El juego de las maldiciones (27 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
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Detrás de él, en el pasillo, Breer observó cómo el héroe salía en busca de su amo. Cuando lo perdió de vista, el Tragasables salió agachado de su escondite y trotó con las manos ensangrentadas hacia el objeto de su deseo.

38

Carys cerró la puerta, regresó al banco aturdida y se esforzó por controlar su organismo amotinado. No sabía qué le había producido la náusea, pero estaba decidida a sobreponerse. Cuando lo hiciera, seguiría a Marty y lo ayudaría a encontrar a papá. Era evidente que el viejo había estado allí hacía poco. El hecho de que se hubiera marchado sin la pistola no auguraba nada bueno.

Una voz sugerente la sacó de su meditación, y levantó la vista. Había una sombra en el vapor, frente a ella, una palidez proyectada en el aire. Entornó los ojos para desentrañarla. Parecía tener una textura de puntos blancos. Se levantó, y lejos de desvanecerse, la ilusión se hizo más intensa. Se extendieron filamentos que conectaron los puntos, y cuando todo el misterio se aclaró de repente, Carys casi se rió al reconocer la imagen. Estaba mirando a un árbol en flor, con brillantes cabezas blancas a la luz del sol o las estrellas. Agitadas por un viento que surgía de ninguna parte, las ramas arrojaban ráfagas de pétalos, que parecían rozarle la cara, aunque cuando se la tocaban no había nada.

En sus años de adicción a la heroína nunca había soñado con una imagen que fuera tan benigna en la superficie y sin embargo estuviera tan cargada de amenaza. Ese árbol no era suyo. No era producto de su imaginación. Le pertenecía a alguien que había estado allí antes: al Arquitecto, sin duda. Le habría mostrado ese espectáculo a papá, y sus ecos aún reverberaban.

Intentó apartar la mirada hacia la puerta, pero tenía los ojos pegados al árbol. No podía apartarlos de él. Tenía la impresión de que se estaba hinchando, como si florecieran más brotes. El vacío del árbol, su horrible pureza, le llenaba los ojos, la blancura se hacía más precisa y más densa.

Y entonces, en algún lugar bajo esas ramas cargadas, oscilantes, se movió una figura. Una mujer con ojos ardientes levantó su cabeza rota en dirección a Carys. Su presencia volvió a producirle náuseas. Carys sintió que se desmayaba, pero no era el momento de perder la conciencia, con la explosión de flores y la mujer que salía de su escondite bajo el árbol y se dirigía a ella. Había sido hermosa: y acostumbraba a ser admirada. Pero el azar había intervenido. Su cuerpo había sido cruelmente mutilado, y su belleza se había ajado. Cuando al fin surgió de su escondite, Carys la reconoció.

—Mamá.

Evangeline Whitehead abrió los brazos, y le ofreció a su hija un abrazo que nunca le había ofrecido en vida. ¿Acaso en la muerte había descubierto la capacidad de amar, además de ser amada? No. Nunca. Carys sabía que los brazos abiertos eran una trampa, y que si caía en ella, el árbol y su Creador la tendrían en su poder para siempre.

Le retumbaba la cabeza, y se obligó a apartar la mirada. Sentía los miembros como si fueran de gelatina; se preguntó si tendría fuerzas para moverse. Volvió la cabeza hacia la puerta, temblando. Para su sorpresa, vio que estaba abierta de par en par. Habían arrancado el cerrojo al forzar la puerta.

—¿Marty? —dijo.

—No.

Se volvió de nuevo, esta vez hacia la izquierda, y descubrió al asesino de perros a dos metros de distancia. Se había limpiado las manchas de sangre de las manos y la cara, y desprendía un intenso olor a perfume.

—Estás a salvo conmigo —dijo.

Volvió a mirar al árbol: se estaba disolviendo, la interrupción del bruto había dispersado su ilusoria vida. La madre de Carys, con los brazos aún extendidos, se volvía más delgada y espantosa. Un instante antes de desaparecer, abrió la boca y vomitó un chorro de sangre negra en dirección a su hija. Luego el árbol y sus horrores desaparecieron. Solo quedó el vapor, y los azulejos, y un hombre a su lado con sangre de perro bajo las uñas. No había oído su violenta entrada: la fantasía del árbol había silenciado el mundo exterior.

—Has gritado —explicó él—. Te he oído gritar.

Carys no recordaba haberlo hecho.

—Que venga Marty —le dijo.

—No —respondió él con amabilidad.

—¿Dónde está? —Exigió, y se dirigió débilmente a la puerta abierta.

—¡He dicho que no! —Se interpuso en su camino. No le hizo falta tocarla. Bastaba su proximidad para detenerla. Ella contempló la posibilidad de escaparse y salir al pasillo, pero ¿hasta dónde llegaría antes de que la alcanzase? Había dos reglas básicas cuando se trataba con perros rabiosos y con psicóticos. La primera: no corras. La segunda: no muestres temor. Cuando alargó la mano hacia ella, intentó no retroceder.

