algunos los reconocía, a muchos no. La mujer que lo había llevado hasta el jugador estaba allí, con el pecho desnudo, tal como la recordaba. Su sonrisa era tan inquietante como siempre. También había soldados, otros que habían perdido ante Mamoulian como Vasiliev. Uno lucía una falda además de los agujeros de bala. Debajo de los pliegues asomaba un morro.
Saúl,
su cadáver devastado, olisqueó a su antiguo amo, y gruñó.

—¿Ves cuánto tiempo hemos esperado? —dijo Vasiliev.

Todos los rostros perdidos miraban a Whitehead, boquiabiertos. No surgía ningún sonido.

—No puedo ayudaros.

—Queremos morir —dijo el teniente.

—Pues marchaos.

—No sin ti. El no quiere morir sin ti.

Al fin el ladrón comprendió. Aquel lugar, que había vislumbrado en la sauna del Santuario, existía en el interior del Europeo. Aquellos fantasmas eran criaturas que había devorado. ¡Evangeline! Ella también. Esperaban, sus restos hechos jirones, en aquella tierra de nadie entre la carne y la muerte, a que Mamoulian se hartara de la existencia y se tumbara y pereciera. Entonces, presumiblemente, ellos también obtendrían la libertad. Hasta entonces, sus rostros formarían aquella silenciosa «O», haciéndole una súplica melancólica.

El ladrón meneó la cabeza.

—No —dijo.

No renunciaría a su aliento. Ni por un bosque de árboles, ni por una nación de rostros desesperados. Le dio la espalda a la plaza Muranowski y a sus fantasmas lastimeros. Los soldados gritaban en las proximidades: pronto llegarían. Volvió a mirar al hotel. El pasillo del ático seguía allí, al otro lado del umbral de una casa bombardeada: una yuxtaposición surrealista de ruina y lujo. Salvó los escombros hacia él, ignorando las órdenes de los soldados de que se detuviera. Pero los gritos de Vasiliev eran los más estridentes.

—¡Cabrón! —chillaba.

El ladrón ignoró sus juramentos y salió de la plaza y regresó al calor del pasillo, alzando la pistola.

—Menuda novedad —dijo—, así no me asustas. —Mamoulian seguía al otro extremo del pasillo; los minutos que el ladrón había pasado en la plaza no habían transcurrido allí—. ¡No tengo miedo! —gritó el ladrón—. ¿Me oyes, cabrón sin alma? ¡No tengo miedo!

Volvió a disparar, esta vez a la cabeza del Europeo. El disparo impactó en su mejilla. Brotó la sangre. Antes de que Whitehead pudiese volver a disparar, Mamoulian tomó represalias.

—¡Lo que te haré —dijo con la voz temblorosa— no tendrá límites!

Su pensamiento apresó al ladrón por la garganta, y lo retorció. Los miembros del anciano se convulsionaron; la pistola salió despedida de su mano; la vejiga y los intestinos lo traicionaron. Tras él, en la plaza, los fantasmas empezaron a aplaudir. El árbol se agitaba con tal vehemencia que las pocas flores que le quedaban salieron despedidas en el aire. Algunas volaron en dirección a la puerta, y se derritieron en el umbral del pasado y el presente, como copos de nieve. Whitehead cayó contra la pared. Por el rabillo del ojo vislumbró a Evangeline, que le escupía sangre. Empezó a resbalar por la pared, su cuerpo emitía un sonido discordante como en los estertores de la epilepsia. Sus mandíbulas rechinantes dejaron escapar una palabra. Dijo:

—¡No!

En el suelo del cuarto de baño, Marty oyó la negativa aullada. Intentó moverse, pero apenas estaba consciente, y su cuerpo apaleado le dolía de los pies a la cabeza. Agarrándose a la bañera, consiguió ponerse de rodillas. Estaba claro que se habían olvidado de él: su papel en la escena era solamente de alivio cómico. Intentó ponerse en pie, pero sus miembros inferiores lo traicionaron; se doblaron, y volvió a caer, sintiendo cada magulladura en el impacto.

En el pasillo, Whitehead se había hundido hasta quedar en cuclillas, con la boca temblorosa. El Europeo se acercó para asestarle el golpe de gracia, pero Carys lo interrumpió.

—Déjalo —dijo.

Distraído, Mamoulian se volvió hacia ella. La sangre de la mejilla había trazado una sola línea hasta la mandíbula.

—Tú también —murmuró—. No habrá límites. —Carys retrocedió hasta la sala de juego. La vela que había en la mesa había empezado a destellar. La energía desatada en la suite alimentaba la llama viva, que se había vuelto gruesa y blanca. El Europeo miró a Carys con ansia en los ojos. Tenía apetito, una respuesta instintiva a la pérdida de sangre, y lo único que veía en ella era alimento. Como el ladrón, que seguía comiendo fresas aunque ya estuviera satisfecho.

