Mamoulian no había hecho sonido alguno; pero ahora, decapitado, el torso se desfogó. La herida emitió ruido además de sangre; al parecer, las quejas surgían de todos los poros. Y con el sonido brotaron fantasmas etéreos de imágenes incompletas, que se alzaban como vapor. Aparecieron cosas amargas, y huyeron; sueños, quizá, o fragmentos del pasado. Todo era lo mismo. Siempre lo había sido, de hecho. Había surgido de los rumores; el legendario, el incorregible, aquel cuyo mismo nombre era una mentira. ¿Acaso importaba que su biografía, que corría hacia la nada, se tomase por ficción?
Breer, incansable, empezó a castigar la herida abierta en el cuello del cadáver con el machete, cortando primero hacia abajo y luego de lado, en sus esfuerzos para despedazar al enemigo en trozos cada vez más pequeños. Le cercenó un brazo sucintamente, y lo recogió para seccionar la mano de la muñeca, y el antebrazo de la parte superior. En unos instantes la habitación, que había estado casi en calma durante la ejecución, se convirtió en un matadero.
Marty se tambaleó hasta la puerta a tiempo de ver cómo Breer le amputaba el otro brazo a Mamoulian.
—¡Mira cómo va! —dijo el muchacho americano, brindando por el baño de sangre con el vodka de Whitehead.
Marty observó la masacre, sin palidecer. Todo había terminado. El Europeo estaba muerto. Su cabeza yacía de lado bajo la ventana; parecía pequeña; como un vestigio.
Carys, pegada a la pared, junto a la puerta, le cogió la mano.
—¿Papá? —dijo—. ¿Qué ha pasado con papá?
Mientras hablaba, el cadáver arrodillado de Mamoulian se desplomó hacia delante. Los fantasmas y el bullicio que habían brotado del cuerpo habían cesado. Solo quedaba un chorro de sangre negra. Breer se inclinó para proseguir la carnicería, abriendo el abdomen de dos tajos. La orina manó de la vejiga atravesada como de una fuente.
Carys, repugnada por los ataques, dejó la habitación. Marty se demoró otro instante. Lo último que vio al seguir a Carys fue que el Tragasables recogía la cabeza de Mamoulian por el cabello, como si fuera una fruta exótica, y le asestaba un golpe lateral.
En el pasillo Carys se agachó junto a su padre; Marty se unió a ella. La muchacha acarició la mejilla del anciano.
—¿Papá? —dijo. No estaba muerto, pero tampoco estaba realmente vivo. Apenas tenía pulso. Sus ojos estaban cerrados.
—Es inútil… —dijo Marty cuando ella sacudió el hombro del viejo—. Es como si ya estuviera muerto.
En la sala de juego, Chad había empezado a chillar de risa. Al parecer la actuación del matarife estaba alcanzando cotas desconocidas de absurdo brío.
—No quiero estar aquí cuando se aburra —dijo Marty, pero Carys no se movió—. No podemos hacer nada por el viejo —añadió.
Ella lo miró, desconcertada ante el dilema.
—Se ha ido, Carys. Y nosotros también deberíamos irnos.
El silencio se había abatido sobre el matadero. De algún modo, era peor que la risa, o el sonido de los esfuerzos de Breer.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Marty. Levantó a Carys de un tirón brusco y la empujó hacia la puerta principal del ático. Ella solo opuso una breve resistencia.
Mientras se deslizaban escaleras abajo, en algún lugar por encima de ellos el americano rubio había empezado a aplaudir de nuevo.
El muerto se entregó a su trabajo durante un buen rato. Hasta mucho después de que el tráfico doméstico en la autopista se hubiese convertido en un goteo, y solo quedaran los camioneros de larga distancia que rugían de camino al norte. Breer no oyó nada. Sus oídos habían dejado de funcionar tiempo atrás, y su vista, que antaño fuera tan aguda, apenas distinguía la masacre que lo rodeaba. Pero cuando la vista lo abandonó por completo, todavía le quedaban los rudimentos del tacto. Los utilizó para terminar su misión, cortando una y otra vez la carne del Europeo hasta que fue imposible distinguir el trozo que servía para hablar del trozo que servía para mear.
Chad se aburrió del espectáculo mucho antes. Aplastó el segundo puro con el talón, y fue dando un paseo a ver cómo progresaban las cosas. La muchacha y el héroe se habían marchado.
Dios los ama,
pensó. Pero el viejo seguía tendido en el pasillo, aferrando la pistola que había encontrado en algún momento de los hechos. Tenía espasmos en los dedos de vez en cuando, nada más. Chad volvió a la cámara sangrienta, donde Breer, arrodillado entre la carne y las cartas, seguía troceando, y levantó a Tom. Se encontraba en un estado de languidez, con los labios casi azules, y fueron necesarios muchos ánimos para hacerle reaccionar. Pero Chad era un proselitista nato, y una breve charla le devolvió cierto entusiasmo.
—Ya no hay nada imposible para nosotros, ¿sabes? —le dijo Chad—. Estamos bautizados, o sea, que ya lo hemos visto todo, ¿verdad? No hay nada en el mundo que el diablo pueda usar contra nosotros, porque ya hemos pasado por eso. ¿A que hemos pasado por eso?