—No permitiré que nadie te haga daño —dijo. Le acarició el dorso de la mano con la yema del pulgar, encontró una gota de sudor y se la limpió. Su tacto era ligero como una pluma; y frío como el hielo.

»¿Quieres que te cuide, bonita? —preguntó.

Ella no dijo nada; su contacto la horrorizaba. No era la primera vez que esa noche deseaba no ser telépata: nunca le había producido tanta angustia el contacto de otro ser humano.

—Me gustaría que estuvieras cómoda —decía—. Compartir… —se detuvo, como si no encontrara las palabras— tus secretos.

Ella levantó la vista hacia su cara. Le temblaban los músculos de la mandíbula al hacerle proposiciones, estaba nervioso como un adolescente.

—Y a cambio —propuso él— yo te enseñaré mis secretos. ¿Quieres verlos?

No esperó a que le respondiera. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta sucia y sacó un puñado de cuchillas de afeitar. Los filos resplandecían. Era demasiado absurdo: como un espectáculo de feria, representado sin palabrería teatral. Ese payaso que olía a sándalo estaba a punto de tragarse cuchillas para demostrarle su amor. Sacó la lengua reseca y puso la primera hoja sobre ella. A ella no le gustó nada; las cuchillas siempre la habían puesto nerviosa.

—No lo hagas —dijo.

—No pasa nada —le dijo él tragando con fuerza—. Soy el último de la tribu. ¿Lo ves? —Abrió la boca y sacó la lengua—. Ha desaparecido.

—Extraordinario —dijo ella. Lo era, en efecto. Repugnante, pero extraordinario.

—Eso no es todo —dijo él complacido por su reacción.

Lo mejor era que continuase esa extraña exhibición, pensó. Cuanto más se entretuviera mostrándole esas perversidades, más posibilidades había de que volviera Marty.

—¿Qué más puedes hacer? —preguntó.

Él le soltó la mano y empezó a quitarse el cinturón.

—Te lo enseñaré —respondió desabrochándose el pantalón.

Oh, Dios,
pensó ella,
estúpida, estúpida, estúpida.
La excitación que le producía esa exhibición ya era evidente antes de que se bajara los pantalones.

—Ahora estoy más allá del dolor —le explicó cortésmente—. Haga lo que haga, no me duele. El Tragasables no siente nada.

Estaba desnudo bajo los pantalones.

—¿Lo ves? —dijo con orgullo.

Ella lo vio. Tenía la entrepierna completamente afeitada, y lucía una colección de adornos autoinflingidos en la zona. Ganchos y anillos le perforaban la grasa del vientre y los genitales. Tenía los testículos erizados de agujas.

—Tócame —la invitó.

—No… gracias —dijo ella.

Él frunció el ceño; levantó el labio superior para enseñarle los dientes, que parecían de un amarillo brillante sobre la carne pálida.

—Quiero que me toques —dijo, y alargó una mano hacia ella.

—Breer.

El Tragasables se quedó completamente quieto. Solo parpadeaba.

—Déjala en paz.

Ella conocía muy bien esa voz. Era el Arquitecto, por supuesto; el guía de sus sueños.

—No le he hecho daño —tartamudeó Breer—. ¿A que no? Dile que no te he hecho daño.

—Tápate —dijo el Europeo.

Breer se subió los pantalones como un niño al que hubieran descubierto masturbándose, y se apartó de Carys, lanzándole una mirada de complicidad. Fue entonces cuando el que había hablado entró en la sala de vapor. Era más alto de lo que ella había soñado, y más triste.

—Lo siento —dijo. Su tono era el del perfecto metre, disculpándose por un camarero torpe.

—Estaba enferma —dijo Breer—, por eso entré.

—¿Enferma?

—Estaba hablando con la pared —vociferó el otro—, llamando a su madre.

El Arquitecto entendió la observación de inmediato. Miró a Carys con interés.

—¿Así que lo has visto? —dijo.

—¿Qué era?

—Nada que hayas de volver a sufrir —respondió.

—Mi madre estaba allí. Evangeline.

—Olvídalo todo —dijo—. Ese horror es para otros, no para ti. —Escuchar su voz tranquila era hipnótico. Le costaba recordar sus pesadillas de vacío; su presencia anulaba el recuerdo.

»Creo que deberías venir conmigo —dijo.

—¿Por qué?

—Tu padre va a morir, Carys.

—¿Oh? —dijo ella.

Se sentía completamente ajena a sí misma. Los miedos eran algo del pasado en la obsequiosa presencia del Arquitecto.

—Si te quedas, solo sufrirás con él, y eso no es necesario.

Era una oferta seductora; no volver a estar a las órdenes del viejo, ni soportar sus besos, que sabían a viejo. Carys miró a Breer.

—No tengas miedo de él —la tranquilizó el Arquitecto, poniéndole una mano en la nuca—. No es nada ni nadie. Estás a salvo conmigo.

—Se puede escapar —protestó Breer cuando el Europeo le permitió a Carys volver a su habitación para recoger sus pertenencias.

—Ella nunca me abandonará —respondió Mamoulian—. No le deseo daño alguno, y ella lo sabe. La acuné una vez en mis brazos.