—Sé lo que eres —dijo Carys desviando la mirada de Mamoulian.

Desde el baño, Marty oía su estratagema. Era una estupidez decirle eso, pensó.

—Sé lo que hiciste.

Los ojos del Europeo se ensancharon, humeantes.

—No eres nadie —empezó a decir la muchacha—. Solo eres un soldado que conoció a un monje, y lo estranguló mientras dormía. ¿De qué estás tan orgulloso? —La furia de la muchacha se estrelló contra su rostro—. ¡No eres nadie! ¡No eres nada ni nadie!

Alargó la mano para apresarla. Ella lo esquivó rodeando la mesa de juego, pero él la derribó, la baraja se desparramó, y la atrapó. Su presa era como una sanguijuela enorme sobre su brazo, que le succionaba la sangre y le daba solo vacío, solo una oscuridad sin propósito. Volvía a ser el Arquitecto de sus sueños.

—Que Dios me ayude —susurró ella. Sus sentidos fallaron y una corriente gris ocupó su lugar. Mamoulian la arrancó de su cuerpo de un tirón insolente y se la tragó, dejando caer su envoltura en el suelo junto a la mesa derribada. Se limpió la boca con el dorso de la mano y miró a los evangelistas. Lo estaban mirando desde la puerta. Se sentía empachado. Ella estaba en su interior, toda de una vez, y era demasiado. Y los santos lo empeoraban, mirándolo como si fuese algo despreciable, el moreno meneaba la cabeza.

—La has matado —decía—, la has matado.

El Europeo se apartó de las acusaciones, hirviendo por dentro, y apoyó el codo y el antebrazo en la pared, como un borracho a punto de vomitar. La presencia de la muchacha en su interior lo atormentaba. No se quedaba quieta, seguía sacudiéndose. Y su turbulencia liberó muchas otras cosas: Strauss perforándole las entrañas; los perros persiguiéndolo, desatando sangre y humo; y luego antes, mucho antes de aquellos pocos meses terribles, hasta otras experiencias traumáticas: patios y nieve, y la luz de las estrellas y las mujeres y el hambre, siempre el hambre. Y seguía sintiendo en la espalda la mirada de los cristianos.

Uno de ellos habló; el rubio que antaño podría haber deseado. Él, y ella, y todos.

—¿Eso es todo lo que hay? —exigió saber—. ¿Eso es todo, mentiroso de mierda? Nos prometiste el Diluvio.

El Europeo se apretó la boca con la mano para contener el humo que se escapaba e imaginó una ola que se cernía sobre el hotel, y descendía para arrasar Europa.

—No me tientes —dijo.

En el pasillo, Whitehead, con el cuello roto, era vagamente consciente de un perfume en el aire. Desde su posición veía el rellano en el exterior de la suite. La plaza Muranowski, con su árbol fatal, se había desvanecido hacía mucho, dejando solo los espejos y las alfombras. Entonces, despatarrado junto a la puerta, oyó que alguien subía las escaleras. Divisó una figura que se movía en las sombras; ese era el perfumado. El recién llegado se acercó lentamente, pero con tenacidad; dudó un instante en el umbral antes de pasar por encima de la forma arrugada de Whitehead y se abrió paso hasta la sala donde los dos hombres habían jugado a las cartas. Había habido un momento, mientras hablaban durante la partida, en que el anciano había imaginado que todavía podría hacer un nuevo pacto con el Europeo; que podría escapar algunos años más de la inevitable catástrofe. Pero todo había salido mal. Habían discutido por algo trivial, como hacen los amantes, y por alguna matemática incomprensible la discusión había degenerado en esto: la muerte.

Rodó para mirar al otro lado, a la sala de juego al otro lado del pasillo. Carys estaba tumbada en el suelo entre las cartas derramadas. Veía su cadáver por la puerta abierta. El Europeo la había devorado.

Entonces el recién llegado interrumpió su visión al tambalearse hacia la puerta. Desde su posición Whitehead no había podido ver el rostro del hombre. Pero vio el brillo del machete que llevaba al costado.

Tom vio al Tragasables antes que Chad. Su estómago rebelde se sublevó ante el hedor mezclado del sándalo y la putrefacción, y vomitó en la cama del viejo cuando Breer entró en la habitación. Había recorrido un largo camino, y los kilómetros no habían sido buenos con él, pero allí estaba.

Mamoulian se irguió y se enfrentó a Breer.

No le sorprendió del todo ver su rostro podrido, aunque no estaba seguro de por qué. ¿Sería que su mente no había renunciado del todo a su influencia sobre el Tragasables, y que Breer de algún modo se encontraba allí a instancia suya? Breer miró fijamente a Mamoulian a través del aire brillante, como si esperase una nueva orden para volver a actuar. Los músculos de su cara estaban tan deteriorados que cada parpadeo amenazaba con desgarrar la piel de las órbitas. Parecía, pensó Chad, cuya mente estaba borracha de coñac, un hombre que estuviera lleno hasta reventar de mariposas. Sus alas golpeaban los confines de su anatomía; hacían polvo sus huesos con su entusiasmo. Pronto su imparable movimiento lo abriría y el aire se llenaría de ellas.

