—¿Quiénes son? —preguntó.
—Amigos.
—Irrumpieron como asesinos.
—¿Acaso no es posible que los amigos, con el tiempo, se conviertan en asesinos? —Marty no estaba preparado para esa paradoja en particular—. Uno de ellos se sentó donde estás tú ahora.
—¿Cómo puedo ser su guardaespaldas si no distingo a sus amigos de sus enemigos?
Whitehead hizo una pausa, y le dirigió a Marty una mirada dura.
—¿Te importa? —preguntó al cabo de un instante.
—Usted ha sido bueno conmigo —respondió Marty insultado por la pregunta—. ¿Por qué clase de cabrón sin corazón me toma?
—Dios mío… —Whitehead meneó la cabeza—. Marty…
—Explíquemelo. Quiero ayudarlo.
—¿Que te explique qué?
—Cómo puede invitar a cenar a un hombre que quiere matarlo.
Whitehead observó la mota de polvo que giraba entre ellos. O bien había decidido ignorar la pregunta, o bien no tenía respuesta para ella.
—¿Quieres ayudarme? —dijo al fin—. Pues entierra a los perros.
—¿Solo valgo para eso?
—Podría llegar un momento…
—Eso es lo que dice siempre —dijo Marty levantándose. Estaba claro que no obtendría respuesta alguna. Nada más carne y buen vino. Esa noche no era suficiente.
»¿Puedo irme ya? —preguntó, y sin esperar una respuesta le volvió la espalda al viejo y se dirigió a la puerta.
Cuando la abrió, Whitehead dijo en voz baja: «Perdóname», tan baja que Marty no supo a ciencia cierta si las palabras se dirigían a él o no.
Cerró la puerta al salir y volvió a inspeccionar la casa para asegurarse de que los intrusos se hubieran marchado de verdad; así era. La sala de vapor estaba vacía. Era obvio que Carys había vuelto a su habitación.
Se sentía insolente, de modo que se deslizó en el estudio y se sirvió un güisqui triple del decantador, y se sentó en la silla de Whitehead junto a la ventana, bebiendo y pensando. El alcohol no le aclaró las ideas, tan solo embotó el dolor de la frustración que sentía. Se fue a la cama antes de que la luz del amanecer cayera sobre las bolas de pelo destrozadas que yacían en el césped.
Sin límites
No era una mañana para enterrar perros muertos; el cielo estaba demasiado despejado y prometedor. Los aviones partían hacia América dejando una estela de vapor, y los bosques florecían, llenos de vida. Pero el trabajo tenía que hacerse, aunque fuese inapropiado.
La inflexible luz del día revelaba el alcance de la masacre. Además de matar a los perros que había en torno a la casa, los intrusos habían entrado en las perreras y habían asesinado sistemáticamente a sus ocupantes, incluyendo a
Bella
y a su prole. Cuando Marty llegó a las perreras Lillian ya se encontraba allí. Parecía que hubiera estado llorando durante días. Acunaba en sus manos a uno de los cachorros. Le habían aplastado la cabeza salvajemente.
—Mira —le dijo, tendiéndole el cadáver.
Marty no había podido desayunar nada: la idea del trabajo que le esperaba le había quitado el apetito. Ahora deseó haberse obligado a hacerlo: le resonaba el estómago vacío. Estaba un poco mareado.
—Si hubiera estado aquí… —dijo ella.
—Probablemente habrías acabado muerta tú también —le dijo. Era la pura verdad.
Lillian volvió a poner al cachorro sobre la paja, y acarició la mata de pelo de
Bella.