Chad estaba eufórico con su recién descubierta libertad. Quería demostrar el argumento, y se le ocurrió la brillante idea (esto
te gustará, Tommy
) de cagar en el pecho del viejo. A Tom no le parecía importarle si lo hacía o no, y se limitó a observar mientras Chad se bajaba los pantalones para hacer el trabajo sucio. Las tripas no lo obedecían. Pero cuando empezaba a levantarse, Whitehead abrió los ojos de repente y la pistola se disparó. La bala, que estuvo a punto de hundirse en los testículos de Chad, trazó una delgada línea roja en el interior de su muslo lechoso y pasó silbando junto a su rostro antes de estrellarse en el techo. Las tripas de Chad se aflojaron entonces, pero el viejo estaba muerto; había muerto al efectuar el disparo que había estado a punto de volar la hombría de Chad.
—Por un pelo —dijo Tom, la cuasi mutilación de Chad había interrumpido su estado catatónico.
—Supongo que he tenido suerte —respondió el muchacho rubio. Luego se vengaron lo mejor que pudieron, y siguieron su camino.
Soy el último de la tribu,
pensó Breer.
Cuando muera, los Tragasables serán algo del pasado.
Salió arrastrándose del hotel Pandemonio, sabiendo que la poca coherencia que le restaba a su cuerpo estaba disminuyendo con rapidez. Sus dedos apenas podían abarcar el bidón de gasolina que había robado del maletero de un coche antes de llegar al hotel, y que había dejado en el recibidor, en espera de aquella extremaunción. Era tan difícil abarcarlo con la mente como lo era con los dedos, pero se esforzó tanto como pudo. No podía nombrar las cosas que olisquearon su cadáver cuando se sentó entre la basura; ni siquiera podía recordar quién era, excepto que una vez había contemplado escenas bellas y maravillosas.
Desenroscó el tapón del bidón de gasolina y derramó el contenido sobre sí mismo con tanta eficiencia como pudo. La mayor parte del fluido formó un charco a su alrededor. Luego soltó el bidón y rebuscó a ciegas las cerillas. La primera no prendió, y la segunda tampoco. La tercera sí. Las llamas lo envolvieron al instante. Su cuerpo se encogió en la conflagración, adoptando la actitud pugilística común en las víctimas de inmolación, las articulaciones se encogieron al asarse, arrastrando los brazos y las piernas hasta una postura defensiva.
Cuando las llamas se extinguieron al fin, llegaron los perros para rapiñar lo que pudieran. Pero más de uno se alejó gañendo, con el paladar cortado por un bocado de carne en el que se ocultaban, como las perlas en una ostra, las cuchillas que Breer había engullido como un
gourmet.
Después de la ola
El viento se apoderó del mundo.
Esa tarde sopló exactamente de este a oeste, transportando las nubes, optimistas después de un día de lluvia, en la dirección del sol poniente, como si se apresurasen hacia algún apocalipsis al otro lado del horizonte. O quizá (esa idea era peor) corrían a convencer al sol para que volviera del olvido una hora más, un minuto más, lo que fuera para retrasar la noche. Pero este no volvía, por supuesto, sino que se aprovechaba de su pánico para secuestrarlas y llevarse sus cabezas de vellón más allá del borde del mundo.
Carys había intentado convencer a Marty de que todo iba bien, pero no lo había conseguido. Ahora, al apresurarse al hotel Orfeo una vez más, mientras caía la noche y las nubes se suicidaban, sentía que sus sospechas eran ciertas. Todo el mundo visible encerraba pruebas de la conspiración.
Además, Carys todavía hablaba en sueños. Tal vez no lo hiciera con la voz de Mamoulian, esa voz cauta, sinuosa e irónica que había llegado a conocer y a odiar. Ni siquiera pronunciaba palabras como tales. Solo emitía sonidos fragmentados: el ruido de cangrejos, de pájaros atrapados en un ático. Ronroneos y arañazos, como si ella, o algo en su interior, se esforzara por inventar de nuevo un vocabulario olvidado. Aún no tenía nada humano, pero estaba seguro de que el Europeo estaba escondido allí. Cuanto más escuchaba, más le parecía advertir un orden en el murmullo; y el ruido que hacía su lengua dormida se parecía cada vez más a un paladar en busca del habla. La idea le hacía sudar.
Y después, la noche antes de esa noche de nubes apuradas, se había despertado sobresaltado a las cuatro de la madrugada. Tenía sueños horribles, por supuesto, y suponía que los tendría durante muchos años. Pero aquella noche no estaban confinados en su cabeza. Estaban allí. En aquel preciso instante.
Carys no estaba tumbada junto a él en la estrecha cama. Estaba de pie en medio de la habitación, con los ojos cerrados y el rostro surcado de pequeños gestos inexplicables. Volvía a hablar, o al menos lo intentaba, y esta vez él supo, sin la menor sombra de duda, que de algún modo el Europeo seguía con ella.