El Europeo miró al machete que llevaba Breer.

—¿Por qué has venido? —quiso saber.

El Tragasables intentó responder, pero su lengua se negó a cumplir su deber. Solo se oyó un sonido dental sordo que podía haber sido: «dos», «adiós» o «Dios», pero no era ninguna de ellas.

—¿Has venido a que te maten? ¿Es eso?

Breer meneó la cabeza. No tenía esa intención, y Mamoulian lo sabía. La muerte era el último de sus problemas. Alzó la hoja que llevaba al costado para indicar sus intenciones.

—Puedo destruirte —dijo Mamoulian.

Breer volvió a menear la cabeza. «Huerto», dijo, lo cual Mamoulian interpretó y repitió como «Muerto».

—Muerto… —reflexionó Chad—. ¡Dios del cielo! Este hombre está muerto.

El Europeo murmuró una afirmación.

Chad sonrió. Quizá los hubieran estafado con la ola destructora. Tal vez los cálculos del reverendo no eran correctos, y el Diluvio no se abatiría sobre ellos hasta pasados algunos meses. ¿Qué importaba? Podía contar historias, qué historias. Ni siquiera Bliss, que hablaba de los demonios en el alma del hemisferio, había conocido escenas como esta. El santo observó, lamiéndose los labios con expectación.

En el pasillo, Whitehead se había arrastrado a tres o cuatro metros de la puerta principal, y veía a Marty, que se había levantado. Apoyado en el dintel de la puerta del cuarto de baño, Marty sintió los ojos del anciano sobre él. Whitehead alzó una mano para llamarlo. Marty se tambaleó lentamente hasta el pasillo, ignorado por los actores de la sala de juego. Allí fuera estaba oscuro; la luz de la sala de juego, la lívida luz de la vela, estaba sellada por la puerta semicerrada.

Marty se arrodilló junto a Whitehead. El viejo lo agarró por la camisa.

—Tienes que ir a buscarla —le dijo, su voz casi se había desvanecido, tenía los ojos saltones y sangre en la barba, y sangraba más con cada palabra, pero su presa era fuerte—. Ve a buscarla, Marty —siseó.

—¿De qué está hablando?

—La ha atrapado —dijo Whitehead—. La tiene dentro. Ve a buscarla, por amor de Dios, o se quedará allí para siempre, igual que los otros. —Parpadeó en dirección al rellano, recordando el azote de la plaza Muranowski. ¿Habría llegado allí? ¿Estaría prisionera bajo el árbol, con las manos ansiosas de Vasiliev en su cuerpo? Los labios del viejo empezaron a temblar—. No… puede atraparla, muchacho —dijo—. ¿Me oyes? No permitas que la atrape.

Marty encontraba difícil hilar el sentido de aquello. ¿Whitehead estaba sugiriendo que encontrase el modo de introducirse en Mamoulian y rescatar a Carys? Era imposible.

—No puedo —dijo.

El viejo hizo una mueca de asco, y lo soltó como si acabase de descubrir que sostenía un puñado de excrementos. Apartó la cabeza, dolorosamente.

Marty miró hacia la sala de juego. Vio a Mamoulian por la rendija de la puerta, avanzando hacia la inconfundible figura del Tragasables. En el rostro del Europeo se leía fragilidad. Marty lo estudió por un instante, y luego miró a los pies del Europeo. Carys yacía allí, con el rostro alarmado por la muerte y la piel brillante. No podía hacer nada; ¿por qué papá no lo dejaba perderse en la noche y curarse las heridas? No podía hacer nada.

Y si escapaba; si encontraba un lugar donde esconderse, donde curarse, ¿se libraría alguna vez del olor de la cobardía? ¿Acaso este momento, esta encrucijada, no se quedaría grabada en su memoria para siempre? Se volvió a mirar a papá. Solo el débil movimiento de sus labios indicaba que estaba vivo.

—Ve a buscarla —insistía, como un catecismo que habría de repetir hasta que expirase—. Ve a buscarla. Ve a buscarla.

Marty le había pedido algo parecido a Carys: que se adentrara en la guarida del lunático y volviera a contarle una historia. ¿Cómo no iba a devolverle el favor? «Ve a buscarla. Ve a buscarla». Las palabras de papá se desvanecían con cada latido de su corazón moribundo. Quizá pudiera rescatarla, pensó Marty, en algún lugar en el flujo del cuerpo de Mamoulian. Y si no podía, si no podía, ¿sería tan duro morir en el intento, y poner fin a las encrucijadas, y las elecciones que se convertían en ceniza?

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