Marty era más escrupuloso. No quería tocar los cadáveres, aunque llevaba unos gruesos guantes de cuero. Pero compensaba su falta de respeto con su eficacia, y la repugnancia le servía de estímulo para apresurarse. Lillian, aunque había insistido en estar presente para ayudar, era incapaz de afrontar los hechos. Se limitó a observar mientras Marty envolvía los cuerpos de los perros en bolsas de basura negras, cargaba los lóbregos paquetes en la parte trasera del todoterreno, y conducía el coche fúnebre improvisado hasta un claro que había escogido en los bosques, donde habrían de ser enterrados a petición de Whitehead, de modo que no se vieran desde la casa. Había traído dos palas, con la esperanza de que Lillian lo ayudase, pero estaba claro que no podía. De modo que lo hizo él solo, mientras ella observaba las gotas que caían de los fardos con las manos en los bolsillos de su andrajoso abrigo.
Fue un trabajo difícil. El suelo estaba lleno de raíces, que se entrecruzaban de un árbol a otro, y Marty pronto empezó a sudar, cortando las raíces con el filo de la pala. Cuando hubo cavado una fosa poco profunda empujó los cuerpos al interior y empezó a cubrirlos de tierra, que al caer repiqueteó en los sudarios de plástico como lluvia seca. Cuando acabó de llenar la fosa aplastó el suelo dejando un tosco montículo.
—Voy a la casa a por una cerveza —le dijo a Lillian—, ¿vienes?
Ella meneó la cabeza.
—Últimos respetos —murmuró.
Marty la dejó entre los árboles, y volvió a la casa sobre el césped. Mientras andaba, pensaba en Carys. Seguro que ya estaba despierta, aunque las cortinas de su habitación todavía estaban corridas. Pensó que le gustaría ser un pájaro para mirar por el hueco de las cortinas y espiarla mientras se estiraba en la cama, desnuda, perezosa, con los brazos por encima de la cabeza, y vello en las axilas, y donde se juntaban sus piernas. Entró en la casa con una sonrisa y una erección.
Encontró a Pearl en la cocina, le dijo que estaba hambriento, y subió a ducharse. Cuando volvió a bajar tenía el almuerzo preparado: ternera, pan y tomates. Lo atacó con entusiasmo.
—¿Has visto a Carys esta mañana? —preguntó con la boca llena.
—No —respondió ella. Estaba muy poco comunicativa, tenía el rostro contraído por alguna pena privada. Marty la vio moverse por la cocina y se preguntó cómo sería en la cama: por alguna razón ese día estaba lleno de pensamientos sucios, como si su mente se negara a deprimirse por el entierro y estuviera ávida de ejercicio edificante. Mientras masticaba un bocado de ternera salada le preguntó:
—¿Le serviste ternera al viejo anoche?
Pearl no se apartó de sus tareas para responderle:
—Anoche no cenó. Le dejé pescado, pero no lo probó.
—Pero si tenía carne —dijo Marty—. Me la terminé yo. Y fresas.
—Pues bajaría y las cogería él mismo. Siempre fresas —dijo—. Cualquier día se atraganta con ellas.
Ahora que Marty pensaba en ello, Whitehead había dicho que su invitado había llevado la carne.
—Estaba buena, fuera lo que fuese —dijo.
—No fue cosa mía —dijo Pearl, ofendida como una esposa que descubriese el adulterio de su marido.
Marty dejó la conversación; era inútil intentar animarla cuando estaba de ese humor.
Cuando acabó el desayuno subió a la habitación de Carys. La casa estaba tan silenciosa que se habría oído la caída de un alfiler; había recuperado la compostura, después de la farsa letal de la noche anterior. Los cuadros que bordeaban la escalera, las alfombras, todo conspiraba contra cualquier rumor de agitación. Allí el caos era tan inconcebible como un motín en una galería de arte: todos los precedentes lo negaban.
Llamó con suavidad a la puerta de Carys. No hubo respuesta, de modo que volvió a llamar con más fuerza.
—¿Carys?
Quizá no quisiera hablar con él. Nunca había podido predecir, de un día para otro, si eran amantes o enemigos. Pero sus ambigüedades ya no lo atormentaban. Suponía que era el modo que tenía de ponerlo a prueba, y le parecía bien, siempre y cuando al final admitiese que lo amaba más que a ningún otro cabrón sobre la faz de la tierra.