—Desnuda, ¿verdad?

—Una cosa diminuta: tan vulnerable… —su voz se convirtió en un susurro—. Se merece algo mejor que él.

Breer no dijo nada; se apoyó en la pared con insolencia, limpiándose la sangre seca de las uñas con una navaja. Se deterioraba con más rapidez de lo que el Europeo había anticipado. Había esperado que Breer sobreviviese hasta que terminase aquel caos, pero conociendo al viejo, se resistiría y mentiría, y lo que debiera durar días se alargaría semanas, y para entonces el estado del Tragasables sería realmente lamentable. El Europeo estaba cansado. Encontrar a alguien que reemplazase a Breer y controlarlo agotaría sus escasas energías.

Carys bajó enseguida.

En algunos aspectos, el Europeo lamentaba perder a su espía en el campamento enemigo, pero si no se la llevaba dejaría muchos cabos sueltos. Para empezar, ella lo conocía, quizá más de lo que pensaba. Sabía instintivamente el terror que le inspiraba la carne, por el modo en que lo había expulsado cuando estaba con Strauss. También sabía de su cansancio, y de su fe menguante. Pero había otra razón para llevársela. Whitehead había dicho que ella era su único apoyo. Si se la llevaban, el Peregrino estaría solo, y eso sería una agonía. Mamoulian confiaba en que fuese insoportable.

39

Después de buscar a Whitehead en los terrenos iluminados por los focos sin encontrar ni rastro de él, Marty volvió arriba. Era el momento de romper el mandamiento de Whitehead y buscar al viejo en territorio prohibido. La puerta de la habitación al final del pasillo de arriba, más allá del dormitorio de Carys y del de Whitehead, estaba cerrada. Con el corazón en un puño, Marty se acercó y golpeó en la puerta.

—¿Señor?

Al principio no se produjo sonido alguno en el interior. Luego llegó la voz de Whitehead; vaga, como si acabara de despertar de un sueño:

—¿Quién es?

—Strauss, señor.

—Pasa.

Marty empujó la puerta con suavidad y esta se abrió.

Siempre había imaginado el interior de aquella habitación como una cueva llena de tesoros. Pero la realidad era más bien opuesta. La habitación era espartana: las paredes blancas y los escasos muebles ofrecían un frío espectáculo. Pero tenía un tesoro. Había un retablo apoyado en una de las paredes desnudas, cuya riqueza estaba fuera de lugar en un escenario tan austero. El panel central era una crucifixión de sublime sadismo; todo oro y sangre.

Su dueño estaba sentado en el extremo más alejado de la habitación, detrás de una gran mesa, vestido con una opulenta bata. Miró a Marty sin bienvenida ni acusación en su rostro, repantigado en la silla como un saco.

—No te quedes en la puerta, hombre. Pasa.

Marty cerró la puerta al entrar.

—Ya sé que me dijo que no subiese aquí nunca, señor. Pero temía que algo le hubiese ocurrido.

—Estoy vivo —dijo Whitehead extendiendo las manos—. Todo va bien.

—Los perros…

—Están muertos. Lo sé.

Le indicó la silla vacía que había al otro lado de la mesa, frente a él.

—¿No debería llamar a la Policía?

—No hace falta.

—Podrían seguir en la propiedad.

Whitehead meneó la cabeza.

—Se han ido. Siéntate, Martin. Sírvete un vaso de vino. Parece que has estado corriendo mucho.

Marty retiró la silla colocada pulcramente bajo la mesa y se sentó. La bombilla desnuda que ardía en medio de la habitación arrojaba una luz poco favorecedora. Sombras densas, reflejos espantosos: un espectáculo fantasmal.

—Baja la pistola. No vas a necesitarla.

Dejó el arma en la mesa junto al plato, en el que aún quedaban varias lonchas de carne tan finas como obleas. Más allá del plato había un cuenco de fresas, parcialmente devoradas, y un vaso de agua. La frugalidad de la comida encajaba con el entorno: la carne, tan fina que casi se transparentaba, poco hecha y jugosa; la distribución informal de las tazas y el cuenco de fresas. Todo estaba revestido de una precisión arbitraria, de un inquietante sentido de la belleza casual. Una mota de polvo giraba en el aire entre Marty y Whitehead, fluctuando entre la bombilla y la mesa; la más pequeña exhalación desviaba su curso.

—Prueba la carne, Martin.

—No tengo hambre.

—Es magnífica. La compró mi invitado.

—Entonces sabe quiénes son.

—Claro que sí. Ahora come.

De mala gana, Marty cortó un trozo de la loncha que tenía delante y lo probó. Tenía una textura delicada y apetitosa que se disolvió en su lengua.

—Termínala —dijo Whitehead.

Marty obedeció la invitación del viejo: los esfuerzos de la noche le habían abierto el apetito. Whitehead le sirvió un vaso de vino tinto; Marty lo bebió…

—Sin duda tienes muchas preguntas en la cabeza —dijo Whitehead—. Por favor, hazlas. Haré lo que pueda por contestarlas.

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