La llamó, pero ella no dio muestras de despertar. Se levantó y se acercó a ella, pero entonces el aire a su alrededor pareció sangrar oscuridad. El parloteo de Carys adoptó un tono más urgente, y Marty sintió que la oscuridad se solidificaba. Empezaron a picarle la cara y el pecho; los ojos le escocían.
Volvió a llamarla, gritando ya. No obtuvo respuesta. Las sombras habían empezado a danzar sobre ella, aunque no había en la habitación luz alguna que pudiera proyectarlas. Clavó la mirada en su rostro balbuciente: las sombras se parecían a las que arroja la luz a través de ramas cargadas de flores, como si estuviera a la sombra de un árbol.
Algo suspiró encima de él. Levantó la vista. El techo había desaparecido. En su lugar, se extendía un entramado de ramas, que crecían ante sus ojos. Estaba arraigado en las palabras de Carys, no le cabía duda, y se hacía más fuerte y más intrincado con cada sílaba que pronunciaba. Las ramas se tensaban al hincharse, y brotaban ramitas que se cargaban de follaje en cuestión de segundos. Pero, a pesar de la aparente salud del árbol, todos los brotes estaban corrompidos. Las hojas eran negras, y su brillo no lo producía la savia, sino el sudor de la putrefacción. Los insectos recorrían las ramas; las flores fétidas caían como la nieve, revelando la fruta.
¡Qué fruta tan terrible! Un haz de cuchillos, atados en una cinta como si fueran un regalo para un asesino. La cabeza de un niño colgada de su cabello trenzado. Había una rama envuelta en intestinos humanos, y de otra colgaba una jaula en la que ardía un pájaro vivo. Todos eran recuerdos, recordatorios de atrocidades pasadas. ¿Estaría allí el recolector, entre sus recuerdos?
Algo se movió en la turbulenta oscuridad encima de Marty, y no era una rata. Oyó un intercambio de susurros. Allí arriba, descansando en la podredumbre, había seres humanos. Y estaban bajando para obligarle a unirse a ellos.
Alargó la mano a través del aire hirviente y cogió el brazo de Carys. Parecía blanduzco, como si la carne estuviera a punto de desprenderse en su mano. Bajo los párpados, la muchacha movía los ojos como un lunático en un escenario; su boca seguía formando las palabras que conjuraban al árbol.
—¡Para! —dijo, pero ella siguió parloteando.
La agarró con ambas manos y le gritó para que se callara, sacudiéndola. Por encima de ellos, las ramas crujían; algunas ramitas les cayeron encima.
—¡Despierta, maldita sea!—le ordenó—. ¡Carys! ¡Soy Marty! ¡Soy yo, Marty! Despierta, por amor de Dios.
Sintió algo en el cabello, y cuando levantó la vista vio a una mujer que le escupía un hilo perlado de saliva que le salpicó la cara, frío como el hielo. Presa del pánico, empezó a chillarle a Carys para que se detuviera, y como no funcionó, la golpeó con fuerza en la cara. Por un instante, el flujo del conjuro se interrumpió. El árbol y sus habitantes gruñeron su descontento. Le dio otra bofetada, con más fuerza. Advirtió que la fiebre bajo sus párpados había empezado a remitir. Volvió a llamarla, y la sacudió. Su boca se abrió; los gestos y la terrible intención desaparecieron de su rostro. El árbol tembló.
—Por favor… —le suplicó—. Despierta.
Las hojas negras se encogieron; los miembros febriles perdieron su ambición.
Abrió los ojos.
Murmurando su disgusto, la podredumbre se consumió y desapareció en la nada.
La marca de su mano se destacaba en su mejilla, pero al parecer ella no era consciente de sus bofetones. Tenía la voz borrosa a causa del sueño cuando dijo:
—¿Qué pasa?
La abrazó con fuerza, pues no tenía valor para responder. Se limitó a decir:
—Estabas soñando.
Ella lo miró, confusa.
—No me acuerdo —dijo; y entonces, adquiriendo conciencia de sus manos temblorosas—: ¿Qué ha pasado?
—Una pesadilla —dijo él.
—¿Por qué no estoy en la cama?
—Intentaba despertarte.
Ella lo miró fijamente.
—No quiero que me despierten —dijo—. Ya estoy bastante cansada. —Se soltó—. Quiero volver a la cama.
Le permitió volver a tumbarse en las sábanas arrugadas. Volvió a dormirse antes de que él llegase a la cama. No se unió a ella, sino que se quedó sentado hasta el amanecer, observándola mientras dormía, intentando mantener a raya los recuerdos.
—Voy a volver al hotel —le dijo mediado el día siguiente; ese mismo día. Había esperado que tuviese alguna explicación para los sucesos de la noche anterior (¡esperanza vana!), que le dijese que se trataba de una ilusión extraviada que al fin había conseguido escupir. Pero no le ofreció ese consuelo. Cuando le preguntó si recordaba algo de la noche anterior respondió que no soñaba nada últimamente, y que se alegraba de ello. Nada. Él repitió la palabra como una sentencia de muerte, y pensó en la habitación vacía de Caliban Street; en que la nada era la esencia de su miedo.