Probó el picaporte; la puerta no estaba cerrada con llave. La habitación del otro lado estaba vacía. No solo no estaba Carys, sino que no había ni rastro de su existencia allí. Sus libros, sus artículos de aseo, su ropa, sus adornos, todo lo que indicaba que la habitación era suya había desaparecido. Habían quitado hasta las sábanas de la cama y las fundas de las almohadas. El colchón desnudo tenía un aspecto desolador.
Marty cerró la puerta y bajó las escaleras. Había pedido explicaciones más de una vez, y le habían dado muy pocas. Pero esto era demasiado. Le habría gustado que Toy hubiera seguido por allí: por lo menos él lo había tratado como a un animal pensante.
Luther estaba en la cocina, con los pies encima de la mesa entre un revoltijo de platos sucios. Estaba claro que Pearl había dejado sus dominios en manos de los bárbaros.
—¿Dónde está Carys? —fue la primera pregunta de Marty.
—Tú nunca te das por vencido, ¿eh? —dijo Luther. Apagó el cigarrillo en el plato del almuerzo de Marty, y pasó una página de la revista que estaba leyendo.
Marty sintió que se avecinaba una explosión. Luther nunca le había caído bien, pero había aguantado los comentarios irónicos del cabrón durante meses, porque el sistema le prohibía la clase de respuesta que de verdad quería darle. Ahora el sistema se estaba desmoronado con rapidez. Toy había desaparecido, los perros estaban muertos, Luther tenía los pies en la mesa de la cocina: ¿a quién demonios iba a importarle que le hiciera polvo?
—Quiero saber dónde está Carys.
—Aquí no hay nadie que se llame así.
Marty dio un paso en dirección a la mesa. Luther pareció advertir que la conversación se había agriado. Arrojó la revista y dejó de sonreír.
—No te pongas nervioso, tío.
—¿Dónde está?
Luther alisó la página que tenía frente a él, pasando la palma de la mano sobre el reluciente desnudo.
—Se ha ido —dijo.
—¿Adónde?
—Se ha ido, tío. Eso es todo. ¿Estás sordo, eres idiota, o las dos cosas?
Marty atravesó la cocina en un segundo y levantó a Luther de la silla. Al igual que la mayoría de la violencia espontánea, la de Marty no fue nada elegante. El tosco ataque los desequilibró a ambos. Luther estuvo a punto de caerse y golpeó con el brazo extendido una taza de café, que se cayó y se hizo pedazos mientras los dos daban tumbos por la cocina. Luther recuperó el equilibrio antes que Marty y lo golpeó con la rodilla en la entrepierna.
—¡Dios!
—¡Quítame las putas manos de encima, tío! —gritó Luther, espantado por la explosión—. No quiero pelearme contigo, ¿vale? —Las exigencias de Luther se convirtieron en una súplica de cordura—. Venga, tío. Cálmate.
Marty respondió arrojándose contra él con los puños por delante. Conectó un golpe a la cara de Luther, más por suerte que por habilidad, y a continuación le dio tres o cuatro puñetazos en el estómago y en el pecho. Luther retrocedió para escapar del ataque, resbaló en el café frío y se cayó. Decidió quedarse a salvo en el suelo, sin aliento y cubierto de sangre, mientras Marty se frotaba las manos doloridas. Le lloraban los ojos por el golpe que había recibido en las pelotas.
—Dime dónde está… —jadeó.
Luther escupió una bola de flema manchada de sangre antes de responder.
—¡Estás como una puta cabra, tío! ¿Lo sabes? No sé dónde está. Pregúntale al gran padre blanco. Es el que le da la puta heroína.
Por supuesto, esa revelación aclaraba media docena de misterios. Explicaba la reticencia de Carys a dejar al viejo; también explicaba su lasitud, esa incapacidad para ver más allá del día siguiente, del chute siguiente.
—¿Y tú le pasas el material? ¿Es eso?
—A lo mejor. Pero yo no la enganché, tío. Yo no lo hice. ¡Fue él, desde el principio! Lo hizo para retenerla, joder, para retenerla. Qué pedazo de cabrón… —Hablaba con auténtico desprecio—. ¿Qué clase de padre hace eso? Seguro que ese hijo de puta podría enseñarnos un par de trucos sucios —se interrumpió para tocarse el interior de la boca; estaba claro que no tenía intención de levantarse hasta que hubiera remitido la sed de sangre de Marty—. Yo no hago preguntas —dijo—. Lo único que sé es que he tenido que limpiar su habitación esta mañana.
—¿Dónde están sus cosas?
Luther tardó unos segundos en contestar.
—Las he quemado casi todas —dijo al fin.
—Por amor de Dios, ¿por qué?
—Órdenes del viejo. ¿Has terminado?
Marty asintió.
—He terminado.
—Tú y yo nunca nos hemos llevado bien —dijo Luther—. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Los dos somos una mierda —dijo con tristeza—, una mierda pinchada en un palo. Pero yo sé lo que soy. Hasta puedo vivir con ello. Pero tú eres un pobre cabrón que piensa que si le lame el culo lo suficiente al final le perdonarán sus faltas.
Marty se sonó la nariz con la mano, y luego se la limpió en los vaqueros.
—La verdad duele, ¿eh? —se burló Luther.
—Vale —respondió Marty—, ya que se te da tan bien la verdad, a lo mejor puedes decirme lo que está pasando aquí.
—Ya te he dicho que yo no hago preguntas.
—¿Nunca lo has pensado?
—Nos ha jodido que lo he pensado. Lo pensaba cada vez que le llevaba droga a la niña, o cuando veía que el viejo se ponía a sudar cuando empezaba a oscurecer. Pero, ¿por qué iba a tener sentido? Es un lunático; eso es lo que pasa. Se le fue la olla cuando murió su mujer. Fue demasiado repentino y no pudo soportarlo. Está loco desde entonces.
—¿Y eso explica todo lo que está pasando?
Luther se limpió una gota de saliva ensangrentada de la barbilla con el dorso de la mano.
—Yo no me meto en nada —dijo.
—Pues yo sí —respondió Marty.
El viejo no accedió a ver a Marty hasta media tarde. Para entonces la rabia de este se había apaciguado, lo cual era seguramente la razón del retraso. Esa noche Whitehead había dejado el estudio y la silla junto a la ventana. Por el contrario, se había sentado en la biblioteca. La única lámpara que ardía en la habitación estaba un poco detrás de su silla. Como resultado, era casi imposible ver su rostro, y su voz desprovista de emoción no revelaba nada sobre su estado de ánimo. Pero Marty había esperado a medias la representación, y estaba preparado. Tenía que hacerle algunas preguntas, y no estaba dispuesto a dejarse intimidar para guardar silencio.
—¿Dónde está Carys? —exigió.
La cabeza se movió un poco al amparo del sillón. Las manos cerraron el libro que tenía en el regazo y lo pusieron en la mesa. Era uno de esos libros de ciencia ficción de bolsillo; una lectura ligera para una noche pesada.
—¿A ti qué te importa? —quiso saber Whitehead.
Marty pensaba que había previsto todas las reacciones posibles (el soborno, la coacción), pero no había esperado que le hiciese esa pregunta, que volvía a ponerlo a él en el centro de la cuestión. Planteaba otras dudas, por ejemplo: ¿sabía Whitehead la relación que tenía con Carys? Se había torturado toda la tarde con la idea de que ella se lo había contado todo, de que había ido al viejo después de la primera noche, y de las noches siguientes, para contarle toda su torpeza y su ingenuidad.